La noche está fría. Recién pedí una cerveza pero me levanto y cambio el pedido por dos cafés. Está todo planchado. Miramos los teléfonos, la decoración de El Rayo, observamos con detalle a la concurrencia. Por fin dan sala.
Allí las genéricas Señora 1 y Señora 2 salen a barrer la vereda. Saludan con un «Buen día, buen día», alargando la última vocal y con el timbre agudo de las señoras barredoras. En principio, me parece imposible que puedan sostener el falsete durante toda la obra. Y me parece todavía más imposible poder aguantarlo durante toda la obra. Los parlamentos riman. Otra de mis debilidades. No creo poder resistir dos horas de cantitos agudos y en rima. Spoiler alert: sí, pude.
Las Señoras 1 y 2 mientras barren hacen inferencias acerca del color del perro que dejó un regalito en la vereda del otro lado de la calle. Durante buena parte de la obra están mirando hacia enfrente, por si eso nos dice algo. Y además, enfrente estamos nosotros, que seríamos los vecinos que no limpiaron la caca. Las Señoras 1 y 2 se visten igual, se maquillan igual, tienen el mismo bonete. Pero la Señora 1 dice que no importa el color del perro, que todos hacen la misma caca. La Señora 2, en cambio, opina que esa caca es de perro negro. Los que hacemos inferencias ahora somos nosotros.
A lo largo de unas diez escenas fui incorporando ese parloteo que unas veces fue risa, otras fue llanto y desolación, y otras una incógnita, un enigma. A las Señoras 1 y 2 hay otra cosa que las hermana: no saben dónde están sus hijos. «¿Y mi hijo?» «¿Y mi hija?». Repiten antes de cada apagón. Cuando esto sucede, las escobas gigantes de la escenografía se afligen. Las luces bajan. A todos nos resuenan esas madres.
Se inicia otra coreografía, otra escena, parecida a la anterior pero con algo nuevo. Saltos desde una pila de cubos, un tira y atrapa de escobas, marchita con fusiles al hombro, viva Perón, viva Perón; chismes sobre quién es la que sale con el panadero. Me señalan: parece que soy yo. Gran destreza en los cuerpos masculinos que encarnan a las dos señoras estereotipadas. No se les mueve el bonete, no se les pierde una línea. Aparece un inglés perdido buscando a la Senora 1, que es petisa y morocha. Se distancian un poco más las dos señoras. La Señora 2 es rubia y alta, es mi abuela. Parecida a alguien que conozco. No sacar los trapitos al sol, no hacer escenas. Ser una chica bien educada, ser una amiga de diseño.
A medida que avanza la puesta, voy incorporando, me voy llenando, me voy cargando con ese parloteo y esa danza y esos movimientos espejados. Me voy cargando como un cielo. Hasta que aparece la muerte. Las Señoras 1 y 2 vestidas de tinieblas. Apagón.
Escena siguiente, las señoras resignadas, porque en la vida
* Si una se pone a pensar…
* Si una se pone a preguntar…
* Si una se pone a llorar…
Y ahí toda la carga de la vida y toda la carga de la muerte y la resignación y el cansancio y la injusticia y todo lo que está mal en el mundo y todo lo que está mal en mí se me cruzaron en la garganta. Y lloré. Y no troné porque no quería molestar (soy un cielo de diseño). El contraste de una escena negra contra otra blanca me hizo llorar. Y después me reí.
No queda mucho más de la obra para mí. Es difícil anotar algo sobre una obra que es puro movimiento y emoción. Suscita poesía, no comunica y nada más. A lo largo de esas diez escenas se narra la época más nefasta de nuestra historia y de una manera que penetra, que clava banderas, que hiere. El trabajo de los actores, la iluminación y la escenografía son impecables. Pasan inadvertidos, como todo buen trabajo. Cuando algo falla se nota. En esta obra no es así. Nos podemos dejar atravesar con confianza. No decepcionan. Me voy, salgo sacudiéndome la ropa. De qué, no sé.
Afuera la noche sigue fría. Es viernes a la noche y está todo planchado.
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