La problemática de género goza de la vigencia de la actualidad. Ésto, que resulta benéfico en tanto permite su discusión, se vuelve problemático al caer en la labilidad de la inmediatez: tanto se dice al respecto que con facilidad se solidifican prejuicios y cobran relevancia los lugares comunes y las frases hechas. Ante eso, nuestros compañeros optan por complejizar el tema.
Por Bernabé Alberto De Vinsenci y Joaquín Ficcardi
Sociedades falocéntricas: expresar “falo” no es simplemente referirse a un órgano, el significante (f-a-l-o) y su significado -la imagen mental que poseemos de un falo-. Los cuerpos están más allá de ser un signo. Un texto es una red de significados que puede estar en consonancia o no con otro texto. En efecto, el texto nunca deja de ser un texto, nunca deja de significar y significarse. Pues, así son los cuerpos, homogéneos, compuestos de significados. Al igual que un texto, un cuerpo, mediante sus significados resiste para significarse. Lo que tienen en común un cuerpo y un texto es que ambos están construidos, con límites, reglas, formas, censuras. ¿Cuál es una de las principales causas de un texto? Ser leído, y ¿Cuál es una de las principales causas de un cuerpo? Su relación con los otros. Todo aparenta que la existencia de un cuerpo o un texto requiere de una dualidad, de ese modo es donde pueden o deben constituirse. Pero, ¿Qué se intenta decir con “sociedades falocéntricas”? Lo que se dice es una segregación-social de las subjetividades que son atribuidas por redes lingüísticas, pedagogías de exigencias que hacen al cuerpo simbólico, al cuerpo intersubjetivo: espacios a ocupar, relaciones basadas en las diferencias del sexo, tipos de orden, en otros términos, un conjunto de alineamientos inexcusables en donde los cuerpos son atravesados por una microfísica del poder en donde la construcción ontológica está predeterminada por una diferencia cromosomática. “Se trata de un continuo en el que los cuerpos están permanentemente interactuando con las estrategias poder–saber [representaciones] que los van configurando, otorgándole significado; de forma que el saber se corporaliza a través de la materialización de las prácticas, supervisadas por instituciones”[1]. El devenir ontogenético de las instituciones culminó en la producción binaria de “machos” –dotados para fecundar a la hembra– y de “hembras” –dotadas, pura y exclusivamente, para la reproducción y la higiene de las generaciones venideras–, esto se descubre en la institución familiar en la que se transporta la ley y la dimensión de lo jurídico: allí se anuncian los límites, las relaciones con los otros, se dice algo de la carne. El cuerpo es edificado en una identidad alrededor del sexo y los placeres, instituido en un «sexo legitimo», en el que es decidido y en el que las intensidades de sus placeres son vertidas categóricamente a la máquina social –entendida como la dimensión conjuntista identitaria que con actividades anatómicas condicionan al cuerpo–; las sociedades rigen la ley, son anticuerpos encargados de los antígenos, de todo agente foráneo; en ellas hay límites definidos, prohibiciones, condenas, castigos a cualquier tipo de corporalidad considerada intrusa. Procesos que derivan a la redefinición y planteamientos si enfrentan al discurso dominante (falocracia) o acomodarse en las estrategias de normalización: teorías biológicas de la sexualidad, condiciones jurídicas del cuerpo, etc. Un caso es la «histerización de la mujer» est udiada por Michel Foucault, a saber: 1- La mujer fue analizada como cuerpo cargado de sexualidad. 2- Un cuerpo integrado a las prácticas médicas bajo la determinación de una patología intrínseca y por último. 3- Fue puesto en comunicación con el cuerpo social, el espacio familiar y la vida de los niños. Mediante las prácticas de confección cristiana, el cuerpo es un territorio de pecados que debe hablar de sí mismo, exteriorizar el conjunto de sus faltas ante aquel que sabe descifrar los códigos. En tanto el cuerpo exterioriza sus pecados, los discursos –saberes– van legitimándose y en consecuencia, una vez legitimados, poseen la potestad de regular a los cuerpos, de alambrar los espacios que tiene el cuerpo y sus placeres.
El término «género» fue propuesto para transformar los paradigmas de las disciplinas humanísticas. Y no es un dato menor la urgencia de tal aparición; por un lado los historiadores no feministas de la mitad del siglo veinte más de una vez han soslayado la nueva categoría de análisis objetando que “las mujeres han realizado una historia aparte de las de los hombres; y en consecuencia ellas harán su historia de las mujeres”, o “la historia de las mujeres tiene relación con el sexo y la familia”. Joan Scott en su texto “El género: una categoría útil para el análisis histórico” expone dos categorías que utilizan los historiadores. La primera de carácter descriptivo que refiere a la existencia de fenómenos, sin interpretación. El segundo es la teorización de la naturaleza de los fenómenos, buscando comprender cómo y por qué han adoptado una forma determinada. Vale decir, que en el momento en que una disciplina emprende su teorización lo que hace es significar una experiencia, “objetivizarla”, tratando siempre de universalizarla; podemos observar a la mujer a lo largo de la historia como la hacedora de todos los males: Pandora y su caja, Eva y la manzana, manufacturando un arquetipo universal de existencia. Por tanto, las disciplinas [o los saberes] son una anatomía política del detalle, que prescriben secciones corporales, funciones y devenires homogéneos que se naturalizan, a través del ejercicio y la necesidad ceremonial en forma de hábito. Empero, las disciplinas –entendidas en su práctica de dominación, utilitaria y control hacia los cuerpos– son una fracción más, dentro de los campos de fuerzas, de las tantas que constituyen o modelan, regulan o programan al género. Mencionar la palabra «género» es implicarse con el cuerpo: no el cuerpo, meramente, en su constitución anatómica, sino el cuerpo en su naturaleza simbólica, de resistencias y organizacional. Es en el cuerpo donde germinan las significaciones que forman la base de la existencia singular y colectiva. Como bien lo expresa Simone de Beauvoir: “Mujer no se nace, se hace”[2]; considerando que el sexo con que se viene al mundo no debe interferir, obstruir los andares del cuerpo femenino. Existe una serie de mecanismos y articulaciones discursivas de carácter coercitivo que adoctrinan a la mujer desde la infancia hasta la longevidad, que a su vez, dicho patrón es transmitido al resto: hijas, nietas, etc. A nuestra consideración decimos que la revolución francesa de 1789 no sólo fue el modelo de mayor influencia en la proliferación de los estados, también, trajo consigo una disposición de sentidos políticos [representaciones] condicionando los estilos de vida, las costumbres y las creencias que estaban bajo su tutela. Los límites contra la mujer en el reciente aparato fueron que no tuvieran el derecho al sufragio, es decir, no eran vistas como entidad cívica y política[3], tal es el caso de la muerte de Olympe de Gouges que por frases como: “Si la mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también el de subir a la Tribuna”, fue asesinada por el fervor misógino de la época. Otro hallazgo se da en la poca concurrencia que tenían las mujeres en las academias; cuando la primera mujer se graduó en la Universidad Cuáquera de Medicina de Pennsylvania en 1851, una escolta policial tuvo el deber de protegerla de las muchedumbres enfadadas. Por otro lado, una mujer con la misma habilidad de un sastre ganaba aún peor que un sastre varón. Sin ir más lejos el código civil argentino sancionado en el año 1871 relegaba a la mujer de las capacidades civiles y culturales, al momento de casarse perdían su independencia quedando en manos del marido: “La mujer casada, durante el código de Vélez, (1871 a 1826) no podía trabajar ni estudiar ni ejercer el comercio, sin la autorización del marido, debía obediencia al marido y este a cambio, le debía protección”[4].
Foucault plantea que nunca hubo una mezcla anatómica de los sexos sino que se les exigía posicionarse en uno de los extremos propuestos por la ciencia de la clasificación. A cada quien su sexo, y no solo eso, a cada quien una identidad sexual fijada y determinante –como se aprecia, lo que se busca es “ordenar” lo «Múltiple en lo Uno», la presencia simbólica de un órgano (pene o vagina) sojuzga los andares vinculares del cuerpo[5]. Pero la dicotomía suscita nuevas problematizaciones: ¿Qué hacer con el hermafrodita?, ¿Dónde ubicar a ésta monstruosidad espantosa que exigía el suplicio?[6]
La intersexualidad se construye como herramienta crítica que se opone a la heteronormatividad -al status normativo de la heterosexualidad- ya que al no poder “ubicarse” en un sexo real el cuerpo es desposeído de toda identidad y de toda voz. Aunque la identificación provenga del derecho, éste sujeta influencias del saber-médico (biopoder en manos de la medicina que controla y dirige el sexo del cuerpo humano) configurando los aspectos políticos de los individuos a partir del sexo legítimo. Existe una obligación jurídico-médica de escoger un sexo determinado: sexualidad-identidad.
Antes de nacer –condición prenatal- el cuerpo está sometido a las prácticas ejercidas por la institución médica, es clasificado, estudiado y diagnosticado. Pareciera que no existe una salida a la forma innata filogenética bajo la condición de un a priori simbólico cultural –XX o XY-, varón/mujer, homosexual/heterosexual, sexo/género, etc. Convenciones políticas culturales que lo único que pretenden es docilizar a los cuerpos con praxis elaboradas desde las instituciones de las que todos formamos parte. La fortaleza de la máquina social cae sobre los cuerpos sin órganos.
[1] Rodríguez, Rosa. “Foucault y la genealogía de los sexos”. Cap. “La diferencia sexual en el origen de la bio-politica”. Barcelona, Anthropos, 1999. Pág.217.
[2] De Beauvoir, Simone. “El segundo sexo”. Buenos Aires: Siglo Veinte, 2010, Pág.13.
[3] Ésta tendencia a despreciar al sexo que denominamos, por el poder de la taxonomía, “femenino” es una ideología heredada que también se practicada en la época griega. La mujer estaba destinada a ejercer un rol pasivo, los intelectuales la nombraban subhumano o varón mutilado. Por ello no participaba de la vida política, no tenía voz ni voto, ya que su mayor virtud era el silencio y constituía el sector social más bajo por arriba únicamente de los esclavos. Incluso en la reproducción sexual el hombre era el que aportaba “el alma” o el “ser” al futuro humano. La palabra semen viene del latín seminis: semilla; y era el hombre el que otorgaba la esencia, la mujer solo actuaba como recipiente.
[4]Disponibilidaden:http://ccycn.congreso.gov.ar/export/hcdn/comisiones/especiales/cbunificacioncodigos/ponencias/corrientes/pdf/Gustavo_Lozano.pdf
[5] Como el caso de Herculine Barbin o Alexina que fue obligada a cambiar de sexo luego de un procedimiento judicial y de una alteración de su estado civil. Fue incapaz de adaptarse a su nueva identidad y acabó suicidándose. El peso, vigor y fortaleza del orden simbólico sobre el cuerpo es irresistible.
[6] Le vrai sexe escrito por Michel Foucault como introducción para la edición norteamericana de las memorias de Herculine Barbin publicadas en 1980. WWW. Revistacajamuda.net/text/Traducción/el_verdadero-.sexo.html