El futuro nos comió los ojos. Estamos atrapados en los callejones de un pornocapitalismo, donde la publicidad es la reina madre que diseña el único mundo posible. Ella no vende, sino que opera directamente sobre el deseo: anhelos prefigurados. Mientras tanto, la meritocracia – una mentira estupenda – infla el pecho y marca el camino. Nuestra cronista se mezcló en una obra que exhibe esas miserias desde la ironía. Dice que hay que ir a verla. Que los extremos del absurdo pueden combatir sentido común, antes de que no queden ojos ni futuro… sólo callejones.
Es la última función
Quería ver esta obra. Guardo un íntimo recuerdo de una gran narradora de cuentos. Me entusiasma la idea de ir a ver algo que, al menos en mi imaginario, prometa. De momento me cansa, también, ir a ver un espectáculo con la intención de que algo pueda sorprenderme. Cada vez me convenzo más de que para que una historia logre atravesarnos, debe interpelarnos desde la realidad que nos atropella en el día a día.
Qué sé yo cuántos éramos… Calculo que unas sesenta o setenta personas; sin embargo, de lo que estoy absolutamente segura es de que ahí, en Caras y Caretas, ese lugar al que íbamos, de chicos, a ver a Piripincho, ahora nos ponía frente al espejo deforme de un otro social (y muchas veces no tan otro) que arrancó por crisparnos los nervios y terminó por hacernos desternillar de la risa, sin poder controlar la euforia que instaló en el público.
Una noche de sábado espantosa
Lluvia intermitente. Preparación para recibir arte. Dispositivos en orden. Ahora, cuando entremos, vamos a encontrarnos con una serie de butacas ordenadas en fila india, nos vamos a ubicar y vamos a mirar todos hacia el escenario (debo haber flasheado en algún compartimento de mi Superyó). Pero no, resultó que se abrió, tipo nueve y cuarto, el telón rojo que separaba el lobby de la parte donde se ubicaba el escenario y hete aquí que los que allí estábamos esperando que se abriera finalmente, a las nueve y media, la sala, corrimos en busca de la mejor ubicación porque éramos muchos y como todo espectador que prefiere ir un sábado al teatro en vez de ir al cine, estábamos buscando ser casi protagonistas, si no todos, al menos unos cuantos.
Queríamos ver, tal vez, esas butacas y ese orden, básicamente porque somos clásicos, unos malditos atravesados por la cultura letrada. Puedo hablar en plural porque efectivamente la señora de la pareja que se nos sentó al lado, compartiendo la mesa –otra cosa bastante incómoda para mi Superyó: compartir mesa de comida con desconocidos–, me confesó que a ella le había pasado exactamente lo mismo. Agregó, además, que esta sorpresa la descolocó y que ni siquiera estaba al tanto de esta metodología de comer y mirar la obra al mismo tiempo. Finalmente, agregó y yo reafirmé con un movimiento de cabeza: «bienvenido sea el shock».
A todo esto, ni noticias de que empiece la obra. Pedimos dos fernets y una pizza especial en esa mesa compartida con otros totalmente desconocidos y de una mezcolanza etaria interesantísima. Cuando ya estábamos casi por terminar la segunda porción, se apagaron todas las luces del teatro y desde la oscuridad comenzó a emerger, lentamente, un ruido de cañerías que a medida que iba increscendo fue transformándose en cumbia.
Ya estábamos todos en silencio y la cumbia a todo volumen. Dos actrices nacen de la oscuridad de un departamento a estrenar, nos dan la espalda, charlan entre ellas, contemplan la luna en el firmamento y discuten sobre la belleza exótica que se despliega en el conjunto que nosotros, como espectadores, no alcanzamos a ver pero que una de ellas (Mabel, la madre) nos cuenta que existe: un departamento con vista al río Paraná, que lograron adquirir gracias al ProCrear y a los nuevos negocios del Brian.
De la inauguración, al Brian
La comedia humana (mejor, la rosarina) del siglo XXI se abre paso en ese instante de contemplación que sólo unos meses atrás, seguramente hubiera sido, para los Giovanetti, inalcanzable. Los estereotipos que revolotean en el aire: la novela de la tarde con el Arnaldo André que menciona la madre: «mi hija», la abogada, a la que se le ocurre organizar la inauguración en familia pero que al mismo tiempo es una looser que ya está pisando los cuarenta y sigue soltera y sin hijos, y que se la pasa consultando cada movimiento con su psicoanalista, vía guasap; el padre, que espera el catering en la planta baja por orden de la madre, irrumpe en escena por la puerta principal del departamento, ubicada en medio del escenario, con una pata de ternera en manos, una toalla en la cabeza y unas calzas en composé con una bata de seda verde. Con esta presentación ya estábamos en condiciones de des-cubrir el verdadero ser y estar en ese espacio ajeno que ahora habitan los nuevos ricos.
El tema es el Brian. Todo gira alrededor del Brian. Todos esperan ansiosos (menos la Marichu) al hijo más exitoso de la familia que, según dicen las malas lenguas en el barrio, pasó de no hacer nada a manejar una chata que raja la tierra con la cumbia al palo y a comprar un departamento en el lugar más caro y codiciado por la élite rosarina. Pero antes llega esa tía que todos tenemos en la familia, esa víbora mal parida que se regocija con la desgracia ajena, que saca mano a troche y moche cuando se entera de que la Sheila, devenida en Sol, esposa del Brian, todavía no llegó a la fiesta.
Los parlamentos son de un cuidado escrupuloso, con constantes juegos de palabras, malos entendidos, vocablos que no pueden repetirse por ser de la clase social que ya han dejado atrás. «No vuelvas a repetir la palabra dispensario», increpa Mabel a la Marichu, mientras le cuenta que «tu padre ahora es feliz».
En el sainete de finales del siglo XIX, principio del XX, aparecía el orgullo del hijo de inmigrante que alcanzaba, mediante una profesión de élite, un nuevo status social que recategorizaba la herencia familiar. Todos recordarán la obra de Florencio Sánchez intitulada M’hijo El Dotor; ahora bien, en este nuevo escenario del siglo XXI, con otras nuevas subjetividades y un indiscutible análisis socio-psicológico por parte de los creadores de esta joya literario-teatral, aparece, en el centro de la escena, un hijo (adorado y alabado por la madre) que dice tener una pizzería pero que en realidad está detrás de un gran negociado que les traerá, en el desarrollo del conflicto, más de un soponcio a los Giovanetti. Y de alguna manera, también podemos encontrar, en esta obra, un recorrido teatral absolutamente vigente en la comedia televisiva más vista de los últimos tiempos, Casados con hijos. Aparecen estas familias tipo ridiculizadas (madre, padre, hija e hijo) que siempre son increpados desde algún otro que está un escalón más arriba en esta novela familiar de serios neuróticos, rozando lo psicótico (la vecina de los Argento, María Elena Fuseneco, como la tía Rita, son personajes prototípicos y claves en el centro de la escena, puntapiés para que se desplieguen innumerables secretos e incomodidades que los que todo el tiempo aspiran a ser nuevos ricos detestan escuchar y hasta ventilar). Estos neuróticos llenos de obsesiones exhiben la retórica del exceso y ponen en evidencia los vicios y estereotipos que persiguen ciertos sectores de alguna manera desclasados socialmente, resignificando el lugar de «lo melodramático» al decir de Peter Brooks o de «lo novelesco» como matriz cultural de un género popular como el sainete criollo que, en esta ocasión, guarda relación con los culebrones mexicanos, el Chavo del ocho y hasta Rosa de lejos.
Lo que en la Argentina de principios del XX significaba ascender socialmente por medio de un mérito académico –el hijo de inmigrante que logra el acceso a la universidad y de este modo empieza a ocupar espacios que antes estaban destinados solamente para las clases pudientes–, en la Argentina del XXI se logra y se celebra –meritocráticamente, y casi como un juego de inversiones carnavalescas– la prepotencia de las últimas palabras de Napoleón Bonaparte para El Príncipe: «El fin [siempre] justifica los medios». Obviamente, este será el quid de la cuestión en esta obra.
Al mismo tiempo, todos los valores éticos y morales recaen en la presencia de la Marichu, rígida, tensa, actriz de puta madre, que sublima su incomodidad durante toda la noche, comiendo maní y hasta mordiendo obscenamente la pata de ternera en uno de los momentos de máxima tensión familiar; es la misma que explica (otra vez con un ejemplo comestible) que cada vez que la familia se reúne es como comerse un chajá entero, sola y a las tres de la mañana. «¡Es muchísimo!», agrega con énfasis.
Junto con la tía Rita, tengo la sensación de que son los personajes más logrados de la obra, la una por la prepotencia de sus gestos y manías, la voz quebrada, la forma de transformar las emociones escénicas, la otra por la capacidad de recordar una batería barroca de parlamentos a una velocidad incalculable que te hacen descomponer de la risa durante la casi hora y media que dura la obra. La tragedia y la comedia, encarnadas en estos dos personajes prototípicos de la vida posmoderna. El resto de los actores, sin embargo, no se quedan atrás: Mabel, Héctor, el Brian y la Sheila, la rompen en escena. Se nota que han sido seleccionados con una prolijidad de artesano bizantino.
No es la última función, «A Dio’ gracia’», diría Héctor
Héctor, el padre de familia, tiene tres baipás a causa de los disgustos que le vive dando el Brian. Tenerlo todo parece ser una verdadera complicación para aquellos que, en el afán de ser lo que nunca fueron, descubren que lo que único que existe detrás del velo es la mismísima NADA.
Las escenas son un cumulus limbus de griteríos que ocupan el espacio escénico ya casi al final de la obra, con muchos ruidos externos que nos apabullan. Es tal la empatía que genera con los espectadores que nos convertimos en un puñado de hombres burlándonos, nerviosamente, de nuestra grotesca imagen desplazándose por el escenario. La inversión carnavalesca nos ha atravesado.
Aplausos, muchos aplausos de pie.
Vayan.
Contacto
Tenerlo todo
Teatro Caras y Caretas
Staff
Dramaturgia: Sebastian Villar Rojas y Vanesa Gómez
Dirección: Carla Saccani
Actúan: Mónica Toquero, Juan Carlos Capello, Marita Vitta, Macu Mascia, Marco Cettour y Lionel Fuentes
Asistencia de dirección: Emmanuel Alanis