Cuentos | La repostería como explicación cultural - Por Brusco Marechal

Habiendo leído –cierta vez- sobre la importancia de los banquetes en la cultura helénica como espacio de circulación del saber, y afectado por varios y eclécticos teóricos que veían en las costumbres y prácticas culinarias de los pueblos una clave de acceso a las diferentes culturas, el repelente Roberto Melaño (influenciable pensador) creyó estar ante la manifestación racional que explicaba su curioso desprecio por los suizos. 
Mucho se ha versado (en realidad no tanto) acerca de esta tendencia maníaca de Melaño contra los ciudadanos de origen suizo, sin embargo, ninguno de los biógrafos del temerario autor han acertado en indicar las mismas causas que el propio Melaño adujera.
Pero no perdamos el hilo de los razonamientos que nuestro intrigante escritor desarrolla en su ensayo autobiográfico “Yo he sido un sabio y otras menudencias por el estilo”.
Hombre idealistas y aferrado a la esperanza (algunos asociaron esto a cierta vocación utópica y transformadora de las estructuras sociales, producto de un autoproclamado espíritu rebelde, pero se trataba, más bien, de un perfecto argumento para justificar su inextricable pereza y su indefendible abulia para con los asuntos de interés público) concluyó que su aversión a los ciudadanos suizos podría ilustrarse perfectamente –“Ah… la generación de imágenes para una explicación acabada de los fenómenos, el bello arte de la escritura”, dice en alguna parte de su insostenible obra- a través de la repostería.
De esa singular convicción surge su desconocidísimo ensayo “Del postre al suicido” (vale aclarar que Melaño creía que el suicidio significaba el exterminio de los ciudadanos suizos, habiendo tomando por cierto, nuestro crédulo pensador, una broma realizada alguna vez por alguno de sus pícaras amistades) donde compara, a través de los postres, las cualidades de suizos y escoceses.
“Son estos dos postres (el bombón suizo y el escoses) –exponía Melaño- harto difundidos en nuestras cocinas, una expresión cabal de la diferencia filosófica de estas dos naciones”. (No pregunte, intrigado lector, por qué Melaño decide trazar la arbitraria comparación entre suizos y escoses: lo único que somos capaces de arrojar como alternativa, en nuestro inconfundible desconcierto, es que el paralelo se debe a que aquellos eran los postres más cercanos a Melaño y, el tan perezoso investigador, no quería realizar una pesquisa más frondosa).
Cualquiera estaría tentado en afirmar que no hay grandes diferencias entre uno y otro postre, menos aseguraría que en ellos se halla el antagonismo fundacional en los criterios e idiosincrasias de ambas naciones. Pero los grandes pensadores siempre saben como sorprendernos a los modestos hombres vulgares. Veamos como Melaño, con su cuestionable agudeza, desenreda la madeja:
“Notamos, a simple vista, que el escocés presenta un regado de almendras molidas, contrastando con el vacío ornamental del suizo, limitado únicamente al baño de chocolate. Esto que puede ser considerado solo una apreciación estilística, como todo concepto estético, guarda un sentido más profundo: se trata de una diferencia crucial en el modo de asimilar las circunstancias por ambas culturas: los suizos, parcos y odiosamente aburridos, optan por la planicie, la ausencia de retoques, es decir: la apatía y el conformismo. Los escoceses, en cambio, no conformes con la simpleza, intentan modificar el objeto; intervienen, decoran, entran en acción. En otras palabras, más afines a mi intención: revolucionan”.
Esta apelación revolucionaria realizada por Melaño pudo haber despertado muchísimas críticas y respuestas enfurecidas por grupos de izquierda, si no hubiera pasado por completo inadvertida.
Pero continuemos observando detenidamente como nuestro autor construye su corpus teórico o, en este caso, su corpus pastelero: “pero entonces –nos dice Melaño- encontramos un punto fundamental que marca sin lugar a dudas la oposición entre el carácter vil y engañoso, embustero y pérfido de los suizos, ante la honorabilidad y lealtad escocesa: ese antagonismo se aloja en el corazón mismo del postre”.
Aquí Melaño parece descubrir la esencia de las diferencias que supone entre ambas culturas y cree estar en presencia de la principal de las razones para explicar esa contradicción –según sus palabras- irresoluble. Observemos como desenlaza el argumento: “uno avanza en la deglución del suizo socavando las paredes de chocolate y, luego, rompiendo lentamente el armado de crema helada. En ambos casos, el procedimiento inicial es el mismo. Sin embargo, hay una diferencia: es inevitable, ni bien encaminado en la depredación de los postres, ilusionarse con un final glorioso, un detalle que cierre el proceso triunfalmente y aporte un sabor diferente, que se combine y complemente con lo anterior. Es lógico: la crema debe neutralizarse para que no reine la homogeneidad. Eso es lo que salta a los ojos de cualquier ser medianamente prudente y abierto al disfrute de los placeres. Pero los suizos, al contrario de los escoceses, defraudan, optan por la monotonía: mientras el escocés ofrece su dulce y tentador corazón de dulce de leche, reflejo de la alegre creatividad de una sociedad que cumple con las expectativas, que con su final rinde tributo a la esperanza, el suizo mantiene la desoladora crema, insiste con lo existente, no arriesga al cambio: es conservador”.
No le basta esta contundente condena a Melaño para marcar su rechazo hacia el postre suizo y sus implicancias culturales, sino que decide dar un nuevo revés, quizás anhelando la caída definitiva de lo que considera el “imperio del aburrimiento y el letargo del buen burgués”. Algunas páginas más adelante (el insoportable ensayo se extiende a lo largo de 70 páginas, de las cuales solo rescatamos no más que un par): “temerosos y reaccionarios, los suizos hacen culto de la modestia para solventar el statu quo, embaucar la esperanza. No es de extrañar que Ginebra, aquella triste ciudad, haya sido elegida por tradicionales para finalizar sus días”.
Estas peculiares reflexiones ostentan una amplia dosis de pretensión y resultan demasiado forzadas y antojadizas, aunque no más que otras teorías que, pese a todo, gozan de la celebración de colegiados y han pasado a la historia y hasta hicieron escuela a lo largo del tiempo.
Quizás Melaño soñó con hacerse famoso y respetado en los ámbitos académicos e intelectuales con estas teorías (no podríamos sancionarlo por tan acostumbrado hábito). El mayor problema que debió enfrentar, nuestro abandonado pensador, es que nunca nadie le informó que los postres mencionados en su trabajo eran estrictamente locales y que tanto suizos como escoceses no tenían ni la más remota idea de su existencia. Lamentamos mucho, desde aquí, este particular descuido, aunque –digámoslo- menor en lo que pudo ser una muy lograda exposición de los matices culturales de dos hipotéticas naciones.
De todos modos, nuestro malogrado investigador no sería el primero en hablar de culturas que desconoce por completo o simplemente visita lleno de prejuicios y fugazmente: toda una biblioteca de antropología así lo confirma.

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