El 10 de Noviembre de 2001, en el partido de despedida de Diego Armando Maradona realizado en la Bombonera, el mejor jugador de todos los tiempos nos dejó una de sus frases célebres: «El fútbol es el deporte más lindo y más sano del mundo. De eso que no le quepa la menor duda a nadie. Porque que se equivoque uno…eso no tiene por qué pagarlo el fútbol. Yo me equivoqué y pagué. Pero, la pelota… la pelota no se mancha».
Desde los feminismos decimos que las únicas Iglesias que iluminan son las que arden. Y eso no va necesariamente en contra de la fe ni de las creencias populares. Aunque sí es un claro y radical cuestionamiento a la Institución clerical, y con ella a todos sus dogmas y fundamentalismos. Imaginensé pues, que si nos metemos con una institución milenaria a la que oran miles de millones de personas alrededor del mundo, es porque estamos, como se dice ahora, apuestas a todo.
Y en ese todo, mal que les pese, también entran Dios, el Diego, el fútbol y el mundial. Porque si allí hay política, y negarlo sería absurdo, entonces también hay lugar al poder, al conflicto y a las disidencias.
Volviendo a la célebre frase maradonianales aclaro dos cuestiones. Primero, que como les digo una cosa, les digo la otra. Y segundo, que voy a discutir todo (Cristi dixit).
Entonces, como les digo que el Diego es el mejor jugador de todos los tiempos, les digo también que la pelota sí se mancha, que tiene muchas manchas de mierda y muchas otras de sangre. Y que así como ante la violencia policial decimos que no es un cana que se excede, sino una institución que está podrida, cuando hablamos de las violencias en el fútbol, debemos decir que no se trata sólo de un hincha o de un jugador, sino de toda una institución.
Quizás haya que aclararlo. No creo que el fútbol sea tan sólo un juego, un deporte, una pasión, un sentimiento. Es todo eso, pero también es una institución, un mercado, una industria. Erigirlo en «lo más lindo y lo más sano del mundo», indefectiblemente nos conduce a acallar o menospreciar todo cuestionamiento o crítica que apunte a la violencia sistemática que habitan sus tribunas y alrededores, a las mafias que hicieron de los clubes sociedades anónimas dedicadas al lucro, a las relaciones carnales con las redes narcos y de explotación sexual, a los modelos perversos de éxito profesional que hacen de los pibes objetos para la compra y venta, al machismo y la misoginia que sigue haciendo del futbol profesional patrimonio masculino, a la homofobia y a la cultura de la violación naturalizadas que hacen de la homosexualidad, el sexo oral o la penetración anal, expresiones de odio y humillación hacia el rival.
Y Diego, o Dios, o como nos guste llamarle, es expresión de todo lo bello y mágico que tiene este juego, y de todo lo perverso y dañino que puede ser ésta industria y la cultura que la reproduce. Santificar al fútbol, santificarlo a él, nunca salvó a nadie de ninguna mancha.
«Lo popular» es con nosotrxs
Las críticas al Diego, como las críticas al fútbol, son muchas veces leídas como críticas gorilas. La ecuación es sencilla; el Diego y el fútbol son pasiones populares, su cuestionamiento es irremediablemente anti-popular.
Seré conspirativo pero esta ecuación, de tan sencilla, se me antoja sospechosa. ¿Qué estamos blindando con esta reacción repulsiva a la crítica?, ¿Qué nociones estamos construyendo de «lo popular»? ¿Qué fronteras de inclusión/exclusión estamos delineando en torno a «lo popular»? ¿Qué condiciones hay que cumplir para estar adentro?
Para convidar una posible definición al respecto, apelo a las reflexiones de un par de compañeros: «lo popular es un campo contradictorio y heterogéneo. Está habitado por las predisposiciones que contribuyen con la reproducción del sistema de dominación como también por aquellas que lo cuestionan (…) Toda política que tenga como horizonte la transformación radical de la sociedad debe cabalgar sobre esa contradicción y transitar una región borrosa, remisa a los purismos metodológicos y las rémoras dogmáticas» (Mazzeo y Stratta, 2007, citado en Fabbri, 2013).
Si el campo es contradictorio, entonces, así como no podemos ver sólo mierda, tampoco podemos ver sólo belleza. Por cierto, tampoco creo analítica ni políticamente productivo ver la mierda como anécdota o la belleza como adorno, para conceder a nuestrxs interlocutores/as que «algo de eso también existe», cuando no tenemos disposición alguna a hacernos cargo de ese «algo» que no nos cabe o conviene aceptar.Si vamos a cuestionar la pretensión de purismo, entonces, que sea el ajeno pero también el propio. En lo personal, no me simpatizan los discursos que desprecian los gustos y pasiones populares, menosprecian a simpatizantes y consumidores/as reduciéndoles a reproductores/as sin poder ni agencia, y ven conspiración y manipulación en todo fenómeno masivo que no merece su líbido. Menos aun cuando la falta de interés propio se traduce en el deseo de abolición del interés del otrx, o en la desaparición de su «objeto de deseo».
Situando aún más las coordenadas de la polémica, no me simpatizan los discursos que desprecian el interés en el fútbol y el mundial, que creen que sus hinchas son una masa amorfa de primates envasadxs al vacío, ven en el mundial una cortina de humo funcional al proyecto de las clases dominantes, y que derivan de todo ello que lo mejor que puede pasarnos como pueblo es perder y quedar afuera.
Me encantaría creer que las clases dominantes nos oprimen sólo un mes cada cuatro años, o que despiden y reprimen trabajadores/as sólo durante los 90 minutos que rueda la pelota, o que al perder un partido las masas canalizaran su ira hacia la toma de los medios de producción, pero nada estaría indicando que esa sea una lectura pertinente.
Por otro lado, me resulta igual de forzado el purismo inverso, que romantiza a quien goza con el mundial de fútbol por su comunión sensible con las pasiones del pueblo, y sentencia al ostracismo del campo nacional popular a quien no cree que la pelota sea una hostia.
En ese campo popular, también habitamos (y militamos) sujetxs que somos rivales en cualquier cancha, incluso en las de los equipos a los que alentamos, porque somos esas fugas de la heteronorma sólo nombradas como insulto. En ese campo popular habitamos también las pibas, las maricas, lxs gordxs, los «discapacitadxs», a lxs que nunca nos eligieron para ningún equipo. En ese campo popular habitamos también los que ponemos los huevos y los ovarios en otros juegos, en otras canchas, en otras pasiones, porque no pudimos o no quisimos, o porque simplemente así se nos dio la gana. En ese campo popular estamos quienes queremos discutir y transformar «lo popular», para que sus elementos conservadores y reaccionarios no sean inocentizados como componente natural.
Pedro Lemebel, en su Manifiesto, se dirigía a sus camaradas revolucionarios en nombre de tantos niños que nacerían con una alita rota. Y Pedro quería que vuelen, que la revolución les diera un pedacito de cielo rojo para que puedan volar.
Quienes reclamamos que el fútbol se haga cargo de sus propias manchas, de su sangre y de su mierda, queremos un pedazo de cancha donde poder jugar. Y también queremos, y exigimos, que se corran un poco del centro de la cancha, así otrxs podemos jugar, con nuestras reglas y a nuestros juegos.
Por último, les dejo esta reflexión de una jugadora distinta. No la dedico a mi señora que está embarazada y me mira desde casa, ni a mi viejo y mi vieja, ni a todos los que me conocen. Va para los compañeros que, mientras las pibas y lxs feministas jugamos el mundial del aborto legal, sólo ven cortina de humo, mientras cuando juegan sus partidos (o incluso los miran por TV), ven las madres de todas las batallas.
La jugadora se llama Virgine Despentes, y siempre la clava al ángulo: «Hace falta ser idiota o asquerosamente deshonesto para pensar que una forma de opresión es insoportable y juzgar que la otra está llena de poesía».