Cuentos | Una pluma en la mano - Por Luis Giménez Pardo | Ilustración: Felipe Bernardo Ramallo​

El alba estaba parada sobre el horizonte y comenzaba a dibujarse una sonrisa al revés en aquel óleo magnífico que convida la aurora. Los ángeles cantaban seguramente alguna melodía preciosa, como condimento final a esa puesta en escena.Lamenté no poder guardarla en algo más que un recuerdo incompleto, que sería lastimado por los años y la soledad. La bohemia es una salida de emergencia que no siempre te arranca del incendio, a veces puede llevarte a otro peor. Mi cuerpo ardía, en soledad.

La idea de la muerte al final del camino, que comenzó siendo una figura estética para escribir poemas de amor a señoritas que nunca conoceré, poco a poco hizo más ruido. Hasta me animo a decir que he visto el final del camino. Las líneas que siguen no son una carta de despedida, o al menos eso espero.
La magia es inestable, pero es la sangre que corre en los entramados inexplicables que sostienen al loco que hay dentro de mí o fuera. Quizá yo estoy dentro de él, y tengo la posibilidad de dejar cuenta de esto. Tal vez sea como le pasó a Borges – y no es que me anime a compararme con el genio – sólo que podría pasar justamente como afirmó el escritor, que al que le pasan las cosas es al otro, a Borges.

Es el vértigo que viene abrazado al peligro lo que riega de intensidad los mordiscos que el tiempo nos deja guardar en la memoria. Esos encuentros que en boca de Nietzsche son una chispa entre dos espadas.

El amor es lo que nos hace olvidar por momentos la muerte, es tanta su fuerza que hasta nos hace morir por su espíritu, dejando la parca en un segundo plano.

Y nos paramos sobre la suerte, anclando la vida y lo que nos atraviesa, en esa fe poética inocente que busca en el destino respuestas a suposiciones falsas. Como si las causalidades no existiesen. El universo mueve sus partículas de tal manera para que sucedan ciertos episodios, que sería un pecado responsabilizar al azar como creador de tales instantes.

Autor: Felipe B. Ramallo

Esa vorágine, esa sensación de caos constante que nos impulsa a perseguir el equilibrio – aunque al fin de cuentas siempre seamos movimiento – es la que inyecta las pulsiones de la acción.

Jugamos a desafiar lo instituido con las aristas de un nuevo instituyente que reemplazará las normas establecidas, pero sabemos que el instituyente por sí solo, sólo trae caos. Ahí aparece el arte, como respuesta.

Y aparecen tus ojos, y el tiempo queda suspendido en un silencio que se hace carne entre la tensión que inunda el alma. Los labios, momificados, gritan. No estás tan loca y estás tan rara que el universo se las ingenió para que te cruce. Lo que nadie me explicó es si está bien que así sea, aunque no creo en las estructuras: son vigas que no enderezan, sino que encarcelan. El fulgor del destino sobrevuela la omnipotencia del instante, de allí al caos hay un parpadeo, quédate con los ojos abiertos, o escapa al arte, que según dicen, es la solución al caos.

Tenemos el arte, como arma de la libertad, como herramienta del lenguaje para generar belleza. Dichosos los que lo explotan, los que aprovechan ese abanico interminable, digno del elogio de la condición humana. Tal vez la creación más perfecta y distinguida del ser humano como especie, como sujeto social y ser.

Nos criamos en un mundo que festeja la visión unidimensional del universo, visto desde diferentes ópticas. Una contradicción aberrante. Siempre me dijeron que el único que puede crear es Dios. Sin embargo, estoy convencido de que en el Arte, el humano tiene la posibilidad de crear. Quizá sea allí, justamente allí en el Arte donde podemos parecernos más a Dios. Hablo de la divinidad, de aquello metafísico que se respira pasos adelante de la misma realidad.

Y otra vez tus ojos.

Como la confluencia perfecta entre la rabia del instante perdido en el destino incierto y la seducción aguda que atraganta las ganas de verlos. Es una rara sensación incongruente, pero deliciosa, aunque son muchas cuotas y no creo llegar a cubrir el todo.

El todo es una parte de la magia, la magia es la resaca de lo que pudo haber sido, en esos ratos rotos de miradas sueltas en algún pasillo del tiempo, ese cretino berreta que juega a correr maratones y no tiene feriados.

Así estamos, así nos movemos, bailando entre la mugre de las sombras del recuerdo y ensayando los pasos para lo que va a venir, así, exactamente así es que sobrevivimos, para acordarnos de que debemos acordarnos de respirar.

Y se abre el cielo.

Cuando todo sea luz, no seremos ni siquiera una sombra. Levanté nuevamente la vista, ya no había nadie, quizá nunca hubo nadie más allá de mí, sólo una representación, pero no olvidaré nunca ese momento, en el que éramos dos partes de un instante perdido en el tiempo, y así fue, efímero, casi real.

Alessandro Gado

* Alessandro Gado fue encontrado muerto en su departamento dos semanas después de que su corazón hubiera dejado de bombear sangre. El olor era insoportable, los catorce días habían alcanzado para que las moscas celebren el banquete. En su mano había una pluma, la cual fue imposible retirar de sus dedos. Sobre la mesa había libros desparramados, abiertos en distintas partes. Lo encontró el conserje del edificio, que se animó a entrar después de diez días de reclamar su atraso en las expensas. Fue velado y enterrado en una ceremonia que duró no más de unas horas. Se despidió del mundo sin saberlo y sin cajón. Cuando su pecho comenzó a recibir tierra, los cuatro presentes abandonaron el lugar, lo dejaron solo. Con el enterrador y una pluma en la mano.

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  1. Anónimo

    "Cuando todo sea luz, no seremos ni siquiera una sombra". Brillante. Con el oximoron que acarrea la frase y mi comentario.

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  2. Adriel

    Zaarrpada pintura de mi amigo RAmayo. Genio. El cuento una masa.

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