El escenario, devenido en libro, cambia su estructura para reconstruir desde el papel los múltiples pasadizos y encuentros que, como un tejido de imágenes, configuran los matices de las relaciones humanas. En las esquinas de la mundanidad sobran historias que, como náufragos a la espera del rescate, aguardan la mirada del escritor y la tinta de su pluma.
Me propusieron escribir una reseña de La covacha, un relato a medio camino entre la novela corta y el guión teatral. Un texto jugoso, en definitiva, de un autor rosarino, Lautaro Lamas Giuntoli, que no quisiera estropear por andar soltando palabrerío pomposo, ni lente de crítica letrada. Me gustaría, sí, aglutinar mis impresiones, sin estropearle la lectura al amigo lector. Porque como ya lo decía el maestro Levrero: «En cuanto al arte, recuerdo un texto, Psicoanálisis del arte de Charles Baudouin, donde encontré una teoría apasionante: el arte como forma de hipnosis. Según Baudouin, lo que hace el artista es hipnotizar al lector, a quien contempla un cuadro, escucha música, etc. Por ejemplo, en el caso de un cuadro, la vista hace un recorrido predeterminado por el artista, lo que provoca un cierto estado de “trance” que permite captar inconscientemente mucho más de lo que se ve. Yo diría que si la obra es inspirada, lo que se capta es nada menos que la personalidad global del artista, a través de las sugestiones impresas en las formas, el color, el tema…»
A Lautaro lo conozco gracias a La covacha, su primer hijo literario, y me alegró mucho llegar hasta él, luego de leer su obra y no a la inversa. Hace mucho tiempo que un relato no me llega con la intensidad a la que se refiere Levrero, así, de un tirón, en el lapso de una hora y pico entre mates y risas cómplices con el narrador. Apenas entré a la covacha, sentí que me ahogaba, había tanta agua por todas partes que pensé que no iba a poder seguir leyendo; pero al rato aparecieron estos personajes de teatro, son fantásticos, tan bien caracterizados. Los nombro en orden: Alberto y Zulma Sosa, los inquilinos de la covacha; el chanta de Gatusso y la mirada fría del desafiante Lotarro; con el correr de la narración, la mágica entrada en piragua del hombre sin nombre que trae las ofrendas, un chamán o gurú que deja al lector y a los personajes flotando en las aguas de la sabiduría ancestral; por último, el «sabelotodo» de Emilio Yespir y su extensa descendencia literaria inglesa que lustra, cual cucarda de general, en cada diálogo victorioso.
La obra cuenta con episodios cortos pero muy jugosos, veintiuno en total. Al cabo de unos capítulos, ya inferí que el autor algo tenía que ver con las tablas. Imposible no presentirlo. Charles Baudouin (y Levrero) estarán más que contentos porque Lautaro logró su cometido conmigo, y entré en trance. Sí, Lautaro me contó, luego, que es actor y más tarde don Juan Campos reafirmó: «¡Y qué actor!». Bueno, en su haber tiene, entre muchas otras obras teatrales, La guarida del zorzal y En el viento aire puro. Habrá que llegar hasta su encuentro mediante la cuarta pared.
Por lo demás, quisiera sobrevolar La covacha como quien recuerda pedazos de historias, para animarlo al amigo lector (sin contarle nada de la trama, porque soy fiel al dígale «no» a las novelas contadas en los prólogos) a que se acerque a esta historia rosarina, riquísima en diversidad de lenguajes coloquiales, con personajes que van creciendo, descubriéndose y también sorprendiéndonos con el correr de los capítulos, dentro de un escenario donde se mezclan la nostalgia de lo que ya no es con la certeza de lo que existe: un par de hombres que luchan por sobrevivir tratando de sobrellevar el momento con rituales fundamentales: yerba sí hay, mucha caña pa’l frío y unos guisos de aquellos. También, como en la mismísima vida real, el lector podrá sentirse en la piel de alguno de todos los personajes y comentará a otro amigo lector alguna parte que (se lo aseguro) no olvidará. Yo tengo las mías marcadas en los márgenes, pero persiste en mí un juramento literario de no influir en la sensibilidad de cada lector.
La complicidad atenta de alguien que no sólo sabe cómo hacer reír al lector, sino que además lo sumerge en ese universo líquido del que no vas a poder desprenderte hasta llegar al final, con un ritmo feroz, cual «continuará…» de los folletines de antaño. Salut por eso.
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