Llegamos a Londres a las once de la mañana. Era un día soleado, de luz amarilla y cielo celeste. Teníamos hambre, mucho hambre por las horas acumuladas en el viaje, y la ansiedad de comer un plato típico. Entramos a un restaurante que quedaba cerca de la plaza central. Era una especie de cabaña de forma rectangular, con mucha madera y piedras en su construcción, un ambiente impecable aunque austero. Nos atendió una mujer gruesa, de unos cincuenta y cinco años, con la boca pintada y unos aretes pequeños que relucían en sus lóbulos. Llevaba el cabello corto y vestía como una mujer de mundo. Nos dijo que era temprano y le rogamos, le suplicamos por lo que tuviese para servirnos, cualquier cosa. Nos trajo dos porciones de humita, no de chala: dos platazos con la deliciosa mezcla de maíz, zapallo y otros secretos que lleva la receta. Eran deliciosas, diría las más deliciosas humitas que comí en mi vida. Tomamos una botella de vino de uva regional y pedimos postre que consistió en unos trozos de queso de cabra con dulce de membrillo e higos acaramelados en un borde del plato. Pagamos muy poco en comparación con lo que sale sentarse a comer acá.
Cuando nos íbamos la mujer empezó a conversarnos. Nos contaba de las mineras de alrededor y de la contaminación futura y presente. Se preguntaba si la Madre Tierra es capaz de limpiarse por sí sola o si el agua en su canto puede purificarse de los venenos vertidos. Todas preguntas de ese tipo que no terminábamos de saber si nos las hacía a nosotros, a sí misma, o a quién.
Salimos escoltados por ella y nos rogó que la acompañásemos a dar una vuelta alrededor de su predio. Detrás el restorán se abría un jardín, resplandeciente en ese momento por la luz que caía vertical. El calor y la fuerza del sol no terminaban de molestar a la naturaleza reinante. Era más bien como que la detenían en la eternidad del presente. Las piedras se recalentaban y los árboles se curvaban un poco pero se notaba que emergerían aún más voluptuosos e inhiestos después de la hora sin sombra. Las flores o frutos de cada especie parecían no darse cuenta de la luz. La tierra estaba en calma. Las montañas, los picos de las montañas y volcanes, mucho más allá, suspiraban su presencia milenaria. No había una sola nube.
La mujer caminaba al lado nuestro y nos hablaba. Nos pidió que bajásemos hasta el sendero de parras a recoger unas uvas que quería regalarnos. La seguimos y caminamos bajo las uvas criollas, dulces y maduras, entre hojas enredadas y algunas abejas zumbantes. Hablaba del origen de ese pequeño viñedo casero. Nos contaba, como diluyéndose en el tiempo, la asombrosa adaptación de la vides a estas tierras, de las pestes que habían ido haciéndolas adaptar cada vez más al terreno y de allí saltó a las guerras. Contó que era esta la tercera ubicación geográfica de Londres. Antes y al principio por supuesto comarca. La gran guerra de los cien años que azotó la comuna recién fundada, segunda más antigua del país. La guerra que los originarios de la zona desataron contra los invasores de más allá del mar. Nosotros la escuchábamos en silencio, diciéndole sí, sí, o no, no, con la cabeza según ella nos interrogase ante alguna de sus exposiciones de la historia. Sin embargo decía que no entendía cómo un pueblo que resistió tanto y tan ferozmente, pudo ser casi barrido de su propia superficie.
Iba poniendo los racimos negros y verdosos en una caja de cartón. A veces tomaba delicadamente unas uvas con sus dedos y las llevaba casi hasta nuestras bocas donde antes las agarrábamos para comerlas por nuestros propios medios. Eran deliciosas. Más sabrosas que las que compramos en el súper. Habló un rato y con detalles algo confusos sobre el asedio de los Calchaquíes a Londres; sobre las tres fundaciones del poblado original y una y otra vez volvía sobre la bravura de la gente de esas tierras originales y de su incomprensión ante el barrido de su estirpe.
Decía que el desarraigo es algo difícil de asimilar. Después que llenó la caja casi hasta el borde, volvimos al frente del local caminando entre las hierbas silvestres casi todas medicinales. Cuando subimos al auto la mujer quedó a un costado haciéndonos señas amistosas. Nos instó a que volvamos por allí y nos recomendó no perdernos el museo mineralógico. Un perro le hacía compañía moviendo la cola a su lado, ella con la mano caída le tocaba el lomo y con la otra en alto nos saludaba. El camino era de pedregullo entonces avanzábamos muy despacio. Así la veíamos en los espejos retrovisores poco a poco achicarse hasta perderse de vista. Un cartel rezaba sobre nosotros: «Gracias por su visita a Londres».