Cuentos | El azulejo que anunciaba el futuro - Por Brusco Marechal

Augusto Arregui terminó sus días sosteniendo con irrevocable brío su versión. Contaba, con impertérrita seguridad, que en el baño de su casa había un azulejo ante el cual quien se inclinara, le era dado conocer los paraderos del futuro. Esas mismas apodícticas confesiones –decía- fueron previstas algún tiempo atrás, y quien entonces haya estado mirando por el azulejo, sabría con perfecta corrección cómo se resolverían los asuntos subsiguientes.

Quizás el imprudente que alguna vez miró fuera él mismo, por lo que debemos deducir que conocía el desenlace de las acciones, pero fingía sorpresa y resignación por la insalvable necesidad de sentirse complementario al resto. Comprendía, el desdichado hombre, que la eficacia de tal atributo es virtud solo de quien desconoce los acontecimientos.

Por cierto que las palabras de Arregui no fueron del todo asimiladas en su época, rendidos sus tiempos a los prejuicios de la cordura y las certidumbre demasiado preciosas. La indiferente aprehensión de los conceptos de Arregui se debió, fundamentalmente, al entrado estado de demencia senil en el que se encontraba cuando su versión fue publicada. Las autoridades del geriátrico en el que se hospedaba raudamente se quitaron responsabilidades acerca de los episodios narrados.

La Liga de Hombres Prudentes emitió un comunicado en donde se condenaba con animosa implacabilidad la actitud fantasiosa del anciano que generaba falsas expectativas innecesariamente en los urgidos mortales, sin descartar el íntimo temor de los prudentes por que los hechos relatados resultaran ciertos y el valioso aporte que la historia de Arregui ofrendaba a la imaginación colectiva y la creatividad secular.

La Academia de Ciencias y Vanidades, por su parte, explicó que el fenómeno se debía a una refracción lumínica que creaba la equilibrada sensación de profundidad en el azulejo, lo que pudo ser interpretado apresuradamente como “un más allá” que cristalizase el futuro. Los textos en donde se exponía esta sesuda explicación fueron conocidos tardíamente, cuando ya casi nadie recordaba el caso del viejo Arregui. Hasta entonces, tuvieron una ínfima circulación interna en foros y debates institucionales.

Las Señoras Religiosas de la Congregación, como era esperable, manifestaron su alegría por el mensaje divino recibido. Algunas consideraron al viejo Arregui como un enviado y, a partir de entonces, comenzaron a llevarle ofrendas florales y a rezarle encaprichadas oraciones. Por ciertos ámbitos se escuchó que hablar de San Arregui, el milagrero. Sin embargo, esos rumores cayeron en el temprano desinterés de lo que carece de evidencia empírica.

Una fracción pequeña de las Señoras Religiosas de la Congregación, conocidas como Las Aguafiestas, leyeron el fenómeno como una advertencia divina por las desviaciones del camino sagrado. Llenaron los periódicos con solicitadas cuestionando las ruindades morales y las costumbres impías y corrompidas, y apuntaron al viejo como la encarnación del mismísimo demonio.

Grandes batallas campales se registraron en las crónicas policiales de entonces, producidas en insistentes escraches llevados a cabo por Las Aguafiestas mientras las Señoras Religiosas de la Congregación realizaban sus multitudinarios rezos y grandiosas ceremonias.

De cualquier forma, estos episodios no revisten mayor importancia para nosotros.

En idéntica línea a los renuentes, los suspicaces de indócil credulidad desestimaron la historia con sutil urgencia, aunque muchos de ellos encabezaban las filas de visitantes cuando los mercaderes empezaron a cobrar para ingresar al baño en cuestión.

A estos últimos fraternos del rédito, el exotismo del asunto no los conmovía en lo más mínimo, como sí lo hacía la oportunidad comercial que se les presentaba.

Sobre el baño en cuestión no fueron demasiados los intelectuales que se ocuparon. El hipotético historiador Emilio Soto arguyó con surtida convicción que el origen del fenómeno sobrenatural provenía que aquel baño, en los antiguos años cuando la casa pertenecía a los abuelos paternos de Arregui, solo era utilizado por el misterioso dueño. Allí permanecía durante horas y nadie, por una inconsulta precaución, se atrevía a interrumpirlo.

El santuario quedó intacto cuando el hombre murió y nunca más nadie se aventuró a ingresar. Ni la más escandalosa urgencia fue capaz de tentar a algún distraído a precipitarse en el marginado baño. Según el argumento sostenido por Soto, la situación produjo un exceso de energía contenida que, con el transcurso del tiempo y las variaciones climáticas, indujo una serie de mutaciones que derivaron en la apertura de una suerte de agujero negro en uno de los azulejos, mediante el cual puede verse los interiores del tiempo.

El autor supone que, por el mismo efecto, debería haber también un azulejo que permita contemplar el pasado, ya que los tiempos, pese a sus apariencias, conforman un todo unificado. Ese azulejo –indica- se ubicaría en el extremo opuesto de la habitación, dejando la zona intermedia como el presente absoluto. Augusto Arregui, sin saberlo, tendría en el baño de su casa el centro nuclear del universo.

El desinformado Roberto Melaño, poco amigo de las explicaciones de exagerada especulación, aunque adepto a llevar la contra en cuestiones de debate, desestimó las explicaciones de Soto. De acuerdo a su parecer, todo se debió a una compleja lucubración de Arregui que buscaba protagonismo en el asilo y, de tal modo, conseguir prerrogativas del orden de un plato más de sopa de cabellos de ángel, arrancar en semifinales en los torneos de dominó o conquistar el sillón central en el horario de la telenovela.

De acuerdo a la tesis de Melaño, se trataba no más que de un armado del viejo Arregui para alterar el orden de las circunstancias en el geriátrico. Una revolución que poco tiene que ver con la propiedad de los medios de producción o los derechos de las mayorías marginadas, sino que consistía en revolucionar la existencias en su lugar de acontecimiento.

De todas formas, la historia del azulejo jamás pudo ser comprobada. Asimismo, nunca nadie pudo refutarla. Del sitio donde se ubicaba el nombrado baño ya no quedan pistas reconocibles. Pese a los sucesivos fracasos y a la preanunciada frustración, los soñadores empedernidos continúan rastreando el imaginado azulejo.

Tal vez, si alguna vez lo encuentran y se asoman al futuro, comprendan su irreparable ingenuidad al haber arruinado la bella incertidumbre de la existencia. Entonces les quedaría el tormentoso letargo de la predicción.

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