Cuentos | Un cuento para Sara - Por Florencia Mayra Gargiulo

Antes del diez llamo a Sara, le aviso que voy a pasar el ocho a pagarle el alquiler, las expensas y servicios. Siempre voy a su casa, porque es una señora mayor, no es que yo haya querido tomar la precaución de ser cordial con ella, sino que, me recuerda su estado cada vez que la llamo por teléfono, aun sabiendo que voy a ir. Tiene todos los problemas físicos que un casi muerto puede tener, aparte vive en mí mismo barrio, tiene dos hijos, uno es maestro de música y el otro es empresario. Ambos parecen tener alguna deficiencia muy sutil, a veces bastante identificable. El maestro de música vive con ella. Marido muerto, jubilada, lentes de lupa.

Le toco el timbre, se acerca lentamente a la puerta arrastrando las pantuflas como queriendo mirarme por la oreja, no me reconoce, está casi sorda, nunca me reconoce, solo ve una silueta y se imagina que soy yo ¿Quién va ser si no? nunca sé de qué color tiene los ojos, no la miro, no sé por qué, pero nunca lo hago, iris de alma muerta. Me abre, lentamente cierra la reja, no me saluda, nunca me saluda, yo a veces cuando estoy de muy buen humor, la saludo y le pregunto: ¿cómo está? Sabiendo que su respuesta estará minada de quejas: “Mal hija, me duele la ciática, me operaron de los ojos, me sacaron las pastillas ahora voy a tener que pagarlas yo” y un montón de otros reproches de la edad, producidos cuando el contador del tiempo quiere pedir un crédito a la muerte, cuando la sociedad construye un palo muy caro y difícil de mantener para sostener en pie un árbol talado. Me escolta entonces lentamente por el frío pasillo caminando por el piso de azulejos amarillos, pasando por el living cubierto de una cortina de PVC diagonalmente entrecruzada, tan entrecruzada que tapa la puerta de entrada a la cocina comedor y hay que correrla para pasar, la baldosa floja y rota que siempre me dice que no pise, que la tiene que arreglar; me imagino que está hablando de ella, ¡A los hechos! yo la cambiaria y la edad, bueno, no tiene cura. Paso, me siento en la silla de madera, pongo los papeles sobre la mesa de madera maciza, caoba oscura, siento que estoy en la reunión ejecutiva de una empresa de publicidad, pero entonces escucho las pantuflas arrastradas por los pies que las dirigen y vuelvo. Como un ladrón que vacío lo robado de un almacén, saco todo de la cartera con una mano, ella a la cabecera, empieza a examinar los documentos como un dinosaurio antropólogo buscando los restos de una raza anterior.

Miro a la derecha, al final de la mesa hay un mueble antiguo contra la pared, sobre la repisa del mueble donde supongo guarda la vajilla, chucherías y las cenizas de la madre (es fácil suponer, pero sé que si pienso esto, seguramente tenga un muerto metido ahí, separado por categoría de extremidades), hay una muñeca con ojos abiertos, esas de porcelana con colitas, rubia, sentada con su vestido en una esquina, tiesa, al lado un perro momificado, por suerte no se ven sus ojos debajo del flequillo azabache; entonces un cofre, al parecer de música y para terminar el cuadro, un florero blanco con dibujos estilo oriental en azul ultramar y sus flores de plástico. Un cometa en forma de fénix, que nace y renace constantemente.

Entonces empieza la obra, ¡revolotea el papel de la expensas como pupilas, entonces le digo el total y ella empieza a llamar a su hijo a los gritos para que lea el total que siempre es el mismo!, pero no confía en mí y el hijo que parece peor que ella con lentes de lupa también y unos pocos pelos asociados a neuronas, empieza a mirar la hoja sin entender nada de lo que dice, girándola como si estuviera jugando al RACE 2000, mirando la primer hoja y la última sin encontrar donde está la lista de los nombres de los dueños y los montos a pagar, ella se altera y le dice: “¡acá!, ¡acá!” Y le marca dónde tiene que mirar, él parece no ve nada y le dice: “¡para, para!” a todo yo estoy sentada mirándolos con la boca entreabierta a punto de derramar una gota de saliva de incomprensible desasosiego, entonces el empieza a tirar números al azar y dice “1500” , nono, le digo, no es $1500, y se queda callado, empieza a mirarla otra vez y tira otro número $1000 y Sara se altera diciendo “no, no…”, y le saca las hojas “acá, dónde dice 7°23, ¡acá, por Dios!”, yo pienso pobre Sara, tiene razón, si tu hijo es peor que vos, y vos sabes que estás para el entierro…, él dice finalmente el número correcto o no, y yo agarro la hoja y digo el número nuevamente, pero esta vez tampoco debe creerme simplemente está cansada y quiere matar a su hijo, me pide religiosamente que se lo marque con una lapicera Bic azul, que esconde recelosa bajo la estatua de una virgen enteramente blanca, en esos recovecos/altarcitos que tienen las casas antiguas, y las viejas de casas antiguas, se lo marco con un círculo bordeando toda la información.

Después cuenta la plata; billete por billete, hasta llegar al total del número y luego le mira la cara a Julio Argentino Roca, y me mira a mí, a ver si sigo ahí o paso tanto tiempo entre billete y billete que yo estoy haciendo otra cosa, termina de contar y mira los servicios uno por uno, buscando el de “alumbrado, barrido y limpieza”, lo repite varias veces y cuando lo encuentra dice “acá está, acá está” dejándose tranquila, entonces le doy la plata de las expensas y cuenta otra vez, mirando a Roca. Entre todo eso yo ya guarde el recibo en mi cartera, y tengo en mente salir corriendo sin pisar la baldosa. En el segundo que terminó de contar, empieza a decirme que le duele la pierna, que la tienen que operar otra vez, entonces yo me voy parando, mirándola y asintiendo mientras giro el picaporte y abro la puerta rectangular que me entrega una visión dividida por la cortina de PVC; a la izquierda el hall y el pasillo de salida, plantas abarrotadas contra la pared, y a la derecha una mesa de plástico y sillas de el mismo modelo, de color blanco y algunas otras plantas esparcidas, al lado de la puerta la otra entada a la cocina y a los cuartos. Por suerte siempre elijo la izquierda. Solemne camina hacia la salida, me parece que siempre que me saluda le parece un milagro, seguir con vida digo, siempre que le voy a pagar tengo cierto morbo y miedo, de que el hijo me diga que se murió.

 

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