Estaba leyendo en el bar, en una de las mesas sobre la vereda. Hacía frío pero estaba tomando whisky. Sobretodo negro, bufanda y gorro, cigarrillos y whisky: con los pies apoyados en el travesaño del asiento, podía sostener la lectura con el libro en las rodillas.
Inmerso de golpe en una corriente tibia, sentí pasar las olas suaves de pendejos que venían por la vereda, los sentía pasar, rozarme, alejarse, seguir su marcha.
Sentía las olas, su murmullo irregular, sentía las miradas sobre el tipo de negro sentado solo en el frío leyendo indolente, con el rostro congelado sobre las páginas, dejándome mirar y admirar, reprimiendo el gesto de alzar los ojos y entrecruzarme con las miradas luminosas de los pendejos ahora un poco más alborotados, que seguían pasando en grupos, efervescentes y ansiosos como un mar que despierta.
Dilataba el momento de zambullirme en el agua fresca y tibia, y quedarme parado con el agua a la altura de la cintura, ver venir las olas y dejar que me golpearan suavemente la cara, bifurcaba sin esfuerzo mi atención entre el libro y los pendejos que pasaban un poco más allá de la página que leía, en el borde de mi campo visual, las suaves olas en la tibia corriente de la vereda, cada vez mas espaciadas y silenciosas.
Fue entonces que alcé los ojos para beber y vi el cauce vacío, desde la mitad de la cuadra donde estaba sentado hasta los semáforos de la esquina. Giré el rostro con el cuello entumecido, miré hacia atrás, y el último pelotón ya se perdía de vista en la esquina siguiente, se desvanecía como olas en la arena.
La brigada de rescate había pasado a mi lado y yo no había hecho ningún gesto para ser salvado. Era una tabla flotando en el agua, en el lugar del naufragio.
Tenía los ojos húmedos de frío, y la luz roja del semáforo de la esquina parecía una flor impresionista.
La cuadra estaba casi vacía.
Bebí otro trago de whisky. Había pasado el desfile de los efebos a la salida del colegio y yo había llegado tarde. Cerca de mi mesa, como una serpentina, quedaba una hoja de cuaderno que alguien dejó caer, con una ecuación sin resolver.
La cuadra estaba vacía y comenzaba a oscurecer.
Yo era un témpano que se acababa de desprender de un continente congelado. Pero la corriente de olas cálidas era un recuerdo de las últimas horas del atardecer, y ahora estaba frío e inmóvil en el umbral violeta de la noche.
Yo era un témpano abandonado a la orilla de un mar que no existía.
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