Jueves por la noche, 21.00hs en la ciudad de Rosario, la mayoría de los conciudadanos cenan, se
desvisten, o se preparan para el ritual del Néfli; no pocos se aturden de desinformación en los noticieros de aire. Otros estamos en la puerta del Teatro del Rayo esperando que den sala, mientras conversamos o apreciamos la gráfica del espectáculo; algunos fuman, otros chupamos caramelitos. Que la obra que estamos por ver nos haya absorbido de esa cotidianeidad contemporánea ya es auspicioso.
Talán talón tolán… se escucha la campana ritual que convoca a la función. Adentro la penumbra nos deja vislumbrar la puesta: dos grandes troncos blancos invocan el monte, una ventana colgada al fondo da a esa selva, arriba el techo filtra la luz salvaje, en el suelo hay cientos de libros añosos, un sillón de madera ofrece su respaldar.
Luego todo se apaga, como en el bosque cuando la luna cae, y la oscuridad nos abraza. El punto de luz inicia la acción. Un cuerpo en el suelo es un mineral que desprende un brazo de madera que a su vez tiene el ritmo de los caracoles. El monte se abre en su más elemental esencia, el cuerpo teatral late. Los que presenciamos la obra tenemos que adaptarnos, pues nuestra captación de lenguaje está ametrallada de fugacidad, de ritmo acelerado, de vertiginosidad y chisme: lo que ahora vemos en escena es todo lo contrario. Es lentitud, es calma, es hondura, es verdad. Es un cuerpo que se
yergue o se arrastra y es todo lo que lo rodea, los elementos escénicos y los imaginarios. Las imágenes no están servidas ni son explícitas como las que nos disparan las pantallas, acá, en este raro simbolismo comunicativo que es el Teatro, lo que sucede puede ser captado y redimensionado por nosotros.
Si no hubiese sabido que la obra bucea en el universo de Horacio Quiroga, igual hubiese visto la
historia de un hombre que vive en la selva, enredado de razón y locura, como la barba en su cara.
Un hombre que se estremece en los mitos de la selva y se deleita en los acertijos de la razón. Un
hombre de cuerpo enorme y delicado que se consume en el fuego hecho de la leña de ese monte
encendido con el papel de sus libros. Pero vi mucho más que eso. Vi un trabajo teatral de suma delicadeza, donde nada se apura, donde los textos son lanzados desde los rebotes internos de un actor que se entrega a la escena y al manejo de dirección, porque esos estados, chango, no se consiguen solito. Se vive el trabajo de dirección y actuación en cada metáfora teatral.
Este tipo de trabajos, más siendo unipersonal, creo que se emparentan mucho con los libros. Uno
imagina mucho más de lo que ve, de lo que lee, el mensaje, la imagen, no está servida, requiere de
nuestra recepción interior para ser completada y amplificada. Podría enumerar muchas acciones, textos, texturas, momentos de la obra. Pero no la quiero spoilear. Sin embargo, desde mi propia subjetividad, vi algo de todo esto:
Un hombre que en un rancho misionero delira entre libros y árboles.
El cuerpo de ese hombre atravesado de metáfora teatral.
Los felinos ojos de ese hombre que nos saltan en medio de la noche escénica.
Ojos ardientes como dos brasas negras.
El pecho crudo. La barba mítica. Las largas piernas. La copiosa imaginación.
La luz y la oscuridad: sus infinitas fronteras.
La bestia mitológica del monte gaucho: altos zapatos de troncos, enmarañada cabeza de tigre.
Esa bestia me sacude, me arrastra en su pesadilla, me llena de júbilo y exaltación.
La hamaca de madera que es carretilla y es otra bestia cornuda.
Las pesadillas no soñadas del monte de Quiroga.
El silbido de ópera. La vibración del colibrí. El texto reapareciendo con energía de chakras.
Los pequeños altares de libros y palabras sabias: “El esclavo sueña como esclavo”.
El largo sobretodo que es quien le reclama a lo social su caduca conveniencia.
Los vestuarios que aportan textura y locura.
La lluvia de textos sobre la cabeza ardiente.
El tiempo tergiversado: lento, detenido, infinito, presencial.
El tronco de madera y la tacita de loza: lo inquebrantable y lo fútil.
El hombre gravitando el desequilibrio, con su pantalón montero y su faja ancestral.
La oscura lluvia de la memoria milenaria.
El latido de los insectos que de la jungla saltan al espíritu y de allí al intelecto.
Un actor que es una bestia que embiste.
Un actor que es un fino entramado de filigrana.
Una obra que nos acerca y nos junta.
Imágenes oníricas, metáforas hechas de cuerpo, luz, sonido y vibración.
El teatro me vuelve a demostrar que como puente de comunicación es ancestral y milenario pero
también moderno y futurista; que aunque estemos adobados de multi-imagen instantánea y
panorámicas explícitas, siempre tendrá el lugar de ruptura, acercamiento y penetración que
también tienen los libros, las pinturas, la danza, el canto, es decir las expresiones primarias,
cuando está hecho así: con profunda búsqueda creativa y experimentación de calidad.
Contacto
Síncope Blanco
Ficha Técnica
Dirección y dramaturgia: Cecilia Bolis
Actúa: Gustavo Maffei