La historia sustancialmente adquiere la forma de quien la escribe o la plagia. El narrador reiteradamente se empecina con el «érase una vez». Y los hechos, sobrehumanamente, se funden. Aquí no «érase una vez» porque aún sigue siendo.
Predestinado estaba a permanecer en condición de soledad: semejante a otras condiciones como la del autista, o del hombre que padece el síndrome de Asperger, quienes viven día a día, como un objeto más, sin dejar rastros de su existencia. Tal vez si ella, Marguerite, se habría mandado a mudar –hecho que realizaba en los momentos de irritación– la Muerte, frente a frente, se me hubiese presentado.
Dicen que la Muerte, sin embargo, es mansa como el can que no abre la boca; en uno está –si solícito se pone– que se presente: y su implacable advenimiento es irreversible; por eso indiscriminadamente estigmatizan de cobarde a los prójimos que no han tenido la suficiente agalla de afrontarla. Yo, al contrario, en el féretro, simulando estar muerto, me cansé de esperarla.
En abril del ‘43 con Marguerite concluimos, luego de una prolongada querella, que nuestra relación –además de tortuosa– estaba consumada: sostuvimos vanamente lo insostenible durante años. Me reprochaba, una y otra vez, los maltratos y el exuberante carácter de mi personalidad: yo, afásico, la observaba de reojo, confirmándole cada recriminación con un gesto absurdo o un suspiro; y pronto, con un gemido lúgubre.
–¡Me tenéis podrida! ¡hastiada! siempre con tus complejos: que no que sí que no que sí… ¡Basta! ¡No estoy dispuesta a seguir con la relación! Sé que soy argentina, descendiente de italianos, y que no soportáis que siendo una inmigrante, pretenda afrancesarme… –Marguerite comenzó a sollozar– Algún día me iré a Europa. No conozco, pero allí seguramente me haré célebre…
Había transcurrido una hora de su ausencia; después dos; luego cinco; finalmente, días y años: he perdido no sólo la cuenta sino la facultad de recordar. Inmóvil quedé, en la misma pose –o sea petrificado en el suelo– que el día en que partió; paulatinamente comencé –por la intensa depresión–, literalmente, a agusanarme, hecho que me hizo suponer que los gusanos eran miopes o estrábicos, confundiendo un vivo con un difunto. Las plagas –o los gusanos, que es lo mismo– súbitamente emergían por los poros, a veces por la nariz o por la boca: como si mi organismo los reprodujese. Figúrese lector la siguiente escena: innúmeras veces solemos toparnos por doquier con el cadáver de una garrafal babosa que a su vez es presa de negruscas y microscópicas hormigas. Ahora lector, os pido misericordia, elimine esa figura de su mente e imagínese que en lugar de una garrafal babosa, era mi tuberculoso cuerpo y que en lugar de negruscas y microscópicas hormigas, eran miles y miles de gusanos de volúmenes heterogéneos. Finalmente retenga en su mente esta imagen diecinueve días, que es el lapso infernal que estuve descomponiéndome.
Los minutos prodigiosamente sucedían a la velocidad de la luz y entretanto, desahuciado y desguarnecido tomaba uno de los gusanos que se hallaban deleitándome el cuerpo y lo engullía: para verlo nuevamente carcomiéndome el intestino grueso o el estómago; ya que la parte del abdomen me había desaparecido íntegramente.
Supe pronto –lo oí cuando me velaban a cajón cerrado, luego de encontrarme en estado de putrefacción– que la Muerte[1] había tenido un descalabrado amorío con Marguerite y que, padeciendo su incomprensibilidad, había determinado suicidarse.
Aquí en la obscuridad del féretro simulando ser un cadáver –por el bien de todos– escucho una muchedumbre de hombres y mujeres –cuarentonas y setentonas– sollozar, gemir y sonarse la nariz, y el pésame del mismo sacerdote que me depositó por primera vez, cuando mocetón, la ostia en mi lengua. Me colocarán, siento los golpes del féretro, en un nicho…
[1] Aquí la Muerte parece confundirse con una fémina, pero en verdad es un hombre.