Lecturas | «Las carnes se asan al aire libre», de Oscar Taborda - Por Luciana Bertolaccini y Cecilia Villani

Por Luciana Bertolaccini y Cecilia Villani

Los túneles y los secretos están hechos de la misma materia. Uno como condición de la aparición del otro. Mutables, intercambiables. Sobre la espectralidad de uno, el reflejo del otro. Un libro que se gesta y emerge en Rosario. Circula y se apaga. El  secreto. Un libro que se vuelve inhallable desaparece. Excepciones que circulan de mano en mano, el túnel.

Las carnes se asan al aire libre reaparece en 2016 para situarnos en una Rosario de los años 90. Comienza adentrándonos en la ciudad con una primera imagen, «el crepuscular paisaje del barrio Las Flores». Un plano secuencia nos lleva en el auto de dos amigos, desde una entrada por la autopista –que nos da el primer guiño de época: todavía no existía como hito de esa geografía el casino City Center– hasta la casa de un tercero. Un feriado puente alarga el fin de semana y la escenografía se prepara para un reencuentro «reunirse como cuando vivían todos en la misma cloaca». Las descripciones de todo lo que ven los personajes se contraponen con la presentación escasa que se hace de ellos. No hay nombres, y las edades se pueden inferir. Es curiosa la forma en que el narrador nombra a sus personajes, en especial, a Uno. Mediante el uso de ese pronombre impersonal, que es uno, pero a la vez es todos, se busca una cierta complicidad, empatía con el lector. Uno, quizás, no puede hacerse cargo de su subjetividad.

El reencuentro de los tres amigos y la cena en la noche del viernes oficia como preludio de lo que harán el resto del fin de semana: un viaje de pesca por el río. Una bañera llena de pececitos boqueando, listos para ser utilizados como carnada al día siguiente. El motivo se oculta con sutileza o se muestra sólo para deducir hipótesis: revivir momentos pasados o salirse de una rutina espesa. Tal vez, por una promesa que no se cuenta, pero que permanece latente como riesgo, como carroña dispuesta para la descomposición.

¿Cuáles son los hilos que conectan a la literatura con las formas de nombrar y hacer la ciudad? ¿De qué manera producimos esos posibles en la experiencia narrativa? Las carnes aparece como un terreno fecundo para discutir acerca de las formas en las que es posible contar la ciudad. Si lo habitual es hacerlo desde los ritmos y los tonos de espacios circunscriptos y emplazados territorialmente desde lo urbano, en esta novela se exceden los límites de la tierra firme para narrar la ciudad desde el río, siguiendo sus propias lógicas.

Desde el Paraná, un relato lleno de figuraciones poéticas fluye con la cadencia y los matices del río. Sobrepasa remolinos que obligan a recomponer las piezas desplazadas. Lento. Como la pesca. Llena de momentos en los que no pasa nada. En los que se espera, con mucha paciencia y en silencio, que el pez muerda el anzuelo. Algunos sobresaltos, pero sin demasiadas alteraciones que provoquen rupturas.

La historia se divide en partes iguales a los días que comprende el viaje de los amigos: viernes, sábado, domingo y lunes. Sería posible hacerlo, también, en dos partes diferenciadas por lo que pasa entre el ocaso del sábado y las primeras horas de la mañana del domingo. Antes que disrupción, el hecho que se desenlaza es preanunciado desde la noche anterior; un pacto de silencio germina en lo que no se dice mientras baten con los dedos el hielo de los vasos. Una acción inesperada e impulsiva –incomprensible– arranca a los amigos y al lector del sopor en el que estaban sumergidos. «Robinson Crusoe no es una novela de aventuras sino una sobre la falta de ellas».

Lo que podría ser una especie de absurdo deviene en imaginarios que surgen alrededor de las múltiples vinculaciones posibles de construir entre la ciudad y el río. Se habilita así, a pensar Rosario en torno a, por lo menos, dos imágenes cimentadas en esas ataduras: la ciudad abierta al río y el río como purgatorio. Dualidad insostenible por la que se desborda una pluralidad de interrogantes que hacen estallar representaciones nítidas y unívocas. En la primera imagen, el río se representa desde la posibilidad del disfrute, el entorno paisajístico y amable, la tranquilidad y la belleza de la ciudad abrazada por el río. Es la Rosario de los balnearios, las islas, los parques ribereños. La ciudad que ha logrado recuperar un frente costero de varios kilómetros al que antes se le daba la espalda, la de los paseos de fin de semana, que se posiciona como destino turístico por la capacidad de combinar circuitos culturales y ofertas gastronómicas citadinas con excursiones fluviales que permiten observar y conocer una flora y fauna en estado silvestre o atorarse de ocio en algún parador isleño durante el verano. «Más parecido a un picnic que a cualquier otra cosa esta escena de tres hombres arriba de una lancha en medio de un arroyito y bajo el sol de las once de la mañana en el mes de junio o julio». Una Rosario que hacia fines del siglo pasado había comenzado a desarrollar transformaciones urbanas para convertirse en un sello que dispare una serie de inscripciones. Una crisis política, social y económica se forjaba por esos años.

El río tuvo un papel fundamental. Los entornos costeros y fluviales se concibieron como una oportunidad para dar forma a una nueva identidad. Oportunidad, también, para los negocios inmobiliarios. Solapado con el nuevo escenario ribereño, se asoma un tejido de negocios que vincula los modos de construir una ciudad con un determinado modelo de desarrollo. La sojización, el narcotráfico, los excedentes absorbidos por la transformación urbana, la especulación de los ladrillos y los acuerdos público-privados conformaron la fórmula.

El espacio público, el ocio y la pureza del río se constituyen como la contracara de la segunda imagen. Esa del río como purgatorio, como cementerio. El río como lugar donde aparecen los cuerpos que desaparecen. Desde la ciudad puede verse. Un cuerpo en los márgenes del Paraná. El río esconde, desfigura los cadáveres, precipita la descomposición, impide el reconocimiento de marcas personales. «El  corazón, el hígado, las tripas saliendo como si fueran la disolución de su espíritu, cada porción de lo que había sido uno que se llamó X, en otra vida, sería un banquete cien por ciento aprovechable». El cuerpo pierde los rasgos propios de quien fue en vida, un aparecido que puede ser cualquier otro. O ninguno. Sin embargo son varios: Franco Casco, Gerardo Pichón Escobar, Alejandro Kiki Ponce. Si algunos hechos pueden enumerarse como sucesos aislados, estos casos aparecen, en cambio, como formas organizadas de hacer morir. Gatillo fácil, tortura, verdugueo, desaparición, condenas dudosas, incertidumbres y obstáculos en el camino a la justicia, modificaciones de la secuencia de los hechos, relatos oficiales basados sólo en versiones policiales contrapuestas a las de familiares y testigos, escenas manipuladas y amenazas son los caminos comunes.

El río no es un mero escenario de estas prácticas sino un elemento central para garantizar la impunidad de una violencia que selecciona a los matables. La desaparición en el río, como forma extrema del abuso policial y de las complicidades judiciales y políticas, adquiere una densidad propia que hiela la piel, activa la memoria y cae para ser empuñada por las fuerzas vivas que subsisten sagaces y habilitadas desde las profundidades de un pasado que no deja nunca de ser reciente. En Las carnes ese pasado se nombra de forma explícita. Es el terror que subsiste, su capilaridad latente. Se vuelven a elegir las víctimas, se tipifican y se lanza sobre ellas el arsenal de municiones.

Los tres amigos dialogan con estas figuraciones y abren la pregunta por aquello que pasa después de la tormenta, una vez que las aguas agitadas vuelven a calmarse y a encontrar la armonía de un río sin pendiente. «El mundo, o eso que en apariencia queda de él, sigue como si nada».

 

Oscar Taborda: Las carnes se asan al aire libre. Mar dulce, Buenos Aires: 2016.

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