Cuentos | Ninguna intrusa - Por Marilina Negri  | Ilustra:  Yamila Yabale

Relato e ilustración publicados en nuestra séptima revista de Literatura y Artes.


La historia me la contó mi tío, que fue portero del edificio de calle San Juan y Corrientes por casi veinte años, cuando yo tenía dieciocho y él me cedía el puesto, antes de retirarse a La Falda, en busca de aire puro y de un casino cerca, para no aburrirse. Me relató el culebrón de los hermanos del quinto durante la sobremesa de su despedida. Juzgué exagerado el relato, pensé que inventaba o que había caído víctima del chusmerío de consorcio, pero tiempo después una vecina me repitió la historia, con algunos agregados, el día en que el departamento del quinto se volvió a ocupar, luego de algunos años de haber permanecido deshabitado.

Trataré de reproducir con fidelidad lo que el tío me contó, aunque es probable que la memoria me engañe o que me tome algunas licencias.

Cristian y Eduardo eran dos hermanos misioneros que habían venido a Rosario desde aquella provincia colorada a estudiar y jugar al fútbol, respectivamente. Cristian también soñaba con ser cantante, aunque este sueño permaneciera oculto incluso para él. Era afinado, le gustaban las canciones melódicas. Arjona, Alejandro Sanz y por herencia paterna, Manzanero. Los hermanos eran rubios, altos y de espaldas anchas. De los abuelos alemanes les venía el apellido; puede que fuera Knuttsen o Kasper.

Cristian, que era el mayor, estudiaba para contador público en la Universidad Nacional de Rosario. Le gustaba pasear por Pellegrini de noche, que es «cuando se pone linda», con tanta gente en los bares y en las veredas. La avenida le recordaba a la vía del tren en El Dorado, porque vivir de uno u otro lado marcaba la diferencia. Él se había ido dando cuenta de esto con el tiempo, pero por suerte, aun sin saber, había alquilado del lado correcto, en el que la gente es mejor y por algo también paga más expensas. Le gustaban las mujeres que se hacían valer por sí mismas. Las independientes, sofisticadas, trabajadoras. A ellas les cantaba en el oído para llevárselas a la cama. Tenía cierto éxito en este sentido y eso le daba la seguridad necesaria para todo, hasta para estudiar y rendir un examen detrás de otro.

 

Eduardo, el más joven de los hermanos, se había probado en algunos equipos menores y mientras esperaba ofertas, había entrado a trabajar en una casa de deportes de la peatonal, en la que vendían indumentaria y zapatillas adulteradas. Según me contaba mi tío, las zapatillas eran iguales a simple vista, razón suficiente para que valieran tanto como las originales, aunque no lo fueran. Cuando el tío dedicaba tiempo a estos detalles me exasperaba, a qué venía tanta digresión, yo quería que fuera al grano, que siguiera con la historia. A Eduardo, por alguna razón, seguía el tío, no lo espantaba el tema de las zapatillas y la indumentaria adulterada.

Él no estaba tan seguro, pero según la versión de la historia que me relató la vecina, Eduardo conoció a Juliana Burgos en la feria de Saladillo. Había ido con un compañero de trabajo a ver si podían vender unas camperas y como era la primera vez y estaban desorientados, se detuvo frente al puesto de Juliana, buscando indicaciones. Ella alquilaba el gazebo y el tablón por seiscientos pesos el día, pero era propietaria legítima de Juli-Cell. Juliana enseguida se hizo cargo del caso: le indicó con quién debía hablar y hasta intercedió para que le tomaran la mercadería a buen precio. La energía y la vitalidad de Juliana, los gestos, el contoneo con propósito frente a los demás comerciantes, cautivaron a Eduardo. Ese día, incluso después de haber vendido con éxito las diez camperas, se quedó a acompañarla, le cebó mates y aprendió de ella, de sus habilidades para la venta.

Juliana sabía tratar al cliente. Hacía sorteos cada quince días y les daba números a los que compraban. De modo que, aunque hubiera malaria en la feria, ella era la única que vendía. A Eduardo le pareció que nunca había conocido a una mujer tan inteligente. Al final de la tarde, la ayudó a desarmar el puesto y la invitó a salir. A donde vos quieras, le dijo. Ella lo llevó a Pagos del Sur, que de día era un bar para tomar el desayuno y leer el diario, y a la noche bajaban las persianas y se armaba la fiesta, el ritual de movimientos sensuales dedicado al hombre y más tarde, la cumbia melosa para bailar apretados.

Pasaron la noche en el departamento de San Juan. Fue una buena noche, pero ya hacía casi un día que estaban juntos, así que Juliana, ni bien se despertó, se cambió y salió de la habitación sin hacer ruido. No quería despertarlo. Quería dejarle una notita cariñosa y salir por las suyas del edificio. Quería, también, parecer misteriosa e independiente. Cuando salió del baño, se encontró con Cristian, que tarareaba bajito una de Leo Mattioli, mientras acomodaba los apuntes de la facultad y preparaba el mate. Era domingo y ese chico estaba persiguiendo un futuro. Era sensible y cantaba muy bien.

Ilustración: Yamila Yabale

―Hola, disculpá. No sabía que había alguien más.

Cristian la miró y volvió a lo suyo. Como si lo hubiera interrumpido el viento que movía las cortinas. Juliana era del tipo de mujeres que a él le resultaban invisibles, aunque anduviera con tantos brillos y colores encima. Sin embargo, viendo que se quedaba ahí parada le ofreció un mate. Ella lo aceptó y le pidió que le abriera. Se quería ir cuanto antes. Cristian la había hecho sentir incómoda. Y ella no se quedaba en ningún lado donde sobrara. Ese día Juliana lo pasó en la cama, como si se hubiera infectado con algo, como si estuviera enferma.

En la semana, Eduardo volvió a buscarla. Lo vio de lejos. Tan rubio y tan alto, caminando directo a su puesto como si fuera el único en la feria. Se sintió una princesa, Juliana, por eso. Se sintió rescatada por primera vez desde que había llegado a estas tierras desde el Paraguay.

Ella también había venido con un hermano: Rubén, mayor que ella. Pero él se había casado y se había vuelto a Asunción con la esposa y ahora tenían una hijita de dos años. De todos modos, la relación con su hermano seguía siendo la más estrecha: él le mandaba desde allá la mercadería que vendía en su puesto de Juli-Cell. Le hacía ganar plata, su hermano, porque allá era todo más barato. Se preocupaba por ella, porque la había dejado sola en un país extraño, aunque Juliana se había impregnado enseguida de los modismos rosarinos y ya, después de cinco años de vivir en la ciudad, apenas si se le notaba que era extranjera. Parecía una argentina del norte, nada más. Y si alguien la tomaba por tucumana o formoseña no lo desmentía.

Ella sabía bien quién era. Eso era lo que importaba. Y hacer plata, vivir mejor, progresar, enamorarse de alguien bueno, alguien que la tratara bien, como ella se merecía.

Y ahí venía Eduardo, con esos ojos claros, incapaces de mentir, con esa forma de mirarla admirado. Como si ella fuera la primera mujer. Le sonrió y tuvo la certeza de que se iban a querer para siempre, pasara lo que pasara.

―Hola, morocha. Te fuiste sin saludar el otro día.

―Hola, sí, no te quería despertar.

―No huyas de mí, morocha. Te vine a buscar, ¿vamos a casa? Te preparo de comer.

A Juliana le pareció que por fin llegaba. Que llegaba a destino después de tanto viaje y que con Eduardo podría descansar de ser siempre la única para todo lo que hubiera que hacer. Siguieron saliendo, yendo y viniendo, siempre juntos. No hacía falta que Eduardo la agasajara. Ella no necesitaba nada: tenía todas las baratijas que el dinero puede comprar. Todo lo que quería. Era feliz, pero si se cruzaba con Cristian en el departamento de San Juan, hacía de cuenta que se topaba con un mueble. Lo esquivaba con precisión, apenas lo saludaba. Escucharlo cantar bajo la ducha le aseguraba una tarde en cama, una angustia que no reconocía.

Pasaron los meses y una tarde Juliana recibió el llamado de su hermano desde el Paraguay. La sobrinita estaba enferma. Leucemia, dijo Rubén, como quien dice confites o zanahoria. Y que lo disculpara, pero que no iba a poder por un tiempo mandarle la mercadería, con todo esto de la nena. Juliana entendió y hasta le pareció innecesario que su hermano pensara en ella, con los problemas que tenía. Se las iba a arreglar sola, ahora también lo tenía a Eduardo. La noticia de su sobrinita enferma, sin embargo, la dejó tan destrozada que fue incapaz de contarle nada. En cambio, lo trató mal una mañana y él salió arando de la pieza y del departamento, gritándole que andaba con la tanguita corrida y dejándola sola con Cristian, que no entendía nada.

―Para qué la quiero a ésta. Te la regalo―le dijo Eduardo al hermano, que estaba con los apuntes hasta la nariz. Cristian lo miró con desconcierto y Eduardo agregó: Vos, que sos mejor en todo, por ahí la entendés―. Y se fue sin dar un portazo, pero se lo oyó insultar en el palier porque el ascensor no funcionaba.

Ilustración: Yamila Yabale

―¿Qué le pasa? ―le preguntó a Juliana que salía de la habitación y se restregaba los ojos y las lágrimas.

―Yo a tu hermano lo quiero. Lo quiero de verdad. Y lo traté mal, como una tonta. Por eso dice lo que dice, porque soy una tonta y lo traté mal.

Cristian dejó los apuntes, se levantó y se acercó a consolarla. No era un experto en estas cuestiones, pero que esta mujer quisiera tanto a su hermano lo había conmovido. El modo afectado en que habló de Eduardo, de su hermanito, lo impresionó al punto de desear que alguien lo quisiera así a él. Juliana era una mujer excepcional, distinta a las que conocía él en los boliches. En todo sentido era distinta. Ahora se daba cuenta.

―¿Te gusta Pellegrini? ―le preguntó después, cuando ella ya no lloraba.

―Sí. Me gusta ir a comer a La Maltería.

―Podemos ir esta noche los tres.

―Tu hermano me odia―dijo ella y otra vez se le llenaron los ojos de lágrimas.

―¡Qué te va a odiar ese! Dejámelo a mí.

Almorzaron juntos, esperando que Eduardo volviera en cualquier momento. Cristian le mostró algunas canciones que estaba ensayando con unas pistas que tenía grabadas en la computadora. Ella le dijo que le podía conseguir un micrófono, que se lo dejaba a precio de costo. Cuando habló de Juli-Cell, se acordó de su hermano y le contó lo que la tenía mal: su sobrina, tan chiquita, lo que no había sido capaz de contarle a Eduardo, que era todo alegría y pasarla bien. Ella estaba sentada en el sillón y Cristian corrió a abrazarla y le susurró «Amiga mía/princesa de un cuento infinito». Serio y sin cantar, le murmuró un edulcorado «tan sólo pretendo que cuentes conmigo». Y terminaron a los besos; Eduardo les había dado permiso.

Pasaron algunas horas hasta que Eduardo volvió, más tranquilo, y los encontró frescos y vestidos ya, esperándolo para ir a cenar a La Maltería de la Avenida.

―Andá a bañarte, loco. Nos vamos a Pellegrini los tres―le soltó Cristian ni bien lo vio aparecer tras la puerta.

Cuenta la vecina que esa noche, después de pasear por Pellegrini volvieron al departamento y Juliana estuvo con los dos. Ahora, a falta de uno, tenía dos remansos donde descansar. Dos pechos rubios, dos cunas de oro para ella que apenas era una princesa morena y paraguaya. Cuentan que fueron una familia, los tres juntos de acá para allá y que Cristian y Eduardo nunca se llevaron tan bien. Juliana los aglutinaba, sacaba lo mejor de ellos. Colaboraba uno con el otro. Eduardo le consiguió a Cristian una fecha para cantar en un bar y una contratación para un cumpleaños de quince, así se iba haciendo conocido. Y Cristian acompañó a su hermano a vender camperas y a probarse en las inferiores de un club mayor, porque le decía que él estaba para más, que se tenía que comer el mundo. Juliana los quería a los dos, los quería a sus pumitas misioneros y los iba a querer siempre.

Para el verano, organizaron un viaje a Paraguay. Eduardo se había comprado un auto usado y les propuso salir a la ruta para que Juliana pudiera visitar a su hermano. La sobrina seguía en tratamiento y le quería alcanzar algo de dinero, por si le faltaba a Rubén, que siempre había sido incondicional con ella.Ilustración: Yamila Yabale

Era un viaje largo, pero estaban bien pertrechados. Hasta tenían una carpa que Juliana consiguió a mitad de precio en la feria. Cuando la vio llegar cargando el bulto, Cristian la agarró de la cintura y le advirtió las cosas que le iba a hacer adentro de esa carpa. Eduardo estaba sentado a la mesa, tomando mate y ella lo vio bajar la vista cuando Cristian la abrazó. Ese solo gesto umbrío de Eduardo fue suficiente para que a Juliana se le derrumbara el reinado doméstico que se había construido en los meses de convivencia con los dos hermanos. Al principio, Eduardo renegaba por todo, después se fue ensimismando de un modo irreversible. Con los días, se fue poniendo hosco y se fue alejando. Tenía la apariencia de un elefante que se está por morir.

No era lo mismo si no estaban los tres y Juliana lo notó, lo registró en su cuerpo y en el aire que se respiraba en el departamento de San Juan y Corrientes. Se había jurado que ella no se iba a quedar si alguien sufría y una noche, mientras los hermanos dormían en la cama grande, tomó la decisión de irse. Se las arregló para levantarse sin hacer ruido, les dejó una notita cariñosa y los dejó para siempre. Prefirió perder todo lo que tenía en este país, en esta ciudad, antes de enfrentar a los hermanos por su causa. Ella no era ninguna intrusa. Así dijo el tío, que ella no era ninguna intrusa. Ella se iba al Paraguay con el suyo, con su hermano, que la necesitaba tanto. Así debía ser, por más que doliera.

Eso es todo lo que sé. Es la historia que me contó mi tío. La vecina no pudo agregar mucho más. Yo pienso que para llamarlo culebrón le hubiera hecho falta más drama: a Juliana no se la volvió a ver en la feria, y los hermanos abandonaron el departamento a las pocas semanas. No sé qué tanto habrán perdido con ella y nunca pude enterarme qué clase de vida habrán llevado después. Supongo que habrá sido difícil olvidarla, pero quizás ahora recuerden esos días como una historia que alguien cuenta por ahí, como si hubiera sido la historia de otros hermanos y una mujer cualquiera. Un triángulo amoroso igual a todos los triángulos amorosos. Una repetición de repeticiones. Y nada más.

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