El protagonista de las líneas de nuestro compañero no es uno; tampoco es en el presente, aunque en él, también, abreva. Ese, que cayó, sin saberlo, en la desdicha, y forja sus días en la pertinacia de un combate, del que no pudo desistir; es el que no obedece a la expectativa ni se apiada de los rigores. Ese es el que en la fuerza hace su apostura, su inmarcesible dictamen y la necesidad irreparable de existir. Es el que lucha, en fin.
Lagrimas de sal agrietan el rostro,
descienden suicidas hasta la comisura de los labios.
¡Ah! El inconfundible sabor del llanto.
Pero, ¿A qué sabe la muerte cuando es prematura?
¿A qué sabe el dolor cuando gana de antemano?
Unívoca desdicha la de los seres que perecen.
De los que viven padeciendo en el anonimato del sufrir.
Gatillan sin dirección y la muerte no da abasto.
Aprehendidos por la derrota, manoseados hasta el alma.
Su idioma es el silencio, el odio su estandarte.
Sus gritos escupen sangre y los cuerpos se consumen.
Se alistan en ejercitos, de blancas narices y carros azules.
Acatar o sucumbir. Ser parte o ya no ser.
Dictamina su futuro una corte delictiva.
Las entrañas de la calle en la esquina los devora.
La baraja marcada les amputa la esperanza.
Y otra vez vuelven a matar. A matarse y a matarnos.
Y en el preciso momento en que todo está perdido,
una pelota de cuero, en el potrero, vuelve a rodar.
Una cuerda oxidada, con insistencia, se hace escuchar.
Y una poesía rebelde, del hombre nuevo, nos contará.