Ensayos | Yo, bárbaro: anotaciones - Hay alguna bestia, en el espejo, detrás de él, en las sombras que proyecta; tiene venas azuladas o es de loza, parece una figura conocida, aunque se muestra insospechable. No tiene intención y acumula en un gesto todas las voluntades. Es un fantasma, o es otro hombre recortado. Ninguno quiso saberlo propio, aunque nada hay que lo suponga del todo ajeno. Uno y otro, dos entidades que procuran diferenciarse, que se mueven, se deslizan, se borran y remarcan mutuamente.

Hay alguna bestia, en el espejo, detrás de él, en las sombras que proyecta; tiene venas azuladas o es de loza, parece una figura conocida, aunque se muestra insospechable. No tiene intención y acumula en un gesto todas las voluntades. Es un fantasma, o es otro hombre recortado. Ninguno quiso saberlo propio, aunque nada hay que lo suponga del todo ajeno. Uno y otro, dos entidades que procuran diferenciarse, que se mueven, se deslizan, se borran y remarcan mutuamente. 

Por Bernabé De Vinsenci

1. La otredad, en la empresa identitaria de nuestra historia, ha sido considerable. El otro ontológicamente es el referente de la privación, el tabú, o mejor aún, la efigie ilegítima de la cual, bajo los mandamientos de la civilización liberal, debe preservarse. El otro, en una palabra, es el origen de la civilización en tanto que fija la ineludible diferenciación: «La conquista [del desierto] —en 1978 publicó el diario La prensa— es santa; porque el conquistador es el Bien y el conquistado el Mal».

El egregio lema decimonónico: civilización o barbarie.

Aún, hoy por hoy, el hombre de tez morena —como antaño los Tehuelches o los Ranqueles— persevera encarnando el salvajismo: la entidad odiada. Cabe preguntarnos, ¿qué es el odio? «El odio —escribe José Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote— es un afecto que conduce a la aniquilación de los valores. Cuando odiamos algo, pone un fiero resorte de acero que impide la fusión, siquiera transitoria, de la cosa con nuestro espíritu».A+C.

Nuestro sentido común —operante de una morfopsicología— se trasluce a partir de las cataduras faciales de un individuo: su interior psíquico, su realidad psíquica, inscribiéndose al fin  en la ‘sinagoga de los delincuentes’, o bien, en el ‘breviario de la barbarie’. Pongamos un caso: en el mes de octubre del año 2014, un joven de tez morena oriundo de Florencio Varela, había arribado a la ciudad de Rosario a visitar a sus tíos. Desde el seis del corriente mes se desconoció su paradero. Tras la búsqueda de sus progenitores se descubrió que el joven Casco había permanecido apresado en la comisaría 7ma de Rosario el martes siete al mediodía por —según las autoridades—: «desacato y resistencia a la autoridad». (No se especifica, sin embargo, cabalmente  el motivo de la detención). Posteriormente, Casco fue revisado por una médica policial quien detectó que el joven: «no se encontraba ubicado en espacio y tiempo». El treinta de octubre su cuerpo, en estado de descomposición e irreconocible, fue hallado en el Río Paraná.

Las palabras de La prensa se cumplen: el conquistador es el Bien y el conquistado el Mal.

2. El término barbarie («cualidad de ignorante», «fiereza y crueldad»), persistiendo con el pasar de las décadas, ha prosperado en su potencial de referir, de sancionar. Por lo tanto, actualmente, caben en él categóricamente desde el pibe chorro hasta el malviviente.

En segundo lugar el otro, al mismo tiempo, representa lo que en un determinado momento se fue. Esto es, el origen. Al problema del origen, —es decir: «la negación al retorno precario»— podría burdamente denominárselo «el mal de Sarmiento». Un mal espectral que, por otra parte,  socava —roe— al reaccionario, a los tilingos, en palabras de Arturo Jaureche. «El “tilingo” es económicamente de clase media y, en general, proviene de clase obrera o empleados humildes. Puede ser profesional, comerciante o cuentapropista, docente o periodista, pero todos tienen una serie de características que los unifica: suelen renegar de su origen, odian a los “negros” por “vagos”» (Roberto Sánchez). Es decir: el tilingo es el hombre que aspira obstinadamente a desgarrarse de su condición precaria mediante la exploración de un medio, mediante la presencia de un chivo expiatorio que le posibilite diferenciarse. En el caso de Faustino: la educación, el genocidio, la emulación a los países europeos. La figura de Sarmiento, en resumidas cuentas, es el talismán del reaccionario, en ella se reunifican el caudal de sus aspiraciones. (Huelga decir que para las clases dirigentes —regodeadas en el manantial teleológico— lo bárbaro es signo de retraso). De modo que el otro, la barbarie, surge de improviso, bajo un espejismo, o por así decirlo, bajo una especularidad, que no es sino el fantasma proyectado de un individuo, de una clase, de una nación.

Las sociedades de occidente por cierto, para perpetuarse, se han usufructuado de tal proyección, se han usufructuado del chivo expiatorio.

Con el bárbaro han expurgado sus pecados. Se han occidentalizado.

3. Lo que podríamos designar en el siglo XIX como fobia gauchesca —hoy fobia del malviviente— es un trastorno que una y otra vez ciñe a Sarmiento. Para él el gaucho —«ocioso indómito», «haragán»— se torna, en nombre de la civilización, imagen ilegal. En una epístola a Mitre, refiriéndose a la vestimenta del gaucho, Sarmiento, escribe: «El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo». Si a Dominguito, hipocorístico de sus allegados, le colocasen un sombrero, un poncho y un chiripá, favoreciéndolo su fisionomía, sería al fin y al cabo un gaucho, «el indio que todos los gentlemen llevaban adentro y traban de negar» (David Viñas). Por supuesto, sería un gaucho provinciano, sanjuanino. Vocablo que, al igual que caudillo, lo crispaba.

Recapitulemos: el otro surge bajo un espejismo que no es sino la sombra proyectada de quien proyecta.

4. El pensamiento binario del prócer positivista puede homologárse, acaso, a los modos de habitar los territorios (centros/periferias), al sentir en los espacios geográficos. Por un lado, las localidades: lo pueblerino que es el espectro, a veces la pesadilla, de las capitales. Y por el otro, los modismos: los hábitos urbanos extranjerizantes que son, ni más ni menos, que las arquitecturas y costumbres, la bohemia y el tiempo vertiginoso que ha ido sellando el neocolonialismo en la vida anímica de nuestra nación. El pueblo corrompe: barbariza. La capital purifica: civiliza. En el Facundo, Sarmiento, aludiendo a la mudez pueblerina, anota: «La necesidad de manifestarse con dignidad, que se siente en las ciudades, no se hace sentir allí en el aislamiento y la soledad». De este modo, Sarmiento, logra imponer sus aspiraciones como ambiciones culturales de una nación. Esto es: asienta un superyó (o conciencia moral) que el reaccionario se encargará de pregonar, aun negándolo. En las magnas capitales, los recién llegados, los migrantes, —en cierto modo traicionándose a sí mismos— alcanzan a restaurarse, a expurgarse de su origen, habituándose paulatinamente a los trastrocamientos de la metrópolis que, en un primer momento, son drásticos. El sacrificio del migrante, sacrificio semejante al viacrucis,  es un proceso en el que se procura «ser alguien». Dilapidar, de una vez por todas, la condición pueblerina, la condición bárbara. Para ello es ineludible instalarse en un ambiente atiborrado de regodeos —shopping, teatros, etcétera— que, presuntamente por ser de valores capitales, jerarquizan la mudez del pueblerino: la mudez inhumana. Caso similar que se da en los negros. En ¡Escucha, blanco! Franzt Fanon, escribe: «Tras unos meses en Francia, un campesino vuelve con los suyos. Reparando en un instrumento para arar, pregunta a su padre, viejo campesino a-quien-no-se-le-pega-nadie: «¿Cómo se llama está máquina?». Por toda repuesta, su padre se la tira a los pies y la anemia desaparece. Singular terapéutica.

5. El güeno, locución inconfundible del pueblerino, que alguna vez fuera habitual en el hogar natal, se torna, para quien migra a la gran urbe, lingüísticamente absurdo: es decir, lingüísticamente bárbaro. El ocaso del paisaje campestre también se torna absurdo, mefistofélico, y los nombres propios, aun de los antepasados y de quienes ataño ocupaban los campos —hoy taperas, minúsculos parajes—, una melancolía insufrible. Si en la localidad, el deseo sexual era reprimido, en la capital es liberado en pos de innumerables orgías. De repente, el «ser alguien» (como diría Estrada: el ser «individuos parasitarios de la urbe») permite la liberación sexual, la despersonalización —como suelen decir: «el anonimato»— que hace aflorar el alter ego cohibido: aquel yo inhibido que en el pueblo permanecía asediado por la sombra de la urbe oficial.

6. La tierra latinoamericana, para el reaccionario (no olvidemos que múltiples comunidades aborígenes vinculaban sus nombres a la tierra: por ejemplo, curá/piedra), sin pavimentos, catedrales y anfiteatros, es una porción de geosfera flotando en el océano. Lo originario, al reaccionario, le es exótico. «Es el miedo —escribe Ezequiel Martínez Estrada en La cabeza de Goliat— a los campos que yacen bajo el pavimento, como si de pronto pudieran surgir hordas que nos pasarán a cuchillos». Sobre los pavimentos, a su vez, se han erigido voluptuosas estatuas, interminables calles con nombres propios de militares genocidas. Es decir, con los pavimentos, no sólo se han soterrado bajo la superficie los campos, sino que se han realzado, ennoblecido y habituado en el imaginario colectivo, los tótems de nuestros homicidas, de nuestros verdugos.  A la capital «nada la simboliza mejor —escribe Estrada— que la estatua del fundador, [por ejemplo, la del genocida Roca] con su gesto despótico, señalando con todo el brazo hasta el índice la tierra en que debemos residir», punteando la aventura de «ser alguien», punteando la aventura del «tedio hacia el otro».  Al terminar la Campaña al Desierto, Roca escribe: «La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida… El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero».

Asumimos, a fin de cuentas, el ethos de contemplar las provincias amordazadas, con  el telescopio de la metrópolis, con la mirada de un inquisidor. «El antiguo Conquistador—anota Ezequiel Martínez Estrada— se yergue todavía en su tumba, y dentro de nosotros, mira, a través de sus sueños frustrados».

7. Los miramientos a las capitales, en efecto, son un constructo histórico. «La ciudad —anota Sarmiento— es el centro de la civilización argentina, española, europea; allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas, y los colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos». Los grandes comercios de las capitales, sin embargo, abren sus puertas (a sabiendas de que innumerables personas marchan ensoñadas a la metrópoli, al centro de la civilización) para brindar su lógica de precarización laboral que, cuanto mucho, perdura tres meses. Tiempo suficiente para anular el blanqueo. Los habitantes del interior conjeturan que el centro de la civilización es un terreno de oportunidades o de progreso. Advirtiendo, tiempo después, que las capitales son el Tártaro en donde no existen los Campos Elíseos. ¿Qué prometen —históricamente— las capitales? Acaso la negación de los orígenes y, esencialmente, diferenciarse del otro.

Asimismo, la disputa de la otredad, no se eclipsa en las capitales. Allí también acecha el estamento de la bifurcación entre el centro y la periferia, entre lo macro y lo micro, entre el jurisprudente y el malviviente. Las villas, por ejemplo, son los holocaustos —o mejor aún: los toldos— de las capitales. El parásito de la urbe jamás las reconoce como tales. «Hay que matarlos a todos», se queja. De modo que, como un mariscal, ratifica a las villas como verdaderos holocaustos.

140460-658-5508. Una peculiaridad del reaccionario, como ya dijimos, es la negación de sus orígenes. Ahora bien, ¿qué realiza con aquel pasado reprimido que, en cualquier momento, puede desadormecerse? Por un lado, lo torna tabú: peligroso, prohibido, impuro. Por el otro, trata de bordearlo fundando un chivo expiatorio: transfiere sus frustraciones simbólicamente al bárbaro.

9. El reaccionario, una vez que ha cimentado sus tabúes, reclama —mediante leyes, por ejemplo— que los hombres, a través de la ética de la obediencia, se ajusten a sus normas. Desistir a tal ética, a tales normas, equivale a barbarizarse: «el hombre que ha infringido un tabú, se hace tabú, a su vez, porque posee la facultad peligrosa de incitar a los demás a seguir su ejemplo» (Freud).

10. Por un lado, Buenos Aires, la inequívoca: la fálica, la matriarca castradora, la emuladora de Europa, la París latinoamericana. Por el otro, el resto: la turba inaudible, la multitud agónica, la proyección de su espectro, los que penan por sus residuos espirituales. En cierta medida, en todo país, existe una provincia/falo. En toda provincia una ciudad/falo. En toda ciudad un barrio/falo. Ad infinitum.

11. Nuestro capital cultural reposa bajo imperativos que nos fuerzan a emular un centro o una imagen todopoderosa: «Ahí [en París] —anota Sarmiento— está la piedra angular, el modelo de todos los bastardos edificios que se están levantando en América». Faustino, como un reaccionario actual, resueltamente sentencia: «¡Ah! Si tuviera cuarenta mil pesos nada más, ¡qué año me daba en París!». Los reaccionarios «viven suspirando por lo bien que se vive en otros países». (Roberto Sánchez). Cuanto más se enfatiza el centro (París), más se logra menoscabar su/nuestro complejo de inferioridad. «Nos conviene —dice Alberdi— bajo todo punto de vista encontrar confianza en esos proyecto europeos».

Parafraseando a Jean Paul Sartre, nos hemos dejado envenenar por una determinada representación que los otros tenían de nosotros y vivimos en el temor de que nuestros actos no coincidan con ella.

Podríamos decir entonces que nuestras conductas se encuentran sobredeterminadas desde el interior. Sobredeterminadas por las pesadillas de nuestros verdugos.

12. La hegemonía del reaccionario —como un anatema—, se patentiza en haber proscrito de la memoria colectiva a nuestros primeros desaparecidos: los pueblos originarios. «Una de las mayores abnegaciones [del reaccionario] es la abnegación de saber olvidar, porque sin olvido no hay progreso» (Miguel de Unamuno). Tal omisión se patentiza aún más en la medida en que su «deslucida memoria» representa la insolencia de usurpar territorios que les son ajenos y de los que sólo en condición de turistas pueden apropiarse. «Los pueblos originarios no tenían ‘fronteras’, son etnias, no tenían marcados límites con murallas o con hitos vigilados por miles de uniformados en la irracional tarea de cuidar ‘esto que es mío’» (O. Bayer). ¿Acaso no sentimos —zanganeando por las llanuras, por los altiplanos— que somos exóticos a tales paisajes?

Sin duda. Bajo nuestros pies yacen descuartizados e insepultos los Qom, los Tehuelches (recordemos: eran desgollados o decapitados como corderos para economizar municiones) en nombre de la civilización.

13. La barbarie actualmente es preconizada por aquellos que, a modo de exhibición, denuncian su hostigamiento. Si bárbaro, como indicaba Montaingne, es aquello que se encuentra por fuera de nuestros hábitos, el reaccionario —aun disfrazado de cordero— jamás podrá conmiserarse de los bárbaros. Por ello, los más sediciosos, incurren en indicar y denunciar las formas más violentas del aparato represivo del estado sobre la barbarie.

Sin embargo, la represión (figurada en la policía) es su conciencia moral. Cuando el reaccionario en sus panfletos denuncia el hostigamiento a la barbarie, no hace más que exhibir, exponer, indicar cuál es la verdadera barbarie vigente.

 


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