Por Bernabé De Vincensi | Ilustración: Francisco Toledo
Estaba harto. Ella desde chiquita había tenido los mejores novios. Al principio éramos amigas. Bueno, después de todo, siempre fuimos amigas. Ella era un año mayor que yo. Ella era mujer y yo varón. Siempre jugábamos a pintarnos. Nos inventábamos nombres y hacíamos de mamá. Yo pintaba a los muñecos y ella se enojaba. Mamá me retaba, me decía, dándome sopapos, que tenía que jugar con los nenes. Pero yo no le hacía caso, a escondidas, jugaba con mi hermana. Ella era castaña y yo morocho. Le envidiaba el pelo. Cuando se cansaba de sus novios, yo les tiraba el lance. Los chicos huían. No podían entender que un nene gustase de otro nene. Cuando teníamos nueve años, mi hermana tenía tetas y usaba corpiños. Los chicos del barrio la manoseaban toda, de pies a cabeza. Yo me ponía algodón en los pezones y le decía: mirá, Lulú, (porque a mi hermana le decíamos Lulú) tengo tetas. Y ella pelaba su tetitas, dejando al descubierto los pezones, y me decía: ¿ves?, éstas son tetas, Teo, a los chicos le gustan las tetas de verdad. A los nueve años Lulú perdió la virginidad. La desvirgó un chico —un muchacho, más precisamente— de veinte años. Cuando lo vi a solas al muchacho, le dije: ¿qué le hiciste a mi hermana? Él me miró y se fue. Quería que me hiciera lo mismo a mí. Lulú menstruó a los doce. Una mañana se levantó llorando. Mamá, que era en extremo dramática, le preguntó qué sucedía. Lulú con lágrimas en los ojos le dijo que había meado sangre. Mamá le explicó lo que les pasaba a las chicas a cierta edad. Le contó que ahora, más que nunca, se tendría que cuidar porque podía quedar embarazada. ¿Y la cigüeña?, le objetó Lulú. Mamá le explicó que se trataba de una explicación infantil. Desde ese día odié a Lulú. La odié con todas mis fuerzas, pero se me pasó. ¿Yo por dónde iba a menstruar si tenía pito? ¿Por el culo? Lulú comenzó a ponerse toallitas y en el tiempo que le salía sangre estaba de mal humor. Una vez el Chicho, un chico del barrio, más feo que un hongo, se la cogió y dice —porque ella me contó— que al Chicho le quedó el pito lleno de sangre. ¿Qué le hiciste a mi hermana?, le dije al Chicho. El Chicho me dijo que la cosa de abajo se le endureció y que se la metió a Lulú. Después lo pajeé al Chicho. Los ojos del Chicho, mientras lo pajeaba, parecían los de un demonio. Lulú crecía y cada día más se parecía a Wanda Nara. Tenía más empujones que puerta de calabozo. Yo también crecí. Me peleé con mamá y me fui a vivir una pensión de San Telmo. Mamá no aceptaba que yo, con diecisiete años, quisiera ser mujer. Un día me dijo: ¡en esta casa se hace lo que digo yo! ¿Ah, sí?, me dije, me voy al diablo, y conocí a Lacy y alquilamos una pensión. Con Lacy me hice transformer. Íbamos a los boliches y hacíamos reír a un público lleno de viejos verdes. Bajábamos a las mesas y los viejos, de sesenta a setenta años, no tocaban el culo —y algunas veces el bulto— y nos dejaban plata. Nos decían, baboseándose, «mamita», «ay, mi amor», «preciosura». Lulú a todo esto estaba casada y tenía hijos: Ramón (por favor, qué nombre horrible), Luciana y Ramiro. Lulú había engordado y tenía celulitis y estrías. El marido era camionero. Trabajaba doce horas y fumaba como un escuerzo. ¿Para cuándo?, me dijo Lulú un día. No lograba entender. ¿Para cuándo qué?, le dije. Me dijo para cuándo me iba a hacer mujer. Agarré mis cosas y me fui sin saludarla. Me fui por envidia. Lacy también me instó a que me vistiera de mujer. Me dijo que no podía seguir así. Cansada me empecé a vestir de mujer, me hice las tetas y me teñí el pelo de rubio. Como Lulú. Seguía trabajando, día a día, como transformer. Los viejos, diciéndome mamita, me ponían los billetes en las tetas. A Lulú, como a mamá, no la vi más. Me llamaba por teléfono con Ramiro que era mi sobrino mayor. Se pelearon, me dijo un día Ramiro. El marido de Lulú tenía otra mujer en Tapalqué, me contó. Yo tenía mis amantes. Me daban dinero. Lacy decidió irse, antes de la primavera, así como así. Me confesó que estaba conociendo a otra persona. Quedé sola en la pensión. Me había apodado Tea. Seguí hablando con Ramiro. Un día me dijo: tía, mamá se fue con otra persona. Pasa, Rami, le dije consolándolo, las personas se van con otra personas, es común. Lulú había dejado a sus hijos con su padre y se había mandado a mudar. Pensé que habría conocido a otro hombre, se enamoró y como romántica —porque ella era romántica— se fue. Al poco tiempo me enteré por Valeria, una travesti amiga, que Lacy andaba de novia. No lo podía creer. Lacy siempre había sido reacia a los noviazgos. ¿Con quién?, le dije. Si te digo, no me creés, me dijo Valeria. Contame, boluda. Con un chico. ¿Lo conocés?, le dije. No. Pasaron los meses y, como la extrañaba, llamé a Lulú. Lulú trabajaba de moza en un bar y alquilaba un monoambiente en Caballito con su pareja. Nos tenemos que ver, le dije. Tea, las cosas cambiaron, yo ya no soy más la de antes, me dijo. No te preocupes que el tiempo en mujeres como nosotras hace estragos. Fui a la casa y me dijo que a las cuatro me tenía que ir porque llegaba su pareja. Eran las tres y media y Lulú me miraba nerviosa. Yo pensaba: de acá no me sacás. Eran las cuatro menos cuarto y Lulú, mordiéndose las uñas, me dijo: Tea, es hora de que te vayas. Falta todavía, le dije, hacete otros mates. No, Tea, por favor. Menos cinco y seguía firme como una estaca. Yo voy a conocer a esa persona, me decía, quiero saber quién es ese bombón. Las cuatro. Lulú me empujaba gritando como una loca. Yo me aferraba a la silla. Dejame conocer a tu bombonazo, le decía y me la sacaba de encima. De pronto la puerta se abrió. Por fin, me dije, voy a saber quién es. Apareció una mujer rubia, alta y maquillada. No lo podía creer. Era Lacy. ¿Qué mierda es esto?, dije gritando, con nervios, sin entender nada, me querés decir, Lulú. Las cosas cambiaron, Tea, yo no soy la misma de siempre, te lo dije, dijo Lulú. Enseguida agarré de los pelos a Lacy y la arrastré por el piso, mientras decía: ¡no me podés hacer esto, yegua hija de puta! Lulú me agarraba de los pelos a mí y me decía que me tranquilizara. Después me dio un vaso con agua y me explicó con detalles. Se habían conocido por teléfono. A veces Lulú llamaba a la pensión y, cuando yo no estaba, la atendía Lacy. Poco a poco, llamada tras llamada, se fueron conociendo. Tuvieron sexo por teléfono. Se vieron un par de veces. Entendeme, me decía Lulú desesperada, yo no soy la misma de antes, soy lesbiana, ¡lesbiana!, ¿entendés? Yo entendía pero no quería entender. ¿Qué carajo hacía yo ahora? Porque yo me hice mujer gracias a Lulú. Ella me condujo a que me hiciera mujer. Otra vez me vinieron los ataques de nervios y ahora agarré a Lulú de los pelos. ¿Qué me hiciste, malparida?, le decía, y Lacy desde atrás, como podía, trataba de sacarme. Lulú lloraba.
Yo siempre fui fiel a Lulú.
Al Chacho lo pajeé por ella. Su deseo era mi deseo.
Ahora me corté el pelo.
No lo dudo: pienso hacerme lesbiana.
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