Cuentos | Transcribo una novela corta - Por José Sainz | Ilustra: Leo Montes

para imprimirla y regalarla porque no se consigue y no quiero regalar mi ejemplar. También es un ejercicio para descubrir las curvas del idioma del libro a través del movimiento de los dedos. Intento que se me filtre el ritmo del autor, voy buscando el fantasma de su desplazamiento por el teclado. Escribe como un ninja, ocultando la respiración detrás del ruido ambiente. El relato parece superficial pero construye el detalle con discreción y pequeños indicios, busca en silencio la grieta de luz que amplía el universo de golpe. El texto trabaja con el artificio al descubierto y al mismo tiempo es lento y real como las nubes de un salvapantallas. La voz del narrador es calma. Es la voz en off de un tercero contando la vida en diferido. Un viaje largo sin música. Avanza, se detiene un momento, respira, cuenta otra escena, vuelve a detenerse. Se mueve a través de la elipsis, a los saltos, como si se le hubiera tildado el joystick de la teletransportación. Puedo hacer eso, pienso antes de dormirme. Seguir una historia sencilla por algunas páginas sin querer demostrar nada, contar algo sin mirarlo de todos lados ni queriendo atajar todos los efectos o las miradas posibles. Puedo hacer eso, escribir capítulos cortos y cambiar de página aunque sobre mucho espacio en blanco. Contar una historia y punto. Transmitir sensación de dominio en el vacío. Escribir cuarenta, cincuenta páginas hasta la mitad o poco más que la mitad, no tenerle miedo a quedarme callado cada tanto. Llego a imaginarme el par de párrafos que va a tener cada capítulo y cómo se distribuyen en la página, su dibujo espacial. Esa historia va a generar un interés para seguir leyendo, va a interrumpir el tono obsesivo y dramático del resto de los textos de un libro que no existe. Puedo hacer eso. O puedo mezclar la novela que transcribo y no decir que no es mía. La primera noche el personaje duerme mal y al otro día miente.

Transcribo una novela corta | Ilustración: Leo Montes

***

Te voy pasando textos por debajo de la puerta. Los meto en un sobre con tu nombre y los tiro en el palier o en el buzón de tu edificio. Me tengo que conformar con dejarlos en la planta baja y esperar que nadie los agarre antes que vos.
Te voy a contando cosas de a poco.

Cuando nos vemos, los textos no están entre nosotros.
No hablamos del tema.

Todavía no sé de qué se tratan. La historia, si es que hay una historia, una relación entre un texto y otro, existe únicamente en estos papeles, no la interrumpimos con comentarios y discusiones.

Tengo que buscar la manera de darle sentido a las últimas frases del conjunto disperso que te mando de a poco, tengo que inventar algo que se integre naturalmente al final, que no sé cuándo llega pero va a decir:

«Afuera es de día pero casi no se nota.
Hay agua en el aire.
Fuera del sueño, llego a ver cómo se forma un relámpago.
Al cielo se le abre una grieta diminuta, justo en el centro de mi ventana, que se ramifica en cámara lenta.
Ocurre apenas abro los ojos y no sé cuánto dura. Parece un documental.
Después explota y por un momento lo único que hay es el reflejo de la luz que se deshace.
Parece que va a entrar por la ventana, que va a caer donde estoy acostado.
Me caigo de la cama para protegerme.
El relámpago termina en un trueno, se quiebra lejos de mí.
Duermo sentado en el piso, entre la cama y el armario, frente a la magia del desastre.

La noche siguiente, la luz de la puerta de tu edificio titila como si no pudiera terminar de romperse.

No podemos adivinar la conducta ni los motivos. No sabemos por qué se prende o se apaga, qué lógica sigue si es que sigue alguna.

Quedamos cubiertos por la intermitencia del latido. Todo es más fácil cuando no te alcanza».

 

Transcribo una novela corta | Ilustración: Leo Montes

 

[Texto incluido en la cuarta revista de El Corán y el Termotanque, edición Abril/Mayo 2016]


 

 

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