Lecturas | «En el umbral», de Van Cez - Por Noelia Natalia

El fondo de las cosas

  

El fondo de las cosas no es la vida o la muerte.
Me lo prueban
el aire que se descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias que acomoda el silencio
y esta mirada mía que se da vuelta en el fondo,
como todas las cosas que se dan vuelta cuando acaban.

 Y también me lo prueba
mi niñez que era pan
anterior a la harina,
mi niñez que sabía
que hay humos que descienden,
voces con las que nadie habla,
papeles donde el hombre está inmóvil.

 El fondo de las cosas no es la muerte o la vida.
El fondo es otra cosa
que alguna vez sale a la orilla.

Roberto Juarroz

Creo que la obra de Van Cez bien podría abrirse y cerrarse con el mensaje que guarda el poema de Juarroz. Creo, además, en esta novela como necesaria y también en el ojo crítico y en la proyección «Glocal» de Le Pecore Nere.

Podría hablar de las sensaciones que me produjo leer las diferentes versiones de lo que finalmente nació como En el umbral, porque tuve la suerte de ser una de las lectoras de la obra casi desde su primer final, y es verdad que fue mutando y eso fue lo interesante también, porque todo producto debe ser pasado por un tamiz, ya lo decía en un poema Martí: «todo, como el diamante,/ antes que luz es carbón» y porque además me parece la forma más noble y responsable de encarar el «hecho literario». Pero quiero decir en verdad qué es lo que creo que hay que destacar en escritores jóvenes como Van Cez y es el compromiso y el respeto hacia ese objeto cultural de incalculable valor que todos conocemos con el nombre de literatura.

En el umbral presenta un mensaje que va más allá de cualquier personaje o historia y es el cómo hacer para llegar a entender ese «fondo de las cosas» del que habla Juarroz. Creo que la novela logra interpelarnos, desde el comienzo, en ese punto, por medio del uso del lenguaje cotidiano, poético y filosófico.

La autora profundiza la línea argumentativa iniciada en «Días domingo», relato que inaugura su libro de cuentos publicado por Río Ancho en 2013, intitulado Sirena entre los dedos, donde podemos ver el germen de lo que serán el Pitu y la Bebe y también el vínculo a la vez estrecho y estridente entre niños, ancianos y muerte.

El personaje más anciano, la Bis, comparte el poder de la locura con la abuela del cuento «Círculos rectos», en el que una niña va a visitar a sus abuelos a Los Nonos (Córdoba) y el encuentro con ellos supone una serie de hechos inesperados. Sin embargo, si bien en el cuento no se sabe por qué la abuela se volvió loca y quiere matar, aquí, en la novela, creo que la locura funciona como un medio para la «iniciación» que reciben los niños a los rituales familiares. Así como también creo que en la figura de la Bis se encarna la esencia del patriarcado, inevitable para esa generación de principios de siglo veinte, por los modales a la hora de comunicarse, por la reverencia y las atenciones que tienen los adultos para con ella, por la forma de interceptar a los niños, entre algunos ejemplos.

¿Quiere descansar?, le gritó la Abuela cerca del oído.

Estoy vieja pero no sorda, dijo la Bis.

Nosotros nos retorcíamos de risa en el sofá-cama verde, tapizado recientemente con una frazada. La Bisabuela miró alrededor, eligió una silla y se sentó con lentitud. Suspiró. Mate, gritó, y no supimos si era una pregunta o una orden. Ya le traigo, dijo la Abuela y salió disparada a la cocina a preparar todo. Mamá fue a ayudarla. El Abuelo se sentó al lado de su madre y le palmeó las manos arrugadas. No tenía anillos ni collares ni aros. Sólo dos trenzas grises que casi tocaban el suelo. (P.83)

En el prólogo que escribe Alma Maritano para Sirena entre los dedos, señala que los personajes (en casi todos los relatos) oscilan entre niños y viejos, como dos polos de experiencias mágicas que le dan todo el sentido a la locura. Y agrega: «lo esperpéntico se une apretadamente a la inocencia o a la ternura y la ignorancia opera como un equivalente de pureza». En este sentido se retoma otra vez la locura, sinónimo de sabiduría ancestral, que recae sobre los menos contaminados, los niños, quizá de una forma un tanto abrupta, pero como modo de transmisión al fin. Y en ese espacio que se libera, en esa brujería que se prolonga de una a otra generación, la novela da lugar a uno de los mejores pasajes de esta historia que es cuando la Bebe y el Pitu son «iniciados» por la Bis en ese ritual (sagrado) de mariposas negras que salen y entran de la boca de la anciana, en una danza chamánica, o esperpéntica, al decir de Alma, contada por la voz de la niña.  Y es que en ese umbral del «des-cubrir» o del «mostrar» (que proviene del verbo latino «monstrare» y que a la vez da origen al sustantivo «monstruo») se abren las imágenes de la Bisabuela detrás de la cortina anaranjada. Y de cada detalle de infancia se aprecian los personajes en su recorrido sensorial, en esa materialidad que de tan precisa se nos mete de lleno en el cuerpo y los vemos, pero también los olemos, los masticamos, los sentimos, al leerla.«El Umbral»m de Van Cez | Editorial: Le Pecore NereNo es novedad decir que Van Cez tiene un gran manejo de la prosa poética, lo vemos no sólo en el uso de las comas, sino también con el efecto de las oraciones cortas y el acceso a descripciones de planos detalle (en el sentido fotográfico del término). Lo mismo sucede con las historias que nos cuentan los narradores: las que viven los hermanos y la que escribe Gaby, casi como en un doble ejercicio de reconocimiento del Ser, como aquella parte de la historia en que la Bebe le dice al Pitu que repita tantas veces su nombre como sea posible hasta que deje de tener sentido. Y en este fluir de las palabras y el nombrar, se enlazan las preguntas sobre el Ser y la Nada que atraviesan toda la obra. Esto nos permite sentir lo que viven los personajes en el cuerpo y en la mente: miedos, emociones, recuerdos, elucubraciones, dudas y contradicciones.

En algunas escenas del reencuentro entre Gaby y Luis, el silencio es el motor del relato y para esto la autora hace uso del fluir de la conciencia, entonces los diálogos dicen poco o nada, porque el sentido está puesto en lo no dicho, en lo que subyace, en los fantasmas y en las contradicciones, en ese miedo a no poder decir, a no poder entrar en el otro, en ese fondo de las cosas, al decir de Juarroz…

De rosas, humedad y cementerios

Poco a poco conocemos las rosas y la humedad. La humedad de la siesta, después de la lluvia, cuando la tierra perfuma el barrio y las abuelas se quejan de dolores musculares, por costumbre, por quejarse de algo nada más. Y las arañas negras amarillas rojas grandes pequeñas peludas salen de sus escondites y se muestran brillantes terribles y hermosas, como diciendo mírennos, acá estamos, va a llover. (P.19)

Toda la novela está atravesada por ese sentir de rosas, humedad y cementerios. Desde el relato de la infancia (que conecta, al mismo tiempo, con los personajes de «Días domingo»); desde la muerte que sobrevuela la atmósfera de la primera a la última página; desde el final del cuento «Arañas» (también de Sirena entre los dedos) que pareciera nutrirse aquí de un desenlace épico, cual justicia divina, por la niña, las arañas y la lluvia.

Si hay algo que conocemos de principio a fin, algo que nos inspira el más profundo respeto, el más inexplicable espanto y la más sólida de las desilusiones, ese algo es nuestra casa. (P.34)

Finalmente, la Casa, ese lugar al mismo tiempo sagrado y siniestro; a la vez vía de escape y conducto directo hacia lo inefable: el reflejo, los Sombra, los perros asesinos, el arsenal de seres indefensos condenados, la imposibilidad de de-volverlos, el sentimiento de crueldad y temor que se impregna, como la humedad, en la visión de esos niños para siempre y que luego se traduce en los gestos de esos hermanos ya adultos: en los silencios y en los secretos, pero también en la perspectiva que implica el paso del tiempo, los mates compartidos y la palabra.

Con esta novela corta, Van Cez va más allá de los límites genéricos: por la poesía que es origen y el cuento motor, por proyectar lazos entre obras y por no ceñirse a un formato a la hora de decir; en este sentido y volviendo al principio, resulta, para mí, una novela necesaria.


En el umbral, de Van Cez. Le Pecore Nere, 2018.


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