Cuentos | Menta - Por Maru Sartori | Ilustra: Jota

Aimeé está en ropa interior en la cocina, chupando pastillas de menta, esas triangulares recubiertas de azúcar que venden en cualquier kiosco o en cualquier almacén. El último recurso para refrescarse en el borde de la media­noche. El último intento del día por sentir adentro suyo alguna pequeñez salvaje. De pronto, se sobresalta. Corre hacia el cuarto de los niños. Los cuatro duermen, envuel­tos en toallas mojadas. El sonido metálico del ventilador se confunde con el ruido de sus miedos. Se acerca a la cara brillante de cada criatura para corroborar que exhalen la hebra de aliento que les haya quedado después de varios días con cuarenta grados de sensación térmica y un único ventilador para toda la casa. Son cuatro soplos que pare­cen decir el infierno.

Habría que dormir porque a la mañana, bien temprano, empezarán a chillar por leche y pan y porque no se puede ir al trabajo así de agobiada. Pero no es tan fácil en medio de esa espesura. En la radio suena el himno nacional, a ella se le convierte en arena el grito sagrado. Por fortuna, enseguida la emisora le regala una voz intensa como una cás­cara de durazno a punto de dejarse caer del árbol. «Zarcillo de arena/ contame la pena/ tu pena de arena/ no vale la pena». ¿A quién le contaría que no le pasa nada a lo que la gente llame «algo» y que esa nada es su arena?, ¿con qué palabras confesaría la vergüenza por una pena sin valor y sin nombre?

En puntas de pie se acerca al baño. Se lava la cara. El per­fume sencillo del jabón le genera un placer inmenso. Amaga dirigirse a su habitación pero vuelve sobre sus pasos, atraviesa la cocina y sale al patio. Pisa el césped buscando otra frescura. Se recuesta en la reposera de lona rayada blanca y amarilla. El amarillo ya casi no se distingue. Los pies se complacen frotando el pasto. Los arbustos y los frutos per­manecen inmóviles. El mundo entero parece detenido. Ella no. Piensa en su Antonio, allá, en medio del río, haciendo volar los anzuelos, luchando ferozmente contra la fortaleza y la agilidad de los dorados, ganándoles, matándolos a pala­zos para matarle el hambre a las cuatro criaturas después de la veda de pesca y para juntar con ella las cuotas atrasa­das del alquiler. Lo piensa hachando árboles para hacer un fuego que bendiga la bravura o apurando un vino que sepa ahuyentar los gualichos de la noche. A la noche misma le pide ella que se lo cuide a su Antonio y que regrese pronto y sano para salir en el furgón por acá a vender los dorados y después estarse en casa con ellos.

En la habitación el hijo mayor abre los ojos:

—¿Estás despierto?—, le susurra al hermano menor.
—No.
—Tonto.
—Vos más. ¿Qué querés?
—¿La viste a mamá cuando entró?
—No, estaba dormido denserio.
—Tiene la panza hinchada.
—¿Y qué?
—¿No entendés?
—No.
—Que me parece que tiene otro hermanito.
—No puede ser.
—¿Por?
—Porque me dijo que yo siempre iba a ser el más chi­quito.
—Te mintió, bobo.
—Mamá no miente.
—Todos mienten.
—Mamá no.
—Mamá también y tiene un hermanito, vas a ver. Ahora dormite si podés.
—¡Malo!

La madre cambia la quietud del patio por la de su dor­mitorio. Se acuesta en el medio de la cama para achicar la ausencia pero el cuerpo enseguida busca lo que tiene su forma. 7.15 suena el despertador. Prepara el desayuno. Despierta a las criaturas. Beben leche con miel y pan con manteca. Los deja en la colonia municipal y se va a traba­jar. Pasa la jornada sin penas ni glorias ni olvidos. Regresa a casa. Prepara el almuerzo: pescado, para recordar a papá que pronto estará volviendo. Hay un trozo de dorado sobre la mesada, hermoso, más brillante que las frentes de los niños. No puede dejar de pensar en él pegándole el palazo seco. «Casi siempre es certero pero alguna vez puede fallar», dice siempre Antonio. Piensa en la vez que falla y el pez queda tremendamente dolorido, agonizante pero no muerto y sin saber esperar el golpe fatal. El dorado ahora está en una bandeja. Aimeé corta un limón y después otro. Los exprime sobre la carne de pescado y sobre sus manos para que no se le impregne tanto el olor a río. Después deja correr el agua sobre ellas. El agua se va, los restos de limón también, el río no, se queda en las palmas con la intensidad de una tortura.

Por la tarde hay que entretener a los niños. El calor no cede. No queda más que dejar correr el agua otra vez. Una manguera, un balde, un fuentón y dos vecinitos parecen alcanzarles. Ella los mira desde la ventana de la cocina. ¿Por qué no correrá así la sangre por mi sexo?, ¿por qué no tuve el coraje de cuidarme a escondidas este cuerpo que no da más?, ¿por qué no quiere entender que una criatura no es una garantía?, ¿con qué otro movimiento le explico el amor?, ¿qué es el amor, dios mío?, ¿no tiene orillas ni remansos? ¿No hay una línea donde el agua no ahogue a la tierra y uno pueda estarse ahí mirando el sol, por mirar nomás? Soy un pez que recibió el palazo fallido. Yo tampoco aprendí a esperar el golpe certero. Ni a darlo. Es que no es algo que pueda aprenderse. Espero al mismo sol que nos está matando y después a la luna reflejada en un río en el que no quiero mojar mis pies.

Menta | Ilustra: Jota

El sol aún no se repliega. Los niños beben jugo de naranja. Quieren pan con picadillo. Una de las criaturas pide que la madre lo deje abrir la lata. Que no, que sí, que te vas a cor­tar, que no, que presto atención, que bueno pero cuidado. El niño clava el abrelatas, presiona y, cuando ya casi termina la tarea, levanta la tapa de lata y aparece la gota de sangre y el llanto y el no es nada, el sana-sana, el ya pasó, y la curita con dibujitos y todos contentos otra vez. Están terminando de comer la merienda cuando escuchan una música que viene de la calle. Bombos, redoblantes, silbatos. La murga va acercándose a la casa, tanto que parece entrar en ella e instalarse sin pedir permiso. Los niños corren, atraviesan la puerta principal. La madre los sigue. En la esquina hay una camioneta con un acoplado gigante, lleno de bande­rines y de toda una serie de cosas coloridas. Alguien acerca una grada que funciona como escalera en la parte trasera del acoplado. Un señor saca de no se sabe dónde un megáfono. La voz gigante invita a los chicos del barrio a participar de la kermés ambulante organizada por la comuna del pueblo. Promete diversión y premios. Los niños ya están trepados al acoplado; Aimeé, parada en la vereda. Todos los carteles con los nombres de los juegos escritos en letras mayúsculas parecen gritarle algo a ella. Rueda de la fortuna: se siente el track track de la madera hasta que se detiene en el casillero sin premio. «No importa, igual te ganaste un chupetín por participar». Premio consuelo. Cupido: tiro al blanco. Una nena tensa el arco, dispara y la flecha se clava en el corazón de telgopor. Una bolsa de caramelos recompensa el amor. Tumbalatas. Latas de arvejas, de choclos, de salsa de toma­tes agrios. «Pensá en algo que te dé rabia y tirá la pelota». La rabia siempre tiene cara infantil. El recorrido termina con La pesca del día. Hay un tacho lleno de agua. Los peces de goma eva flotan agonizando en la superficie. Aimeé ve a su hijo más pequeño haciendo la fila para jugar. Le llega el turno. Le pasan la caña. Tiene que embocar el anzuelo en alguno de los diminutos ojos calados de los peces. El tacho es más alto que él. No alcanza a verlos. Se para en puntas de pie. Ciego, tira con toda su energía el hilo transparente hacia atrás, luego hacia adelante. El anzuelo plástico se mete en el agua. Entonces hace un movimiento seco hacia arriba. Nada. Se enfurece. No quiere soltar la caña. Un hombre le pide que deje jugar a los otros chicos. No quiere. «Los peces nos salvan», dice siempre su padre. Él quiere sal­varse de algo, como cualquiera. Intenta nuevamente. Nada. Entonces deja la caña en el piso y avanza con pasos largos hacia el tacho. Se agarra del borde. Se trepa. Dobla la cabeza hacia el agua.

—Bajate. Te damos el premio igual.
—Yo no quiero el premio. Quiero el pez.

Se aferra con una mano y con la otra intenta atrapar alguno. El niño está hipnotizado ante los peces de mentira. La madre no reacciona. Le dicen que lo baje, que se haga cargo, que a ellos no les corresponde, que prefieren no tocarlo. «Se va a caer con tacho y todo», grita el hombre del megáfono. La madre permanece en la vereda. Se queda un rato más mirando el cuerpo descabezado del hijo. Parpa­dea varias veces y corre hacia él.

Regresan a casa. Una a una, van bañándose las criaturas. Después ella. Hay que ir a comprar frutas y verduras. En la lata queda un billete de cien pesos. Faltan dos días para que regrese Antonio y cinco para que ella cobre su quincena. Hay fideos, arroz y lentejas, piensa. Lo estira y están salva­dos. No quiere pedir adelanto. No quiere pedir fiado. Sale de casa con un nene en cada mano. Los dos mayores se que­dan mirando una película. Que se llenen de algo hermoso, piensa, mientras les acaricia las cabezas a modo de saludo. En la verdulería no puede resistir la tentación. Busca el momento en el que los ojos de las verduleras anden lejos, elige un melón, aprieta el punto duro, se lo lleva a la nariz y siente un tirón en el ombligo.

—No se pueden tocar, Aimeé. Ya sabe… se pudren.
—Disculpame, es que es tan lindo…
—Discúlpeme usted pero lo va tener que llevar esta vez.
—¿Cuánto cuesta?
—Veinticinco pesos. Es rocío de miel ese.
—Bueno, lo llevo… Y dame dos atados de acelga… dos cebollas…— va sumando mentalmente— no, dame una nomás… un kilo de tomates maduritos, para salsa, de esos que están en oferta… un pimiento… y cuatro bananas.
—¿Va a hacer salsa con este calor?
—Dicen que mañana refresca.
—Ojalá. ¿Algo más?
—A ver, sumame.
—Noventa y ocho.
—Listo. Me quedan dos pesos. ¿Me das un poquito de menta? Se me secó la que tenía en el patio, ¿podés creer?
—A veces pasa. Sale cinco, el atadito. Te anoto los tres que faltan. Me los traés cuando puedas. Por tres pesos…
—Sí, por tres pesos…

Regresan a casa. Otra vez hay que prender las hornallas, poner el mantel, servir el alimento, lavar los platos y respirar todo el aire que se pueda para pensar en el desayuno del día siguiente. «Queda leche para mañana, para pasado no. Si no hubiera tocado el melón… Bueno, por una vez que tomen té no se van a morir».

—¿Ya se enfrió el melón, mamá?, dice uno de los niños
—Sí, pero lo dejamos para mañana.
—¡Dale!, una tajada finita para cada uno.
—Sí, está bien.

Los mira, ahí están las cuatro sonrisas de cáscara de melón. La belleza visual del día. Al rato, otra vez a mojar las toallas y estrujarlas para tratar de respirar. Una, dos, tres, cuatro veces los puños se cierran sobre las telas y las retuercen con una fuerza que sólo ella sabe de dónde viene. Después los arropa con esa humedad, lleva el ventilador al dormitorio, lo enciende para ellos, los besa y se queda un rato parada frente al viento.

Ahora está en la cocina buscando aire en la ventana. Hay cuatro mochilas colgadas en cuatro sillas. Tres están vacías, del bolsillo de una se asoman unas antiparras. Recuerda que tiene que descolgar las otras toallas y guardarlas en ellas para la mañana siguiente. Sale al patio. Las toallas tie­nen formas de ponchos con capuchas. Por la tarde las ten­dieron ellos. Pusieron un broche encima de cada capucha, para sujetarlas a la soga. Se impresiona, parecen ahorcadi­tos. Espanta la imagen con un sacudón de cabeza y se acerca al limonero que les da frutos durante las cuatro estaciones. Arranca dos y vuelve a la mesada. Elije una cuchilla, le mira el filo, corta los limones con ganas, los exprime, el jugo cae en el fondo de una jarra, le agrega agua, menta y hielo. Lo revuelve con una cuchara de madera. Con la misma fuerza con la que estranguló las toallas. La música que hace la madera contra el vidrio despierta a una de las criaturas. Siente cómo da vueltas en la cama. Enseguida distingue que otra hace los mismos movimientos. Quiere respirar hondo. El aire se le estanca en la garganta. Pone azúcar en un plato, moja el borde de un vaso y lo pasa por los granos dulces. Se regala ese detalle. Ocupa el lugar de Antonio en la mesa. Llena el vaso. Bebe un trago largo, una hoja de menta se le pega en el paladar y se le escapan los ojos otra vez por la ventana. Cuando regresan al vaso, encuentran una mosquita de la fruta, preciosa, pequeña, ahogándose en el refresco. Amaga salvarla. Se frena en seco. Y siente un placer impronunciable


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