Los hombres y la patria, dos dibujos que se labran en cera, en historia, tienen formas humanas, rostros desfigurados, cuerpos duros que, con el tiempo, se desvanecen, vuelven a crearse y, a veces, algunos los subastan en conferencias públicas. Entre la angustias y otras emociones, el presente es una interrogación potente, recargado de pasados, de leyendas, de atributos y rumores. Todo encaja en una ceremonia, no importan los militares marchando, son menos que los ojos que los miran o, incluso, los que apuntan a otro lado.
«La voz entrecortada le impedía sonar convincente incluso para sus adentros. Es que no daba con certezas por mucho que las buscara… Le sudaban las manos siempre frías, lo apremiaba el tiempo.
El tiempo. Los meses que se sucedían estériles.
Una imagen recurrente de fuego y sangre lo atormentaba.
Se veía a sí mismo de pie, en medio de la sala (o tal vez una llanura arrasada), asfixiado entre gritos disonantes y su propia finitud»
La historiografía tradicional, principalmente en la pluma de Mitre, ha contorneado nuestra memoria colectiva a lo largo de los años. La necesidad de establecer cimientos nacionales que unifiquen, a la vez que generen un orden propicio para el despliegue del «progreso» liberal, abonó idearios y un relato unilineal del pasado procurando silenciar voces disidentes que en su materialización abrían las puertas a proyectos alternativos. Profundas contradicciones, actores diversos movilizados por intereses y convicciones disímiles, y un escenario en franco derrumbe, fueron condimentos constitutivos del período; sin embargo desterrados de su recuerdo y análisis.
La declaración de la independencia en 1816 lejos está de ser un momento de consenso y armonía, y resulta incomprensible si se la escinde de un hecho trascendental anterior: la revolución de 1810. Ambas fechas son puntos claves, disruptivos, pero no aislados ni esporádicos: expresan momentos de aceleración de un proceso mayor que las contiene.
La Revolución de 1810 forma parte de un amplio movimiento juntista que envuelve tanto a América como a la Península (territorio de la monarquía hispánica). La ilegitimidad que inspiraba el monarca impuesto por Napoleón Bonaparte, desencadenó la constitución de diversas Juntas asentadas en el Derecho Tradicional que profesaba la retroversión de la soberanía a los pueblos en tanto el trono permaneciese usurpado. Las consecuencias de implementar este principio sin una noción acabada y compartida de lo que el «pueblo» efectivamente era, sólo se dimensionan a medida que nos adentramos en el período.
Por un lado posibilitó la apertura a diversidad de sistemas políticos y organizativos, por otro recrudeció conflictos internos dado que la retroversión de la soberanía se expandía como quimera llevando a un proceso de atomización profunda, donde las máximas unidades de cohesión social pujaban por su autonomía: ciudades y poblados, de modo más o menos permanente, emprendían rebeliones frente a lo que creían imposiciones unilaterales carentes de legitimidad, emanadas de una autoridad sobradamente cuestionada (en un primer momento los Triunviratos y luego el Directorio).
En 1814 cristalizan dos proyectos antagónicos -y a la vez complementarios- que conformarán la espina dorsal de las disputas políticas. Uno centralista impulsado por el Directorio, donde se expresa una comprensión indivisible de la soberanía en pos de unificar y centralizar el poder, siendo Buenos Aires su cabeza conductora. La necesidad de coordinar resistencias en múltiples frentes de batalla, la antigua titularidad de capital virreinal, y principalmente sus cuantiosos recursos, eran los avales que esgrimía para potenciar dicha tendencia.
Su contracara será una confederación de provincias que dio por llamarse Liga de Los Pueblos Libres (compuesta en sus inicios por Misiones, Entre Ríos, Corrientes y la Banda Oriental) liderada por José Gervasio Artigas. Se caracterizaba por la descentralización cimentada en el entendimiento de la soberanía como divisible emanada de los pueblos, con capacidad de autogobierno y libre elección para pactar su unión.
Dos modelos organizativos político-territoriales diferenciados, que no limitaban allí sus disidencias. Artigas estableció una distribución equitativa de la tierra enraizada en el principio de igualdad. Una igualdad excesivamente radicalizada a los ojos del Directorio y las elites. La resignificación de este postulado propio de la Revolución para fines que excedían los objetivos primarios que la motivaron (ciertamente más conservadores), trastocó fuertemente no sólo las estructuras políticas sino también las sociales.
La apropiación de tópicos y su reconceptualización, da cuenta de la existencia de nuevos actores que se politizan, que abrazan la causa revolucionaria pero imprimiéndole un sentido inherente a sus intereses y cosmovisión. La disputa conceptual implícita también grafica las relaciones de fuerza que imperan en el período.
Comprender el “artiguismo” sólo es posible descentrando la figura de Artigas. Es indiscutible que los liderazgos encausan procesos, los revitalizan y sostienen; no obstante son los movimientos, con variados grados de organicidad, quienes maduran necesidades, intereses e ideas. Inmersos en una coyuntura que aporta componentes específicos; los liderazgos y el movimiento, en continua relación dialéctica se reconfiguran, y en ese danzar van delineando un terreno que posibilita a la vez que limita.
Pensar en pequeños arrendatarios, indígenas, negros, campesinos con independencia y capacidad económica, proveer recursos para poner en producción tierras arrasadas por la guerra o monopolizadas por grandes hacendados y limitar la formación de latifundios, era un plan desafiante que tendería a volverse inadmisible.
En 1815 Santa Fe primero, seguida por Córdoba, se unen a la Liga. Las ideas progresistas del artiguismo generaban resquemor entre las elites provinciales, pero simultáneamente, el esquema organizativo que proponía ofrecía una doble seducción irresistible: por un lado, sólida protección militar frente a avances de portugueses por el noreste y de realistas establecidos en Montevideo; por otro, amplio margen para librarse de los designios de Buenos Aires.
Este reagrupamiento no hacía más que incrementar la tensión con el Directorio; y en abierto desconocimiento tanto de su autoridad como de la corona hispánica, las provincias que conformaban la Liga no participarán del Congreso de 1816, sabiéndose ya independientes y autónomas.
Paralelamente, el panorama externo se torna cada vez más cruento. La restauración monárquica en 1814 y la ola contrarrevolucionaria que se inicia a consecuencia, comienza a transitar territorio americano encarnado en un feroz ejército realista que busca no sólo recuperar el poder perdido, de hecho también anhela dar un castigo ejemplar a quienes osaron desafiar el orden establecido.
Las noticias que llegan de Europa, el asedio de las fuerzas realistas y los conflictos internos, precipitan una decisión demorada en la comodidad que procuraba un trono de rey ausente.
Declarar la independencia se tornaría imperioso por variados motivos, uno de los centrales consistía en la necesidad de consolidar una autoridad política legítima que frenara la dispersión soberana, sentando las bases formales para el autogobierno definitivo. Romper lazos de dominación exterior, pero sobre todo centralizar el poder al interior y poner fin a un proceso que veían desmadrado: la revolución.
Era tarde. Las chispas revolucionarias habían prendido irreversiblemente en esos nuevos actores indispensables para lograr la odisea independentista, que a pesar de las contramarchas y por momentos dando pasos subterráneos, seguirán pujando obstinadamente por una vida más justa.
«Le fluyeron palabras que venían de otros lados, de otros tiempos.
-Estuve ahí adentro, ¿sabés? Entre doctores y congresales y sus discusiones que te juro poco nos importan. Les grité que queremos ser libres. Yo, que limpio la bosta de sus caballos. No sentí mi cuerpo.
¿Qué tierras serán las que nos cobijen mañana? ¿Quiénes seremos cuando haya acabado este día?
Ciertamente, no lo sé».