Una brisa veraniega corta la calma del valle mientras el río, viajero incansable, vuelca su música sobre el verde que lo rodea. Flores como luciérnagas explotan desde sus colores y pintan, a través del lente, un paisaje oculto para el ojo distraído. La Madre Tierra soporta las lastimaduras y se refugia en su belleza esperando que, de una vez por todas, la mano del hombre se acerque a acariciarla.
En sus Diez Mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso:
“Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”.
Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado, y merecía castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación, no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia.
Texto: «La Naturaleza está fuera de nosotros», extracto del libro «Úselo y tírelo».