Por Luis Giménez Pardo
– Señor, es hora, ¿puede despertar? – un bastón de palo santo golpeaba el rostro de Alessandro que estaba acostado cual perro en un rincón – vamos hombre, despierte.
El segundo bastonazo pego en la nuez, dejando casi sin aire al escritor que abrió los ojos sintiendo que se ahogaba desesperadamente. Limpió la saliva que decoraba sus labios poniéndose de pie al mismo tiempo.
– Es hora, vamos a terminar esto de una vez.
Caminaron un buen rato, llegaron a un lugar algo raro, Alessandro no comprendía bien, pero eligió quedarse callado. Dibujaron una especie de cruz o algo que se asemeje en el suelo, leyeron unas palabras en latín y continuaron.
Mientras se dirigían hasta la siguiente escala, el más viejo y líder del grupo dijo «ya va uno de cuatro», los demás asintieron y continuaron.
Llegaron a un nuevo sitio, despoblado donde casi no se podía respirar de olor insoportable que daban las chimeneas la industria más grande de la ciudad. Un perfume nauseabundo abrazaba los rincones de aquellos pagos, donde la naturaleza había sido desterrada, dejando un árido paisaje de tierra y mugre.
Nuevamente, repitiendo el proceso anterior, quedó la marca en el suelo al ritmo de las frases en latín y partieron. Tres horas y monedas más tarde, estaban en el tercer espacio. A la orilla de un río, que con su corriente incesante musicalizaba la tranquilidad suprema del lugar.
Uno de los muchachos no pudo contener el llanto y sus mejillas comenzaron a mojarse culpa de algunas lágrimas pervertidas que salían a bailar por su rostro. Lentamente el labio inferior ganó lugar sobre su compañero formando una mueca de tristeza desoladora.
– Pensar que aquí, cientos de jóvenes venían a leer o a pasar la tarde con sus compañeros. Solían estar largos ratos cantando, o disfrutando del día. He visto familias enteras aprovechando el sol, y mire ahora – el tipo secó sus ojos, queriendo denotar una rudeza que no existía – ahora están todos en sus casas o en sus trabajos, metidos dentro de una pantalla que los absorbe y les exprime, sin que puedan percibirlo.
– Tranquilo, dentro de algunas horas, vamos a empezar a devolverle a las palabras el lugar que se merecen, y con ello, todo lo que se perdió – Gado consolaba a su colega, pero a la vez, desconfiaba del hechizo.
El reloj confesaba las cuatro de la mañana. Cansados, doloridos de caminar, anclaron, con sueño de silenciar a todos, en el último lugar. Según habían estudiado, aquel sitio era el cuarto y definitivo. Debían repetir lo hecho hasta entonces, y esperar. Nadie entendía cómo y de qué manera sabrían cuándo estaría todo listo, pero ya habían andado demasiado y necesitaban terminar lo que habían comenzado.
Reunidos en círculo, el líder apuró unas palabras antes de concretar el acto, mientras los demás observaban en silencio.
– Ya que no vamos a poder hablar después de esto, le quiero agradecer por haber confiado y acompañarme en esta odisea – un lagrimón comenzó a flaquearle los rasgos serios que siempre mostraba en cuando decía algo – estamos a un paso de hacer historia.
– Vamos hombre, no tengo todo el día. Estamos saludándonos por algo que no sabemos si va a funcionar – Gado detestaba las cortesías y más si venían con sensibilidad sobreimpresa – apuremos este asunto que me duelen las piernas.
– ¡Irrespetuoso! – Alcanzó a denunciar uno que Alessandro no registraba porque básicamente nunca había hablado – ojalá esto funcione y de ese modo no tener que escucharlo más.
Quedaron todos estupefactos, presos del asombro. Era cierto, aquel tipo nunca había abierto la boca.
– No sé quién es usted, ni me interesa lo que dice, además ya estaba callado antes de todo esto, por consiguiente, seguirá siendo el mismo idiota – Gado no iba a quedar en desventaja, sabía perfectamente cuán porfiado era e iba a mostrar esos pergaminos frente a aquel sujeto.
– Sabe, aprovechando que después vendrá el silencio – retrucó el otro – quiero decirle que lo he leído, y la verdad, no es nada interesante; es más, gozan de una pobreza muy poco envidiable sus escritos, pobreza de todo tipo, claro.
La primera piña de Alessandro fue directa al mentón. No era alguien que sepa pelear, ni mucho menos defenderse, por eso no esquivó las otras dos de su atacante y terminó en el suelo, inconsciente.
Despertó al día siguiente en el departamento donde se estaba hospedando. Estaba bastante mareado, buscó refugio rápidamente en el baño donde había un espejo capaz de contarle su reflejo. Era preocupante. En su cara aún tenía las marcas de la pelea que no recordaba bien haber tenido; las ojeras circundaban los ojos y los labios hinchados le dolían casi tanto como la espina que dormía en su codo.
Luego de una ducha recuperadora, y una cenalmuerzo medio inventada, rescatando lo que encontrase, se preparó para salir a vivir.
La ciudad estaba desierta, ni siquiera comprendía cómo había llegado a su cama, pero no tenía tiempo de sacar conclusiones.
Todo había perdido el volumen, la magia. El silencio era, además de eso, una capa de polvo sobre el andar de aquel lugar; más apagado, más muerto.
Caminó, caminó bastante, todo era parte de una polaroid mal cuidada. Entendió que algo había salido de manera errónea. Las cosas no podían terminar así: la música, el canto de los pájaros, la lectura en voz alta, el recitado, los relatos, las conversaciones… dejaron de existir.
«Tiene que haber un final alternativo, uno feliz. Siempre pasa que estas cosas se arreglan, ¿no?»; pensaba mientras una lágrima atrevida dejaba atrás su lagrimal.
Gado estaba en lo cierto, los finales felices existen, o se inventan, pero no, no es el caso. Volvió a su departamento, recogió sus cosas y se fue. Dicen que iba llorando, a los gritos, en silencio.