Lecturas | «Las colinas del hambre», de Rosa Wernicke - Las páginas se suman unas a otras y hacen un libro, que se seca en un estante, se pierde en las memorias de los lectores, que continúan sus trayectorias sobre otras páginas. La historia, otra vez, pone esas páginas en presente. Se leen, y es la historia la que se modifica, cómplice de la ficción, verdugo de los olvidos. La novela de Rosa Wernicke aparece como un cúmulo de interrogantes, una pieza del pasado con la ventaja del presente.

Las páginas se suman unas a otras y hacen un libro, que se seca en un estante, se pierde en las memorias de los lectores, que continúan sus trayectorias sobre otras páginas. La historia, otra vez, pone esas páginas en presente. Se leen, y es la historia la que se modifica, cómplice de la ficción, verdugo de los olvidos. La novela de Rosa Wernicke aparece como un cúmulo de interrogantes, una pieza del pasado con la ventaja del presente.  

Por Herminda Azcuénaga de Puchet

Setenta años después, un libro vuelve a andar. La potencia de un libro, la posibilidad de generar efectos en el presente no puede reducirse a una causa única. Rosa Wernicke publicó Las colinas del hambre en 1943. Por aquellos días, tuvo su público: con esa obra recibió el premio Manuel Musto. Hoy, más allá de alguna referencia culta, un comentario de iniciado, la redición aislada de alguno de sus libros o la mención perdida en algún informativo complaciente, llega a nosotros casi como una desconocida. Un libro de olvidados, que terminó olvidado.

Una vida más tarde, reaparece de la mano de editorial Serapis, que pone en circulación ese libro que definía una tipología de los barrios periféricos de la Rosario pre-peronista, la descripción detallada de las materias con que se construían las vidas en los alrededores de la pujanza industrial y la ciudad portuaria.

Los inicios de la marginalidad: los primeros márgenes notorios al sur de la ciudad, entre las colinas de basura, en las tierras del matadero. Una atención a la capa sensible, a la fuerza vital, a la intensidad afectiva de los que no eran comprendidos. Había sido reeditado en 2009, por la editorial del diario La Capital. En 2015, 500 ejemplares más salieron a recorrer la ciudad, como los carreros, los buscadores de basura, los recicladores, los habitantes del submundo que lo habitan. Otra vez un libro anda, otra vez las preguntas.

La ciudad y sus contras

1937. Rosario era una referencia geográfica de la Argentina imponente que los conservadores soñaban. La ciudad del Paraná, la cuna de la bandera, el portal al mundo civilizado. La gran urbe de la ostentación y los lujos, de los privilegios demarcados, de las fronteras redefinidas y de miles de criaturas que deambulaban, acarreando los desperdicios del esplendor. Los campos ricos alrededor, los barcos esperando sus cargas, los millones entrando y saliendo. La Argentina próspera. Los límites de la ciudad y el campo, los deslizamientos entre la civilización y la barbarie. Todavía no se pensaba en aluviones zoológicos e incorporación masiva de derechos. Eran años definidos por el comienzo de la ceguera, el fraude público que pretendía montar un país que obviara a las mayorías, amontonadas en las barriadas, que se abrían paso alrededor de las ciudades.

«Lo que oculta es algo que nadie quiere ver porque es demasiado feo, demasiado triste y desamparado. No quieren ver y cierran los ojos y se tapan los oídos. Nadie, absolutamente nadie quiere ver la miseria y sin embargo no hay misterio ni más profundo ni más cercano. La miseria es tan vieja como el mundo y más antigua que la religión».

Olas migratorias. Barrios a los que llegaban indígenas desplazados, campesinos desalojados, obreros errabundos, inmigrantes y miserables de todos lados en busca de alguna solidez, una oportunidad o la irradiación cercana del calor del auge urbano. Sitio de expulsados: no nacidos para la patria. Ahora esos barrios son otros, mutaron, los pueblan otros personFoto 1ajes, hay otras vidas que los recorren, otras superficies que se despliegan: Las colinas del hambre introduce preguntas, aporta nuevos elementos para afinar la óptica con que se mira esos territorios y, a su vez, modifica el modo en que se lee la propia novela. El texto, releído en el presente, atravesado por las narrativas villeras, por las disyuntivas de centros/periferias, ciudad blanca/barrios violentos, por las nuevas estéticas que salieron como un escupitajo del despilfarro noventoso, los nuevos actores que estallan –las bombas pequeñitas–, permite desdoblar los pliegues históricos: ir hacia atrás en esa tela de sensibilidades que se amalgamaba en lo subterráneo.

Es uno de los primeros ejemplos de los que hablaron por los habitantes de los bordes. Wernicke le pone voz, pero no exagera en el exotismo. No es de ahí, ni es de allá. En Las colinas del hambre se condensa la excursión al territorio alejado y hostil, y el involucrarse, la narración desde el lugar. La fe redentora de la pobreza barajada entre la crudeza de una topografía social del submundo. La condena del destino atroz sobre los inocentes: apuntes para una genealogía del humanismo.

Son los sordos rumores de las mareas, del mismo río atravesando las costas, iguales muecas que contestan a la ciudad poderosa, los rostros gritones que impactan contra la inmensidad de los edificios, del boom inmobiliario, del consumo, el show off, el bienestar cerealero, la astucia de los autos caros, la fanfarria de la noche de los selectos.

El olor de los bordes

Aparece una literatura de los márgenes que desubica el pulso del presente: estaba ya lo feo, lo miserable y lo degradado caldeándose por lo bajo, subsistiendo a medida que se prolongaban los hechos y se desplegaban en el escenario de la historia. La noción del pasado se subvierte y se llena de actualidad. Rosa Wernicke parece escribir desde el presente.

«Su olor repugna, su espectáculo deprime. No se extinguen ni desaparece, ni puede cubrirse. Se levanta junto al oro. Frente a los felices y a los egoístas surge constantemente su oscuro rostro de piedra. Su risa es una mueca, su queja es un aullido, su voz es como el sordo rumor de las mareas. Avanza con agresividad de ola para mostrar estómagos vacíos, pies descalzos y mezquinos harapos».

El hedor de la mugre, la acumulación de los vaciaderos, no empiezan ni terminan. La temporalidad se amplía en esa gesta del basural. La historia se repliega sobre sí misma y deja ver sus continuidades. Da giros ayudada por el relato, los personajes que pasean por sus páginas son los mismos derrotados (o es una misma derrota) que andan buscando la subsistencia, acarreando los lastres del servicio, intentando sobrevivir en la competencia cotidiana: dando pelea, o aceptando callados la supervivencia.

Los mismos ojos ciegos siguen sin ver a los que se les aplican las terapéuticas más duras. Que miren los que operan, lo que ejecutan las doctrinas: ellos son los que deben reconocerlos, catalogarlos y actuar sobre ellos. Cuestiones de visibilidad y diseños urbanos, en definitiva, de los que llevan el olor rancio del esfuerzo, del contacto con los residuos; y los higiénicos, que se pasean perfumados.

«La vida no les ha cedido otros derechos que aquellos concedidos a las bestias. Arañan la tierra, miran al cielo con implacable rencor, resisten el hambre, las oprobiosas jornadas de trabajo y han renunciado a penar en el beneficio que les corresponde recibir. La indiferencia de los afortunados cruza a vuelo de pájaro sobre ellos. Nadie se preocupa por indagar de qué manera subsisten los seres así sepultados, a qué instinto viven sujetos ni qué es lo que reciben en el injusto reparto de una sociedad arbitrariamente organizada».

El universo del consumo masificado deja en suspenso la vida de los que trabajan a destajo para cumplir con las obligaciones de la inserción. Ganarse la vida, comprarla. Estar o no estar, es cuestión de marcas, de precios y de modas: velocidad y duraciones. La exigencia de ese lugar negado se manifiesta según los códigos de cada época. La violencia es un espectro para su medida, pero no necesariamente la pauta básica para su interpretación: lo que se juega es la vida.

Las fisuras de la ciudad imaginada

2015. Otra vez, la intensidad del presente impone la pregunta por los repartos. Rosario está tan cerca que su imagen se distorsiona. Los pibes, que van y que vienen, que asaltan los días, son esos pájaros que sobrevuelan la ciudad y gimen los interrogantes. La irrupción en la escena literaria de esas escrituras de resistencia remueve las tumbas y dejan los cuerpos en la superficie. Los sepultados no estaban muertos y contestan a las disciplinas impuestas.

«Martín sabía que la humanidad no tolera en los otros aquello que suele disculpar en uno mismo y él encontraba razonable esa intolerancia, la perdonaba y hasta se creía merecedor de ella».

En el paisaje rosarino que pinta Wernicke se detectan las coordenadas de fatalismo que pesan sobre los que llevan su existencia cotidiana perseguida por las horas de trabajo, los desarreglos familiares, el desamparo de derechos, las urgencias, los vueltos, la falta de acceso, la ausencia de permisos. La vida a pura tensión y caos. El riesgo permanente de estar vivo. El miedo de caer en manos de los chacales sueltos. La incertidumbre de saber quién es y en dónde se halla el enemigo. El imperativo de la resignación y el llamado a la obediencia encuentran, con la reaparición de la novela, un antecedente perdido.

Es cierto, no es idéntico el momento histórico. En el medio queda la incorporación de las mayorías populares a la vida política, el proceso de autonomía e independencia desarrollado con el gobierno de Perón, las proscripciones, las resistencias, las luchas populares, las respuestas conservadoras, el genocidio, la avanzada del mercado y las prolongaciones de la muerte.

Otras formas de matanza, nuevas formas de aguante. Una nueva configuración en la que, sin embargo, predominan algunos aspectos similares: la indiferencia de los afortunados, la tolerancia selectiva y la moral de la sumisión. Eso lo sabemos, se la vive a diario. Y están los mismos que irrumpen y distorsionan, que desentierran la deformidad, que generan desorden (o cuestionan el orden) y provocan los desbordes. Está el riesgo, siempre latente: la vida de laboratorio, como fórmula química, se sintetiza en el terror. Iguales alarmas se encienden, renovadas formas de captura se despliegan para combatirlos.

La mugre en los adentros y afueras

En la prosa de Wernicke se rastrean las tensiones entre la tranquilidad y la libertad, la necesidad de la vida calma y paciente, y los impulsos incontenibles de los que buscan la escapatoria. «El tener dignidad es el mayor lujo que puede darse un pobre», dice uno de los personajes.

«¿Qué pasa? ¿Por qué lo detienen?»: A Julián Alegría lo detienen por no tener oficio más que el de ciruja. Por vago y malentretenido, por improductivo, por ser lo contrario al éxito. Los policías actúan sobre el cuerpo disponible: «No tenían por costumbre dar explicaciones. Pensaron, sin manifestarlo, que sería muy agradable practicar una razzia por los alrededores». Julián se resiste y eso justifica los golpes. Procedimientos de calle que vuelven una y otra vez con las distintas disciplinas, el control de las zonas.

La cuestión del origen, la pertenencia, las manchas en la piel, la portación de rostro, son los signos que se entrelazan en el relato de los pobres que observaban el auge de la Rosario creciente de cara al mundo. Ya hubo guerra; los ganadores, ahora, tenían que ganar. Es necesario hacer la buena vida, corresponder la normalidad: «Si me encuentro con un tipo que tiene bastante dinero para despreciarme y para que yo le tolere el desprecio, pues señor, me quito el sombrero y le hago tantas reverencias como lo consienta mi espinazo». Didáctica de la subordinación. Sumisos para cobrar en fecha y esquivar los problemas. La utilidad de la moral está en saber manipularla, en tomar las precauciones para violarla. «No olvide que la indiferencia de un ser humano es la actitud que más lo aproxima a las bestias», dice César en la novela.

El círculo de hierro que encerraba a obreros y patrones tiene sus réplicas en los círculos que circunscriben las vidas de los habitantes de los barrios periféricos y los del centro. Las fronteras se flexibilizan, se trazan y demarcan lugares, hábitats, reparten sus licencias y sus atribuciones. Hay que bancar la parada, la vida se pone dura, es cuestión de pelear o morir: ser devorado. Ahora los ganadores fueron ganando cómodos. La ortopedia social se dispone para contener los arrebatos, para garantizar la pasiva prescindencia de los que no tienen permitido gozar. Son las mismas colinas que se siguen subiendo, con sus particularidades de época. Es un mismo libro lanzado en una misma ciudad, con toda una vida de por medio.

Wernicke, Rosa: Las colinas del hambre, Editorial Serapis, Rosario:2015.

 

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