El 87 siempre nos deja bien
Ni siquiera voy a comenzar por el principio… o sí, sólo para colaborar con mi memoria que se ha vuelto más fragmentada y ha comenzado, a veces, a expresarse en líneas de tiempos distorsionadas. Llegué a Roma por primera vez un lunes lluvioso en el que la ciudad emergía tras las nubes color piedra y, al verla en la realidad de su consistencia física (y no en la de mi imaginación) desplegada velozmente a través de la ventanilla del tren, me sentí un poco decepcionada. ¿De qué? Decepcionada en relación con la imagen sublime que de ella había creado mi mente según las representaciones de tantas lecturas circuladas y cintas cinematográficas vistas. Decepcionada de no sentir la adrenalina o la sensación de euforia que creería que viviría al traspasar la tan anhelada ciudad. Decepcionada de mí misma, que tal vez por la punzante añoranza de mi hogar, no podía abrirme a la intempestiva Roma.
Veinte días después volví. Llegamos con mi amiga-guía italiana, María Pina, desde la Calabria, el Sur. Tras dejar atrás todos los medios de transportes posibles, arribamos a San Giovanni, un barrio cálido y tranquilo que, según Pina, era el mejor lugar para desde allí movernos por toda la ciudad, o mejor dicho, por todos sus infaltables puntos turísticos con sólo tomar un metro o un autobús. En otras palabras, la zona ideal para aquellos que no queremos convertirnos en esos turistas alienados que se zarandean en una manada feroz de flashes y riñoneras y que son inducidos a teletransportarse de un atractivo a otro con un colectivo que les impide poder atravesar la línea que une maravillosamente esos puntos.
Yo quería descubrir y caminar Roma para sentirla un poco propia o para sentirme menos lejos. Sin embargo, cuando nuestras piernas (poco entrenadas) no daban más, el 87 fue nuestro aliado. Por ese azar cósmico que se nos hace visible cuando somos capaces de entenderlo, esa línea de bus nos acercó a (casi) todos los monumentos, plazas, barrios y museos en los que queríamos sumergirnos. Con él aprendí a leer mapas, rutas de transporte y a confiar en mi guía y en mi propio instinto. Porque comprendí que las ciudades se dejan caminar a través de la intuición pasional y no de la cabeza que, después de varias semanas de viaje, piensa en planos.
Aprendí también a no tener miedo cuando una noche quedé parada sola en una esquina desconocida e infinita después de ver cerrar delante de mis narices las puertas eléctricas del 87 con mi amiga arriba. Sí, quedé abajo, sola y riendo. Lo que sucedió fue que, luego de cenar en una pizzería en el barrio judío, decidimos regresar temprano al B&B (Bed and breaksfast) porque nos esperaba al día siguiente una jornada más atlética de la que habíamos pasado recientemente (Termini de Caracalla, Foro Imperiale, Colosseo, Circo Massimo). En una parada de colectivos en Trastevere, las dos adultas cansadas observamos con alegría que se acercaba nuestro venerado 87, pero como Pina no estaba segura de si nos llevaba de regreso al hostel, apenas arribó se subió a preguntarle al chofer, que siempre es un ser amurallado tras una vitrina plástica, cuál era el recorrido de su máquina. Lo acontecido después se desenvolvió en cuestión de segundos: las puertas automáticas del 87 se sellaron detrás de mi amiga y el bus arrancó tan rápidamente que sólo pude vislumbrar desde la calle la cara de preocupación y fastidio de Pina. Preocupación por la amiga extranjera que quedaba sola en una parada de autobús desconocida (en Italia, las paradas no son cada dos cuadras sino que tienen puntos fijos que varían en las distancias entre unos y otros); fastidio porque faltaban pocos minutos para la medianoche y a esa hora algunos de los colectivos dejaban de circular.
Contrariamente a lo que hubiera imaginado, no tuve miedo. Con una tranquilidad inusual y tras una crisis de carcajadas, la llamé para avisarle que me tomaría el próximo 87. Un poco canchera, quería demostrarle (me) que podía llegar sola. No obstante, ella como buena guía-amiga se bajó en la siguiente parada y allí nos encontramos; en realidad, nuestras risas se encontraron y se unieron en una sola, y por unos instaste regresé a la certeza de saber que la felicidad siempre es compartida.
2. El arte como religión
«Los turistas celebran sobre su persona un acto sacrificial que consiste en la angustiosa experiencia de la destrucción de todo uso posible». (Agamben: 2005, 110)
Diferentes son los itinerarios que una ciudad cosmopolita como Roma brinda: artístico, histórico, gastronómico (muy incursionado por mí), arquitectónico y religioso. Este último es muy cotizado en la capital italiana, especial y particularmente porque en ella reside el Vaticano, sede del catolicismo. En este punto, la duda que nos acechaba a mi amiga (comunista de cuna) y a mí (instituida católica pero devenida atea) era si debíamos conocerlo. Y en esa lucha que se desenvolvió entre nuestros deseos de conocer y nuestras convicciones viscerales ganó Micheangelo. Ganó el arte.
El descomunal calor de la mañana de mayo en la Piazza San Pietro, debajo de todos los papas que nos acechaban con sus miradas vigilantes desde un cielo circular blanco, hizo que nos coláramos un poco en la extensa fila de católicos (y no católicos) que querían entrar a la Basílica. Muchos de los que estaban ahí cuando escuchaban mi tono de voz argento me instaban a pedirle (a no sé quién) una entrevista con Francesco, el Papa. El problema era que si tal cosa sucedía no se me presentaban palabras posibles para el encuentro. En fin, después de una hora de peregrinar entramos y nos dirigimos enceguecidas hacia ella: La Pietà, de Michelangelo. Pero el poder de la herejía no tardó en llegar y duró hasta el otro día. Eran las 11 de la mañana y sólo se podía visitar la escultura a partir de las 13.
¿Qué hacer durante dos horas adentro de una Iglesia monumental que enceguece de tanto oro? Deambulamos por sus pisos de mármol, escuchamos la misa que se oía remota, sacamos fotos a los cientos de santos, obispos y ángeles que se descuelgan de las barrocas paredes. Todo en una espera atea. Hasta que de pronto la puerta se abrió y apareció detrás de una jaula de vidrio La Pietà. Creo que nunca antes había sido presa de una agitación tal, mezcla de emoción y asombro. Quedé sumergida en esa figura sublime y pretérita que ahora se me presentaba cercana, pero sólo en el sentido que hoy podemos atribuirle al concepto de cercanía. Porque será siempre intocable, imposible de asir con la vista o el tacto. Una presencia-ausencia que contiene todos los tiempos del arte.
Conmovidas por la fe en nuestra religión, el arte, emprendimos la subida hacia el Guidizio Universale, el fresco pintado en la Cúpula de la Cappella Sistina también por Michelangelo, que se encuentra a sólo 320 escalones tomando además un ascensor. Caminar alrededor de la cúpula es sentirse ínfimos pero, al mismo tiempo, cobijados por ese tesoro cultural. Observamos no sólo la creación del genio de Buonarroti, sino también la de artistas como Boticelli, Perugino, entre otros, que dejaron impresos sus frescos sobre las paredes.
El sacrilegio no terminó ahí porque en Italia el arte está mezclado con —preso de— la religión. Por eso era necesario intentar profanar por algunos minutos las obras de artes que se hallan en esos recintos sagrados del culto católico y acercarlos a la mundanidad de la vida cotidiana de celulares y tablets. Porque profanar es, según Agamben (2005), volver al uso de los hombres las cosas que les fueron separadas por los dioses, «es abrir la posibilidad de una forma especial de negligencia, que ignora la separación o, sobre todo, hace de ella un uso particular» (99) aunque hoy, en la fase del capitalismo extremo, profanar se ha vuelto imposible. «Si profanar significa devolver al uso común lo que fue separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema apunta a la creación de un absolutamente Improfanable» (107).
En Roma se encuentran tres pinturas del Caravaggio en la Iglesia de San Luigi dei Francesi: Il Martirio di San Matteo, San Matteo e lˋangelo y Vocazione di San Matteo. Arribamos a ella emocionadas como niñas tras las pistas de una búsqueda del tesoro, pero un cartel en las inmensas puertas de madera y hierro nos apaciguó brutalmente: el horario para visitar las pinturas del Caravaggio ya había pasado. Ahora comenzaba la misa que era recitada en francés y la entrada era sólo para los fieles. Volver al otro día era imposible porque nos habíamos enterado cuando dejamos atrás las puertas de San Pietro que habría paro de transporte. Sí, Italia también para.
Con un poco de dudas y temor, seguí los pasos de mi amiga bien de cerca y entramos como dos buenas servidoras del dios francés. Hicimos el ritual correspondiente al ingreso de una iglesia, nos persignamos y, mientras mi amiga se dirigió a formar parte de la fila de devotos, yo me lancé en la búsqueda silenciosa de las pinturas. Todo estaba en penumbras y sólo pude distinguir y disfrutar brevemente de dos de ellas porque fuimos descubiertas en pecado. Era muy obvio que no estábamos ahí para rezar u oír a misa, principalmente porque mientras todos miraban hacia adelante escuchando la palabra de Dios, yo estaba contemplando silenciosa el arte del Caravaggio que se hallaba a los lados de los bancos, es decir, sólo mi costado derecho apuntaba hacia el prelado. Nos echaron. Aunque intenté decirle en mi perfecto español que era una extranjera que sólo quería ver por unos segundos las pinturas, no les importó. Era el momento de Dios.
Italia también para
Viernes 15 de mayo: se anuncia huelga del transporte público local en Roma, Milano, Napoli, Bologna, Torino y Venezia. Tal noticia, por supuesto, la adjudicamos a cada uno de nuestros actos herejes. Maldijimos diez veces y más haber pisado el suelo del Vaticano y haber profanado la iglesia de San Luigi. Sin embargo, la decisión del paro no nos pertenecía.
La huelga instaurada desde la organización sindical Usb Lavoro privato se presentaba como una manifestación de desacuerdo contra algunas medidas tomadas desde el gobierno de Matteo Renzi, el primer ministro de izquierda, en particular, contra la nueva reforma laboral, las privatizaciones, el aumento de la edad de jubilación, entre otras. La nueva ley de trabajo promulgada por Renzi estipula que una compañía podrá despedir a un trabajador sin argumentos sólidos aunque deberá pagar a una compensación. Sin embargo, no estará obligada a devolver al empleado su cargo, aun cuando los tribunales consideren el despido como injustificado o ilegal, como indicaba la ley anteriormente.
A diferencia de las medidas de fuerza a las que estamos acostumbrados en nuestro país, o al menos, en la zona central del país, en Italia el paro de transporte tenía una duración determinada que dependía de cada ciudad.
En Roma, por ejemplo, los medios de movilidad públicos no funcionaban desde las 8:30 a las 17 y de las 20 a las 00. Es decir, nos daba alguna posibilidad de traslación en el intervalo de la huelga. Habíamos quedado que el viernes iríamos a la casa de Pirandello. De hecho habíamos llamado y nos habían reservado una cita especial para visitar lo que ahora es un museo pero anteriormente había sido la morada del escritor siciliano durante su estadía en Roma. Claro que ahora con el paro de transporte todo cambiaba.
Mirándola en el mapa minúsculo, la casa-museo no quedaba lejos de donde estábamos pero el problema es que como era el último día del hostel teníamos que hacer el check out y llevarnos nuestras valijas de manos, y a esto, se sumaba el inconveniente que Pina tenía que tomar el colectivo de regreso a las 14 desde la estación Tiburtina. Esta serie de obstáculos hizo que nos diéramos por vencidas y sólo atinamos a auto-convencernos de un posible retorno a Roma para cumplir con Pirandello.
Un taxi no estaba dentro de nuestras posibilidades de arribar a Tiburtina, una estación alejada del centro de Roma y cercano al cementerio El Verano, aquel que Pasolini recorre en Las cenizas de Gramsci. Nos arrojamos a la calle en busca de algún ómnibus (algunos pasaban esporádicamente) que, al menos, nos acercara a la terminal. En ese momento, y a pesar de las circunstancias adversas, me sentí un poco entusiasmada por ser parte de la vida cotidiana de la capital italiana, por atravesar las mismas dificultades de un romano tipo, que depende del medio de transporte para ir a trabajar o para ir a la universidad. Este entusiasmo tenía que ver con mi deseo tajante de no ser sólo turista sino de adueñarme por unos días de la cotidianidad de una ciudad que había sido parte de mis sueños durante tanto tiempo.
Amontonadas y apretujadas, viajamos hacia Tiburtina pasado el mediodía. Allí, bajo una llovizna gris que no mojaba, nos despedimos con mi amiga que regresaba a Cosenza. A mí me restaban doce horas antes de tomar un bus hacia Venecia. Decidí volver a la ciudad y recorrerla entre la melancolía de la soledad y el frenesí de la improvisación porque en parte no quería – o no podía– soltarla.