Por Brian Alvarez | Ilustración: Melina Belloni
Escribo para ver la marca que deja mi inteligencia
cuando se arrastra a lo largo de una pantalla.
Por ejemplo: a la mañana no va a quedar rastro de las máquinas
que en el sueño cumplían una función secreta.
Las barrenderas que pasan
por la puerta del lugar donde trabajo
antes de que amanezca, y empujan
cantidades variables de mugre
no parecen buscar algo distinto
de lo que busco cuando escribo: hacer que algo se arrastre.
(En el sueño, mujeres-máquina ensayaban una coreografía:
eran una ametralladora que apuntaba hacia el mar.)
La escoba de alambre sostiene un discurso. Su mango
traza una línea divisoria en territorio ajeno
y si uno acepta el vaivén, puede decirse
que hay unidad entre el brazo de una barrendera
y el avance del mango en ida y vuelta. En este punto
habría que detener la digresión: la mano que barre el piso
está comprometida en su tarea. Esta mano
se ganó su lugar. El codo que la mueve
se ganó su lugar. Va y viene el conjunto articulado
con mango y escoba y más atrás la barrendera
que después avanza. Todo es muy sencillo.
Miro. Imito el movimiento. Soy ese palo de madera que
imita a la vez al agua. Dada mi condición
de herramienta que limpia mientras por arrastre
produce el texto que da vida a:
a) la mano que me mueve,
b) el torso en donde engancha el brazo,
c) el uniforme de la barrendera y
d) un universo de espectadores que se extiende al infinito,
decido arrastrar en realidad tu cadáver de lector
fuera de la pantalla, donde el texto salpica
un rastro de experiencia, un pensamiento
que antes estaba en blanco y ahora se ve.
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