Cuentos | Miradas - Por Luis Giménez Pardo

Por Luis Giménez Pardo

“Era perfecta. O al menos interesante. No, no, me corrijo, perfecta. Resumía la sencillez de la belleza congeniando las inmensidades del universo entre pinceladas simples de dulzura inexplicable.
Tenía la costumbre de congelar momentos, o más bien la facultad. Sí, así suena mejor, tenía la facultad, la virtud de congelar momentos, de estatuar instantes. Ojos comunes, acuarelas marrón claro decoraban la retina de una mirada intensa.

No era nadie, y era mi mundo. Ni siquiera entraba en las cosmovisiones de belleza universales, pero aquí las universalidades no existen. Cada quién es un todo (aunque esto también suene a universalidad). Yo la veía de lejos, quizá a una distancia algo grande, lo cuál no es saludable sobre todo si aquello que se observa provoca semejante impacto, pero eran las reglas del juego.

Ella allí, casi pendiente del mundo. De su mundo, claro. Lejos, como a años luz de distancia de una realidad incompatible con la que me había escupido el provenir.

Ya el tiempo había perdido su protagonismo, no era algo trascendente en medio del momento. Lo cuál es raro, porque al decir ‘momento’, este tipo, el tiempo, ya aparece, al menos como actor de reparto. Sin embargo, los minutos pasaron, no sé. Quizá diez, quizá tres días. Pasaron. Fue un parpadeo, o una eternidad, no recuerdo.”

Estas palabras fueron rescatadas de algunos escritos que Alessandro Gado olvidó dentro de un bolso en la estación de tren. Lo que no se sabe es si fue un descuido planeado, o realmente el escritor dejó sus cosas culpa de su escasa concentración. Los renglones siguen, vean.

“En ese momento la cabeza es atravesada por una multiplicidad de cosas. En verdad no creo que sea correcto nombrarlas así, como ‘cosas’. ¡Qué palabra más insípida! ‘cosas’, pobre de ella. Cada vez que se la incluye dentro de un enunciado pareciera que éste pierde la seriedad que su emisor intenta darle (si es que quiere darle alguna, claro). En fin, decía, la cabeza es atravesada por una multiplicidad de co… ¡la cabeza es bombardeada por innumerables sensaciones, ahí está!

Uno piensa, mira, vuelve a pensar. Observa, analiza, saca conclusiones apresuradas, manchadas con prejuicios innecesarios que denotan la estupidez propia. Como, por supuesto, no estoy exento de ella, sino que bailamos seguido, boceté mis conjeturas.”

Las líneas siguientes son ilegibles. Hay café o algo que se le parezca atacando las palabras que siguen, así que tengo que saltear varios párrafos para poder continuar.

“En algún momento, no entiendo bien por qué, noté cierto interés suyo hacia mi. Sinceramente, no fue más alguna que otra mirada, pero quién mira más de una vez algo es porque de alguna manera encuentra cierto interés en aquello que está viendo. Bueno, así sucedió por un rato largo, y la estupidez propia, aquella de la que ya hablamos volvió a darme la mano.

A veces no entiendo porqué suceden estas cosas (¡lo ven!, otra vez está palabra), pero cuando uno se siente observado por alguien y a la vez, sentimos interés sobre ese alguien, surge la idea de ‘impresionarlo’, o de mostrar, mejor dicho, de demostrar algo, una cualidad, una actitud, algo.

Así fue que tuve la idea, la estúpida idea de convidarle en su observación mis aires de intelectual, los cuáles obviamente existen, pero mágicamente se convierten en huracanes de estupidez tormentosos cuando se ventilan al por doquier.

Con ganas de exponerme visualmente como escritor / lector apasionado, revolví el viejo portafolio que llevo conmigo a todos lados, y saqué el primer libro que encontré (suelo llevar siempre dos o tres conmigo). Casi como un reflejo perfecto, o una pifiada memorable, seleccioné uno. Lo abrí en una página cualquiera, mientras dejaba el portafolio a mi lado.

Detrás de las páginas impresas se escondía un sujeto algo avergonzado, con los ojos de espía, que trataban de no perder detalle de la situación. Ese sujeto (queda claro que hablo de mi), oscilaba entre la presunta imagen de intelectualidad que creía lograr al esconderse detrás de un libro, y lo que verdaderamente mostraba, un estúpido que simulaba leer.”

Esto es realmente novedoso, porque vemos cómo Alessandro Gado, a quién ya conocemos bastante, reconoce haberse comportado como un imbécil. Señalo que es novedoso, ya que lógicamente, este escritor era uno de aquellos que viven abrazados al el narcisismo cegador, el cuál nunca se sabe hasta que punto éste lo abraza, o simplemente lo secuestra.

“De tanto esconderme detrás del libro, se me ocurrió leer cuál habían elegido mis dedos en esa selección librada al azar. No era nada más ni menos que La Biblia, ¡Dios mío!, pensé. (Fíjese usted que ocurrencia, mencionar al Todopoderoso dentro de una muletilla salpicada por la sorpresa de tener su libro en mis manos.)

Recordé tener aquel ejemplar en mi poder ya que cuadras antes de llegar a la estación un grupo de religiosos, esos que están en las calles mostrándole a la gente que camina por allí que tan fantástico es el mundo de Dios, todo lo que nos regaló y nos explican por qué debemos comportarnos en base a las normas religiosas, me obsequió una Biblia.

Deben haber tenido muchas, ya que ellos eran varios, y estaban en una esquina bastante transitada. Era increíble, antes de la calle Salta, la gente llevaba en sus manos aquello con lo que había salido de su casa o que había comprado por allí. Luego de cruzar Salta, la misma gente llevaba todo aquello que mencioné y además una Biblia. Yo soy, claro, parte de esa gente.

Allí estaba yo, sentado con una Biblia en la mano, espiando a una mujer hermosa que me miraba de vez en cuando, con ciertos gestos de ansiedad y al mismo tiempo interés. Sin siquiera pensarlo, comienzo a hojear el libro. Recuerdo haber leído algo de Pecado Original. Algo así como de lo que todos somos culpables y víctimas a la vez sin haber hecho nada más que llegar al mundo. Ahora bien, si quieren saber, mi Pecado Original fue haber conocido a Los Beatles recién a los 25 años, cuando la lista de reproducción de la vida debería ser 1- La voz de los padres / 2- Abbey Road; y todavía dudo de la primera.”

Aquí nuevamente las hojas atacan al relato. La hoja 3 está por la mitad y lo que dice no es nada relevante en verdad. Hay una suerte de reflexión sobre cómo acomodar los libros que uno lleva por ahí para ‘controlar’ de alguna manera la suerte, a la hora de sacarlos sin mirar. Luego, continúa con la historia de la dama. Veamos.

“Cansado ya de intercambiar nada más que miradas, comencé a idear un plan para descorchar una conversación. Hacer algo, no tenía entendido qué, pero debía gozar de tal perfección para que pueda continuar en algún otro sitio. Levanté mi vista por última vez, sus piernas seguían cruzadas del mismo modo, tacos negros, medias más bien negras. Bajé los ojos, y entre los versículos de Juan y Mateo, ideé una jugada maestra. Algo así como una estrategia de conquista, o no sé, llámelo como usted quiera. Imagine un tablero de ajedrez, y en medio de una partida casi muerta, logra reconocer la luz al final del túnel. Con una pieza deja en jaque al oponente, logrando que éste quede rendido a su próxima decisión.

Estaba listo. Tenía mi idea armada, había encontrado la pieza a mover. Tomé el portafolio, acomodé algunas hojas sueltas, guardé también el libro que mentía leer, apuré el café y me decidí a hablarle.

Ya no estaba. Había desaparecido. Miré hacia alrededor, pero no la vi. No había mucha gente en la estación, así que hubiera sido sencillo encontrarla si habría estado por allí, pero nada. Giré y comprendí todo. Detrás de mí, justo detrás, se levantaba el inmenso cartel electrónico donde aparecían los horarios de los trenes. Yo no era el observado, yo no era nadie.
Caminé hasta el mozo, le pregunté hacia dónde había salido la señorita que estaba sentada en esa mesa, señalándosela. “Allí no había nadie, debe haberse confundido señor”, dijo y se fue. Yo sé lo que vi, lo que no sé es, si aquello que vi, existe.”

Estas líneas fueron reconstruidas a partir de lo que se logró rescatar de un montón de hojas escritas en lapicera azul, a modo borrador, inundado de tachones, aclaraciones al margen y demás. Como ya se dijo, no faltaron las manchas de café, ojalillos rotos y demás agresiones al papel; ya sea maltrato físico como literario ya que además de lo contado, aparece una gran cantidad de renglones que forman hojas, sembrados de análisis absurdos y conclusiones irrisorias, las cuales no tiene sentido traer aquí.

Fruto del descuido o consecuencia de algún plan, la anécdota de Gado ha sido reconstruida aquí. Si bien las hojas son varias, ninguna de ella presenta un título para la historia contada. Justamente por eso, tomaré el atrevimiento de rotular el escrito, llamémosle: ‘Miradas’.
Aclaración: el texto fue encontrado en la estación de tren, la misma en la que Alessandro encontró y perdió un presunto amor. Sospecho que escribió esto alguna vez, y volvió a buscarla, dejando allí sus apuntes. No sabemos si la volvió a ver, no hay testimonios de ello, solo sabemos que quizá ella existe.


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