Se conocieron a los ocho, volviendo de catecismo. La Flaca vivía a dos cuadras de la iglesia y la Gordi, a seis, en igual dirección. Anduvieron por la misma vereda todos los sábados al mediodía, hasta que se dieron cuenta de que tenían el mismo camino y se hicieron amigas. Al principio, el recorrido era lo único en común, pero más adelante, se confesaron que ninguna de las dos estaba tan segura de la existencia de Dios, y que a las dos les daba terror el padre Samuel.
Mucho miedo, pero ahora que eran dos, las pequeñas ateas querían quedarse durmiendo hasta tarde los sábados y domingos, y mirar las películas que no debían, porque invocaban al Demonio. Ahora que eran dos, podían aguantarse el miedo al padre Samuel y dividir el esfuerzo para hacer firmar el cartón de asistencias que les vendían en la iglesia a diez pesos, lo que era un despropósito para una fotocopia, porque el gasto representaba el total de dos tarjetas con la foto de Leonardo Di Caprio de las que vendían en el videoclub. La Iglesia mostraba la hilacha: había que levantarse temprano el fin de semana, pedir los diez pesos, gastarlos en el cartón y al final de la misa, esperar a que una vieja amargada se dignara a firmarlo. Encima, cuando el viejo Samuel decía que iba a aparecer el cuerpo de Cristo en vivo y directo, nunca pasaba nada, y caminaban las dos cuadras masticando el fraude.
A la madre de la Flaca, lo único que le importaba era que la chica tuviera todo el cartón firmado, hubiera ido o no a la misa. A la madre de la Gordi, lo único que le importaba era mostrarse compinche con las nenas, de modo que les hablaba sobre temas tan prohibidos que la madre de la Flaca, de haberlo sabido, la hubiera denunciado por corrupción de menores. A duras penas tomaron la comunión y la experiencia fue, una vez más, un insulto a sus inteligencias. No sintieron nada, no vieron a Cristo y no les creció la fe sino la confusión.
A los doce, ya sabían lo que significaba culear. Y sabían también, que después de coger por el ano, el pene sale lleno de excremento y ya no se puede insertar por la vagina. Como conservaban cierta inocencia, pensaban que si la pareja se decidía a coger por atrás, es decir, a culear, no podían después coger por adelante, es decir, no podían, lisa y llanamente, coger, porque si lo hacían, a la mujer se le llenaba la concha de mierda y eso traía enfermedades. Aunque sabían todo, no tuvieron oportunidad de practicarlo hasta bien entrados los veinte, porque además de saber sobre la escherichia coli, sabían que el culo es para los maridos. «Ustedes chupen pija y háganse coger por la conchita (siempre con forro, aunque tomen pastillas), pero el culo hay que reservarlo, porque si no, cuando se casen, no les va a quedar ninguna parte sin uso para agasajar a los maridos».
Crecieron con algunas deformidades sexuales y otras vicisitudes que separan sus historias. Poco aplicaron de todo lo que sabían. La Flaca tuvo el primer aborto a los tres meses de su primera relación sexual. Tenía dieciséis y no pudo contener el apuro del pibe que quería desvirgarle la conchita, con forro o sin forro, el muy pendejo. Ahí descubrieron lo solas que estaban, a pesar de ser dos, y lo mucho que se parece un feto de diez semanas a una cebolla flaca y remojada. Para el siguiente, ya habían aprendido qué decir y qué callar al entrar en la sala de emergencias, porque también sabían que después de la cebolla, venían (y cuántos) litros de sangre, y cómo las iba a recibir un médico joven con cara de pisaste mierda y aire de sabelotodo, avalado por tres meses de residencia.
Al tercero, vaya a saber por qué, se lo quedó. El caso fue conocido, porque el hijo de la Flaca nació con tres inconscientes: el que le correspondía y el de los dos abortaditos. Años más tarde, Giuliano se convertiría en la cara de todos los panfletos anti abortistas y la Flaca, del bando opuesto, en una activa militante en favor de la libertad femenina. Aquel desamparo se le volvió una forma de vida y cada tanto renegaba de haberse comprado el cartón de asistencias de misa en lugar de las dos fotos de Di Caprio, porque pensaba que de haberlo hecho, la vida hubiera sido distinta. Para moderar un poco las cosas, empezó a coger por el culo y descubrió que culear no sólo equilibraba el universo, sino que además le gustaba.
Por su parte, la Gordi fue desarrollando durante la adolescencia algunas inquietudes sexuales inconfesables. La madre loca había pasado a mejor vida en un accidente con el auto y aunque le había dejado largas horas de educación sexual, se había olvidado de decirle que los pitos y las conchas no andan sueltos, sino que vienen con un cuerpo y un temperamento al que se puede amar o no, antes o después del sexo. Las pijas se fueron sucediendo una tras otra y la Gordi se enamoró de todas ellas, creyendo enamorarse del tipo completo y, por lo tanto, sufriendo en balde la mayoría de las veces.
Por otro lado, le aparecían fantasías que, según la pareja, iban desde el exhibicionismo (coger en el balcón que da a la calle), la somnofilia (coger y ser cogida mientras uno u otro dormía) y el más tradicional trío con alguna otra chica. Muchas veces tuvo que cambiar la fantasía por los chocolates o el dedo índice, porque con las pijas sueltas no lograba la confianza para hablar de semejantes heterogeneidades.
Con Ignacio, sin embargo, fue distinto. A él le pudo contar todo sobre ella, sobre la ignorante de la madre que en paz descanse; sobre la Flaca, los abortos, el universo y los miedos de las dos; y sobre el padre Samuel, que por suerte también se había muerto para alivio de los niños y adultos de la comunidad. El mundo, que había sido un lugar sombrío, se volvía más ameno. A Ignacio la mayoría de las veces le hacían gracia las historias de la Gordi y cuando no, tenía la precisión de un traductor para elegir las palabras antes de decirlas. No era solamente una pija, era completito Ignacio. Tenía el cuerpo blando y la piel casi transparente, los ojos celestes con unas ojeras de diez siglos y el pelo lacio, siempre revuelto. Cuando la Gordi le veía la cara de recién levantado, le crecía un pene imaginario y se le mojaba la bombacha al instante. Era perfecto Ignacio y quería, como todos, coger con la Gordi por el culo, pero todavía no se lo había pedido. Ella lo presentía y pensó en adelantarse, porque quería probar coger por el culo, pero también quería cumplir una fantasía, que la había hecho sentir monstruosa durante mucho tiempo y que ahora se le representaba viable en nombre del amor. Lo que más anhelaba era romperle ella el culo a él.
Se lo propuso, poniendo su propio culito de rehén, y a Ignacio la calentura mental y la posibilidad de la aventura no lo dejaron decir que no. El azar, a través de una moneda, decidió que primero le tocaba a él ponerse en cuatro. La Gordi se demoró unos instantes en el baño, mirándose al espejo: el «cinturonga» le quedaba raro. Era la primera vez que se veía con pito y quizás por costumbre prefería la anatomía con que la naturaleza la había favorecido. Cuando entró en la habitación, Ignacio estaba en calzoncillos y con la remera puesta, la miraba como un nene asustado y se reía como si se estuviese ahogando con un traguito de agua. «Tranquilo, Nachi, mi amor. Te prometo que voy a ser gentil». Lo besó, lo acarició, lo masturbó para darle ánimo y le llenó el culo de saliva y vaselina.
Le costó entrar, la primera. Puso más empeño, la segunda. A la tercera, Ignacio lloraba a los gritos. Quizás por el dolor, quizás por el orgullo, quizás por lo que había perdido y ya no recuperaría. A la Gordi le vino un sentimiento de justicia mezclado con compasión y salió de él. En el cuerpo no sentía nada, ni siquiera se había excitado. Se desató el cinturón y se vistió. Ignacio se había acurrucado, ignorando que las sábanas eran un abanico de mierda y sangre. Tenía los ojos llorosos y muy abiertos. Lo arropó y se fue, pensando que a través del pobre Ignacio había aportado al caos del mundo un poco de equilibrio. Cuando estuvo en la calle, la llamó a la Flaca por teléfono y le dijo que ella también había revertido el efecto Di Caprio, que se podían ir a la mierda su mamá, el padre Samuel y la vieja agria que firmaba los cartones.
[Texto e ilustración publicados en nuestra tercera revista de literatura y artes]