La sala de espera del Teatro Odiseo tiene algo de viaje en el tiempo. Tapizada con alfombra, se ilumina con unos tachos de donde salen luces naranjas y azules, partes de una lámpara de pie que seguramente tiene un nombre específico que desconozco. Como nunca, llego temprano. Vine sola y lo que mejor puedo hacer, dadas las condiciones, es observar como si formara parte de toda la ornamenta. De las conversaciones de los bancos dobles que hay alrededor me llegan retazos de historias protagonizadas por un jefe de la CIA, por apellidos de los nadies y por algo relacionado a la serie de Luis Miguel que asombra a todos los que participan de la ronda. El rompecabezas del ambiente se completa con una música que, desde un equipo de música reproductor de CDs, lo llena de secos estertores. Como un duende que en la sombra / más la busca y más la nombra / Garúa / Tristeza / Hasta el cielo se ha puesto a llorar. Una voz de mujer interpreta un tango. Me quedo un rato en los vaivenes de esa agonía que por un momento pienso que me gusta y me pierdo imaginando una ciudad que no es esta en un tiempo que tampoco es ahora.
Intento buscar alguna pista de qué es lo que estoy por entrar a ver. Las paredes me responden con pósters de otras obras a estrenarse o en cartel, recortes de diario con reconocimientos o noticias de presentaciones de alguna obra. Me detengo a mirar un pañuelo de las madres con la inscripción Nunca Más que está en el vértice de uno de los transparentes, registro el pañuelo verde que llevo en la muñeca y los dos me devuelven a mi tiempo. Dan sala y, mientras nos acercamos a la puerta, toco el folleto de la obra que tengo en el bolsillo, lo miro. Proyecto Báratro en negro sobre un fondo blanco y una boca abierta que gira. Gira y se expande y parece que algo dice, o grita. Es tiempo de que la opinión pública comience a vomitar se lee como única bajada. Las luces se apagan.
La primera imagen es una composición de tres espaldas y una mujer de frente que empieza a cantar. Dos de quienes no nos miran se dan vuelta y con un histrionismo que vibra entre tanto silencio comienzan una escena que se irá desdoblando en varias capas con distintos matices de producción y efectos. Son jóvenes, profesionales, emprendedores. Ofrecen y describen sus atributos, se venden. Nos presentan a un CEO, descontracturado, fresco, exitoso, buen administrador de las cosas, que está por tomar el mando de una empresa; y a una periodista que surca las aguas del periodismo objetivo, ese de los datos. Producido con hechos, hechos concretos que pueden, sin embargo, tergiversar, ensombrecer o criminalizar a pedido, porque dicen que en esta nueva etapa será un éxito el periodismo complaciente e ignorante.
Ambos hablan, sonríen, se apuran en comentar sus muy y tantas superioridades, bondades, méritos y los cuantiosos proyectos a concretar. Repiten frases como lluvia de inversiones, cambiar es posible, las cosas no llegan si uno no se esfuerza, volver al mundo. No repiten nada en realidad, lo dicen por primera vez, pero es evidente que a muchos nos resuena como reiteración o como pesadilla.
El flamante CEO es entrevistado. Tiene una sonrisa blanca que le recorre toda la cara y que me ahoga, pero parece que vende. «La apariencia cotiza alto». Cuenta que vino a encauzar un tren que iba rumbo a chocar, una empresa dilapidada por más de una década, abarrotada de trabajadores que se empecinan en entorpecer los planes de dar un pequeño paso todos los días para construir la realidad que soñamos. En fin, los mismos inconformistas de siempre que a fin de cuentas solo están pidiendo un poco de pan. El CEO nos ofrece un futuro que empieza en un aquí y ahora por decreto, liso y ordenado, sin arrugas, sin preguntas y, si es posible, sin personas. Algunas sobran. Estorban, también, algunos pedazos de país, excedentes de un pasado que pesa y en donde no hay nada que nos sirva en este presente plagado de posibles bondades. Provincias que se pueden rematar al mejor postor, un ruido de fondo que necesita encontrar una estrategia para hacerlo desaparecer, una receta dice el CEO que se necesita: una tragedia y que sea bien nacional.
Algunos ríen. A mí se me entrecruzan imágenes llenas de cinismo y terror. Quiero frenar y pedir que por favor paren. Logran el efecto. La tercera espalda de aquel principio permanece sentada. Se tapa los oídos, pareciera que tampoco soporta más. Se desplaza por el escenario recreando distintos planos en una monotonía de sucesión implacable que no da tregua y que, a la superficie tersa e impoluta, le opone una pesadez que no puede rematarse en una jornada de operaciones de bolsa, un lodo que no es fácil de limpiar -sólo- a fuerza de repeticiones. Aparece, ahora, en el centro de la escena, tiene la visita de quienes no fueron invitados, pero que, de todas formas, se sientan como si fuesen iguales. No tan cerca porque para ser como ellos hay que tener méritos acumulados. Le proponen un intercambio. Tiene la posibilidad de su vida ante sí: pertenecer. Despojarse un poco del polvo mugriento de vivir donde vive y de pensar como piensa y esforzarse lo suficiente para llegar a donde se quiera, aunque lo único que pueda desear es retener al menos lo que a fuerza de palos en la rueda consiguió. Un voto de confianza, sólo eso le piden a cambio porque les encanta la concordia y el diálogo, pero tampoco pueden permitir que se crea que tiene derecho a algo más que permanecer en silencio durante ese momento efímero filmado para un talk show en donde dicen que vinieron a hacer las preguntas que les dijeron que hagan.
Las inclemencias del tiempo se evocan para explicar por qué el entusiasmo devenido en extorsión es una tormenta pasajera. El viento se lleva la algarabía de los negocios a otro lado y el terreno pulido de rugosidades se reseca. De las rajaduras surgen preguntas y el CEO, que sentencia que no vino de otro plantea, ya no convence.
Hay algo que incomoda, una voz que no se escucha pero que permanece latente. «¿Los nombres dónde están?» expulsan desde algún lado. El CEO ya no seduce, pero insiste: no importa, la historia siempre cuenta que al final todos morimos. No todos. Igual, nada que perder, dice esa sonrisa ahora no tan blanca, los seres humanos no tenemos memoria del dolor.
Proyecto Báratro bien podría ser el nombre de una máquina trituradora de carne de la que se quiere salir metiendo el pie cada vez más adentro. Parece que durante todo el rato alguien se levanta y pregunta por esas bocas que algo quieren decir o gritar. «Trabajadores nada más, lo que sorprende es como todavía quedan tantos».
Contacto
Grupo Chatarra De Osamentas Teatro
Teatro Odiseo
Ficha Técnica
Fotografía: Lu Iturbide
En Escena: Nahuel Soria, Clara Cichillitti, Marce Serrichio, Gabriel Zapata,
Diseño de Arte: Mauro Rici
Dirección: María Cecilia Borri