Crónicas | Gente que baila - Por Lino Gutiérrez

Tengo que escribir sobre lo que hice el sábado a la noche. Algo que podría resumirse en una frase: salí a bailar. Pero acá lo que interesa es a dónde salí. Y no porque haya sucedido nada extraordinario, una vivencia o situación absolutamente por afuera de cualquiera de las anécdotas de cualquiera de las noches de un cualquiera semejante. Visto desde esa implacable rigurosidad que requiere el ejercicio periodístico, nada distinto a eso que sucede las noches que se va a bailar sucedió. Lo cierto es que era el Cumbia Club en la Sala de las Artes y que tocaban bandas y que iba gente a bailar y que entre esa gente estaba yo.

Fue el fin de semana del día del amigo, por lo cual, había una comida previa. Y afuera: plena crisis y la visita de Christine Largade, la directora del FMI, y la reunión de Finanzas del G20 en Bariloche y las fuerzas de seguridad reventando a palos y tiros a los mapuches para pacificar la zona con el objetivo de que el encuentro transcurra con normalidad y el presidente pueda confirmar la confianza y la decisión que 48 horas más tarde aduciría al anunciar que las Fuerzas Armadas podrán intervenir en la seguridad interna para combatir al narcotráfico y al terrorismo, y que eso que rompe la base de la democracia argentina sería hecho por decreto, y que el todo por el todo es una expresión que parece quedar chica. Pero lo que sucedía es que nosotros fuimos a bailar y que, ahí adentro, eso otro no sucedía.

Entonces comimos y después salimos. Y en esas tramitaciones fueron pasando algunas horas y mientras estuvimos en el Cumbia Club tocaron tres bandas. Así que desde la dureza del dato tendría que decir que esa noche tocaron solo esas tres bandas que yo vi. Quiero decir, que experimenté, que puedo contar por estar corporalmente verificado y bailado. Esas bandas fueron Jarana Paraná, La Chichera, y el cierre de Homero y sus Alegres. A las tres las había visto en otras ocasiones. A Homero y sus Alegres en varias, cuando tocaban en sótanos para la peña de una organización estudiantil, o en las calles de los carnavales, o en las fiestas que empezaron a proliferar y ganar espacios en los salones de los clubes de barrio, en Distrito Siete, la Asociación Japonesa, en el sindicato de Canillitas, hasta la presentación que hicieron en el Galpón de la Música junto a Los Palmeras.

Foto: SINESTESICA

Fueron esos años, los últimos, digamos, siete años, que se fue armado esa movida de la cumbia rosarina y de las bandas jóvenes y de las fiestas y los encuentros y reencuentros policlasista con la cumbia, lugares políticos, lugares lúdicos, lugares festivos, la cumbia en las movidas de la noche rosarina, la cumbia como lenguaje de ciertas noches, la cumbia ampliándose e incorporando y mezclando. Quiero decir: estábamos en el exWillie Dixon de Pichincha.

Entonces, ese sábado a la noche que salimos y –esto fue metódicamente chequeado- tocaron Jarana Parana y La Chichera y cerró Homero y sus Alegres, y estábamos en el exWillie Dixon que ahora se llama la Sala de las Artes y que tiene algunas refacciones y te venden la cerveza en un vaso que no llega a medio litro a 80 pesos y los baños están considerablemente en condiciones.

Pero como no pasó nada significativamente particular como para rescatarla entre cualquiera de las otras noches, por fuera de eso que particularmente a uno le pasa, porque tenemos que ser objetivos y escribir periodísticamente lo justo y necesario, y por qué no lo más obvio, tengo que decir que estaba con dos amigos, llamémosles A y B, y que A estuvo casi toda la noche más para allá, y que B más para acá, y que en un momento A hizo algo, o fue B, pero no importa, hicieron eso, o dijeron eso, y entonces fue raro porque A, o B, cualquiera sea, no solía hacer o decir esas cosas, o algo por el estilo. Y alrededor la gente bailaba y miraba hacia el escenario y en el escenario había cuatro adelante y las tres percusiones detrás y parecía que había demasiada luz. Y después cambiaron las bandas y la gente siguió bailando. Y en ese baile colectivo, lo que se generaba es una sensación de alegría y comunión que volvía prescindible el exterior. La música retumba y me muevo levemente, con movimientos escleróticos. Bailo, igual. Alrededor también bailan. Más adelante, cerca del escenario, se bailaba más. Más atrás, la gente está más quieta, balanceándose. Debajo del entrepiso, agrupados contra la barra, algunas mesas, restos de comida, vasos a la mitad, y algunos de esos grupos bailando en rondas.

Homero y sus Alegres es una de las bandas que vienen tocando y renovando la cumbia y las noches y esa noción de fiesta que se modela, se practica, se baila. Fusión de ritmos y trayectorias. Despliegues actorales. Acaparamiento de la escena, contagio: acá hay gente que baila. En el escenario dos conductores, ella gritaba, él ponía voz grave.

Foto: SINESTESICA

Después me enteré que se trataba de La Deisi Show, descripta como ícono de los suburbios del oeste rosarino. La «Diosa del verbo amar/odiar (dependiendo de la medicación)». Presentaron a las bandas y después bailaron en esa especie de balcón al costado del escenario. Pasaron al frente dos veces, porque cuando llegamos Jarana Paraná ya había empezado. Pero esto solo es dicho a los fines de la labor periodística porque en ese momento nadie parecía darse cuenta de estos detalles o a nadie le importaba. Bailaban.

Se podría hacer una caracterización sociológica de los asistentes a la fiesta, y referirse a la mutación de los espacios, la captación de un movimiento nocturno, la gentrificación de la cumbia, la clasemediatización de la cumbia, la transversalización de la cumbia, pero no, no es eso, son las transformaciones con las que fue creciendo la cumbia en la noche, eso sí, pero en su forma particular, en el show de cierre de Homero y sus Alegres, en los miles de pibes que ahí bailaban, sin variables y condicionamientos de clase, en ese fin de semana exacto de Rosario.

Foto: SINESTESICA

También los nuevos emprendimientos de la noche, la canalización de los flujos nocturnos, las políticas culturales conectadas a las reconfiguraciones del consumo, las distintas crudezas con que pega la crisis y el baile que lo hechiza durante unas horas. Es la cumbia que se toca en un determinado lugar, la fuerza de esa música compuesta de cuerpos que interactúan, de sonidos que bajan y de la banda en el escenario. Ese episodio ritual en el seno de la ciudad picante, en un lugar de por sí ritualizado: la transfiguración de esos rituales. Después habrá que salir al frío, volver, terminar la noche y comenzar la semana.

Pero eso no viene al caso, no importa, es lo de menos. Porque, como decía, a nadie parecían importarle esas cosas y en eso radicaba justamente lo bueno de esa noche y de esa fiesta. Se bailaba. Las bandas tocaron. Y se bailaba. En este lugar, la entrada no es barata, tampoco la bebida. Pero se entró masivamente y se compró, porque se bailaba, y eso era lo bueno. Por un momento, por unas horas, el baile exorciza los demonios, los hace mover, y la ciudad no parece la misma. Menos mal que existe la cumbia.


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