Kwai Chang Caine - Por Pablo Bigliardi

Desde los cinco o seis años Kwai Chang Caine, visita la peluquería. Toca la puerta, espera y cuando le abrimos habla bajito y despacio para vender curitas, toallitas de esas amarillas que usamos como trapo rejilla, pilas, biromes, etcétera. El sobrenombre devino de haberlo observado bajo todas las condiciones del clima con su cabeza mirando hacia algún lugar neutro cercano al suelo. Podía pasar horas en ese estado mientras corríamos por la peluquería para atender a nuestras clientas. Apenas abríamos la puerta, Kwai Chang Caine se activaba de su letargo de lagartos y exponía ensayos tipo perorata con el discurso suave (o más apagado) del clásico vendedor callejero sobre dos paquetes de pilas a precios de oferta, más uno de pañuelos.

Me gustaba asociar a los héroes de mi infancia cuando veía a Kwai Chang Caine esperando su turno para hablar, él sabía que estábamos trabajando y creía verlo a Carradine sentado en el desierto, rodeado de dunas, tomando un té a lo mejor con un amigo como Cráneo cuyo otro amigo era nada menos que Corto Maltés. Si alguno de mis compañeros abría la puerta él se limitaba a decir dos o tres palabras cortas aduciendo que hablaría solamente conmigo. Desde su primera visita hasta la actualidad el que siempre había tratado con él era yo cuando mis compañeros no tenían mi paciencia. Su manera de expresarse abundaba en gesticulaciones tanto agudas por su voz fina acomodada con algunos cortes de sonidos secos, como motrices: movía los hombros y manos acompañando con ecos pausados. La forma en la que se inclinaba al estilo oriental para escoltar sus palabras fue determinante para el sobrenombre. Su frase clásica se iniciaba con el «usted sabe que hoy…». Otras veces usaba la de las situaciones directas: «mire, hoy vamos a acomodar la pieza en donde vivo con mis hermanos y necesitamos… ». La de los viajes a Villa Gobernador Gálvez era imperdible por las peripecias en el colectivo que concluían en que el dinero no le alcanzaba para llegar, o luego de haber matado a todos los parientes ingresaba por el intersticio de la última cláusula disponible: los hermanos que se enfermaban, él solo a cargo y las sarampiones variaban en los pedidos como las eruptivas para rellenar excusas.

Cuando era chico iba a pedir sólo dinero y siempre le daba monedas. A veces su cara de desesperación anunciaba con palabras cortas que una suma de diez o veinte pesos le serviría para paliar los problemas de los interminables sepelios con los que convivía. El corte de cabello costaba cinco pesos, por eso mi economía no podía superar una propina de más de dos o tres monedas de un peso. Entonces Kwai Chang Caine enfermaba a una tía y contaba con detalle minucioso el proceso de la enfermedad hasta el deceso o la cercanía del mismo. Si la enfermedad era larga saltaba su rutina quincenal para ir una vez por semana. Mató a más de veinte incluidos cinco abuelos y nunca estuvimos convencidos de que Kwai Chang Caine tuviera tanta cantidad de parientes.

Cansado de darle el improductivo dinero semanal, lo amenacé con que debía ofrecer algo para vender o intercambiar. Lo que se ofrecía eran pañuelos descartables o lapiceras entre las miles de ofertas que la ciudad de Rosario exhibía en cantidades enormes de vendedores callejeros. Para su suerte, en esos días del año 2000 en que la Argentina se iba a pique por una de sus tantas crisis económicas, yo estaba fastidiado por una impresión negativa. Le había comprado a un vendedor ambulante veinte lapiceras por temor, porque entraba abriendo la puerta con violencia, amenazaba a las clientas para que le compraran y se iba enojado. Su sistema de persuasión culminó cuando decidimos poner llave y todos debieron adaptarse al nuevo procedimiento de tocar la puerta para ingresar. Sistema que funcionó hasta la actualidad y continúa renovándose cuando la cerradura no da más de tanto uso y debemos cambiarla. El vendedor agresivo dejó de visitarnos por el cansancio de esperar en la puerta a que le abramos y Kwai Chang Caine recibió nada menos que veinte lapiceras como inversión inicial. Le dije que la mitad de la ganancia en ventas la guardara para comprar más mercadería y que con el resto tratara de mantenerse. También le sugerí el precio estimativo por lo que había pagado al agresivo.

Foto: Carlos Conde

Un día que llovía entró al local por primera vez. Le dije que se quedara un rato hasta que escampara. Le pregunté si no quería cortarse el cabello. Luego de sus movimientos, gesticulaciones y onomatopeyas, Kwai Chang Caine accedió. Gracias al sistema de intimidad que genera un corte de cabello cuando el cliente pide, el peluquero ofrece y el método artesanal transita por cercanías y afinidades, me enteré de que Kwai Chang Caine se llamaba Martín. Y cada vez que Martín hablaba, se daba vuelta dejándome con la tijera cerca de un ojo, o con el peligro de que la máquina de cortar subiera los bordes más de lo conveniente a lo establecido y le quedara desparejo. Debía aclararle que yo lo escuchaba bien desde el lugar que me tocaba y que el espejo ayudaba a visualizarnos. Pero no hubo caso y me atrasé más de la cuenta mientras las clientas esperaban a que Kwai Chang Caine terminara con su exposición gesticular. Le pasé la medida tres de máquina por la nuca y laterales para ganar tiempo y en cinco minutos corté a tijera y peine la parte de arriba usando algunos toques desmechados porque Kwai Chang Caine era joven, merecía algo moderno, pero se estaba quedando pelado y caí en la cuenta de que llevábamos mucho tiempo de negociaciones. Nos conocemos de la anterior peluquería, la de Roca y 27 de Febrero en donde habíamos cumplido nada menos que diez años de alquiler y calculaba por su edad que las visitas de Kwai Chang Caine, se habían iniciado en 1998.

La actualidad nos encontró a ambos en un local amplio, más elegante y cerca del centro con las posibilidades de contar con mayor afluencia de clientas que esperamos desde el año 2006 hasta el presente. Las nuevas dimensiones me permitieron agregar una gran biblioteca que acabó desbordando de libros de tal forma que los dressoir sostenían otra cantidad importante o más a mano de las clientas. Por eso Kwai Chang Caine nos visitó a la semana siguiente trayendo una caja cuyo contenido eran nada menos que cinco libros. Uno de Beto Casella, otro de Norma Aleandro, el tercero de Stivnsn (como diría el abuelo JLB) de una colección de Clarín. El cuarto de «Lengua y Literatura 3» de Kapelusz y el quinto era de una selección de notas de la revista «Sur» hecho por el Centro Editor de América Latina. Me los regaló como compensando el corte. Aclaró muchas veces que el corte y nuestros negocios lapicereros, pileros o pañueleros no debían asociarse, palabras textuales. Deduje que el sistema de trueque a Kwai Chang Caine no lo convencía. Tampoco se le había escapado ningún detalle del interior que a lo mejor siempre había querido visitar y los libros habían caído en su órbita de gesticulaciones.

En la charla del segundo corte preguntó por Rowling y Tolkien, que si yo tenía esos libros, él los vendería en la calle y que por supuesto (ademanes acentuados), me daría la comisión correspondiente. Hoy vino con su mochila, gesticuló sus palabras y sacó un pack de pañuelos descartables por setenta y cinco pesos y si agregaba una lapicera redondeaba todo en cien. Cien pesos equivalen a cuatro pesos de la época de crisis del 2000. Cuando acabé de entregarle el billete me dijo que estaban acomodando la pieza con una mesita de luz nueva, que con ese dinero yo lo estaba ayudando «usted sabe…». Antes de decir chau, preguntó de vuelta por los autores ingleses. Le dije con pesar que nunca había tenido en cuenta al Harry, ni a los anillos, que tampoco me convencía esa literatura pero que preguntaría para conseguírselos. «No importa, usted sabe, son para vender» dijo con certeza.

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