La semana se apaga y comienza a la vez. En ese ínterin, nuestro cronista entró al teatro y después de refregarse los ojos un par de veces, sacó el anotador. En sus intentos por descifrar la obra llegó a Molière y a la comedia francesa. Nos había dicho que venía con ganas de escribir, así que ordenó los papeles y largó todo lo que sigue.
Por Nahuel Rey | Especial para El Corán y el Termotanque
El domingo hacía frío. Me había quedado dormido con la ropa puesta y el jogging arrugado todavía tenía olor a cama. Había intentado no conminarme a la soledad y desde el momento en que me ofrecieron la obra hice dos intentos fallidos de ser acompañado: mi mejor amigo prefirió el ruidoso estreno de Game of Thrones y mi novia me dijo que sí, pero no.
El domingo hacía frío y era mi último día de vacaciones. Si los sábados encarnan la manía juvenil de vivir, leer, comer, jugar al fútbol y hacer el amor, los domingos a la tardecita siguen siendo el terreno fértil para el recuento de lo no realizado, el cliché de lo no acontecido y, con suerte, una pequeña crisis existencial que se mezcla desde el mediodía con la sobras del asado y los restos del sol.
Con ese trasfondo, me tomé un taxi hasta Espacio Bravo. El registro que me había quedado del teatro estaba teñido de cierta oscuridad. El fondo de ladrillos grises limitando circularmente un espacio reducido, estrecho, íntimo, había sido impregnado por los fragmentos de la última obra que había visto ahí. Devastadora, trágica, inentendible: un llamado a la angustia. Y me entusiasmaba la idea de acompasar una experiencia similar y terminar de dotar al domingo de su plena oscuridad.
Atravesé el tumulto de gente y me anuncié en la mesita. La chica me dijo que me tenía anotado para dos entradas y le dije que sí, pero no. Quedó expectante un segundo; tenía un corte hípster, de mirada profunda. Yo estaba de jogging y no me dió para explicarle lo de Game of Thrones. Resolvimos con la entrega de un numerito como los de la verdulería y un folleto estridente, de dibujos impresos, de colores pop. «Compañía Teatral Piripiitifláuticos» presentaban «El Medico a Palos». La dramaturgia de Molière era dirigida por Julieta Pretelli. Y los actores eran un dibujo pop.
Un último encuentro con el frío de las 20 hs, me fumé un cigarrillo y volví para sumarme a una incipiente fila informal. La chica de la caja cerró la puerta de entrada con llave y nos empezamos a mover para ingresar. Me acomodé en una silla de la segunda fila y parsimoniosamente el público se fue repartiendo, ocupando hasta el último lugar. Unas cincuenta personas, vestidas de domingo a la noche, se consolidaron en lo que fue una sala llena.
Música de piano y cinco halos de luz blanca que iluminaban a los cuatro actores sentados en cajones de madera, inmóviles, en el fondo del escenario. Las máscaras, que escondían las narices y los pómulos, hacían resaltar los delicados rasgos de la única actriz que estaba a cara descubierta. La sala se oscureció y quedaron congelados, con la mirada fija, en silencio. Y quebrando la inmovilidad y el vacío inaugural entró el quinto actor, arrastrando de manera payasesca un tronco de utilería, quejándose con ruidos, empuñando un hacha de gomaespuma que se doblaba. Dirigiéndose al público de manera histriónica, exagerando los movimientos, impostando la voz y, sin pausa, empezó a sostener un monólogo ininterrumpido, sin cortes, oscilando en su volumen y llegando, en algunos pasajes, a lo estruendoso y vociferante. Desde el encuentro a solas con Bartolo, el leñador, que inicia la escena, hasta el cruce con su mujer que lo interrumpe en una interpelación que concluye en una pelea mano a mano, empezaron parasitar, en la prolijidad del texto y el ritmo acelerado de las escenas, una serie de chistes matizados desde el “un caloooor” viral de Anto y el ruido de un pedo de vieja hasta el ataque con un aduken mode on Street Fighter. Durante todo ese primer tiempo yo no entendía que estaba pasando. Y me descubrí pensando, ya suscitadas las escenas inciales, “¡Ahhh, esto es una comedia!” Dos horas después (habiendo leído una reseña en Wikipedia que signaba a Molière como el padre de la comedia francesa; escuchando una entrevista a Lucas Aquino que decía que la gente salía feliz del teatro y mirando una versión gallega de la obra en YouTube), entendí que era un idiota. Molière, padre de la comedia francesa. “¡Ahhh, esto es una comedia!”. Si, idiota, era una comedia. Y en un proceso de depuración que duró lo que duraron esas dos escenas iniciales me despojé de la perspectiva misántropa y oscurecida de los domingos a la tardecita para poder entrar. Dejé el jogging con olor a cama, los restos de la obra trágica, las expectativas del drama acuciante, el último día de vacaciones, la premier abandónica de Game of Thrones y el sí, pero no. Una vez depurado, entré. Y me empecé a reír.
Joaquín Aira se ve poseído por Bartolo de una manera juguetona. Con rasgos andróginos, a cara descubierta, porta la belleza del niño maníaco que llega al cumpleaños de algún amiguito y a los cinco minutos ya está transpirado, sucio, agitado y pidiéndole Coca-Cola a cualquier extraño. De manera plástica, el despliegue corporal estuvo ajustadísimo a la expresión de un texto que va del tono fuerte y sostenido a la hora de eslabonar la coherencia tramática, hasta el delirio, la boludez y el sin-sentido de los reductio ad absurdum. Y el sostenimiento de la escena se hizo en un ritmo frenético, en un tiempo sin escansiones, en algo que arrancó y que fue deslizándose de manera fluida, oscilando en pequeños letargos -que permitieron apreciar la fuerza de los aspectos técnicos que lo sostienen- pero sin detenimiento, sin ruptura, con cero margen para la búsqueda del meaning of the meaning. Aira concentró todos los rasgos expresivos del personaje cómico: fue el borracho confundido, el adolescente torpe y reprimido, el hombre que porta un saber errático y se ve constantemente sumido en el malentendido, el altamente excitable que se cachondea siendo extrovertido y, también, el que pide silencio para interrumpirse, haciendo ruido.
Así, Bartolo es la referencia más firme en el suceder de las escenas, sosteniendo una identidad que no muta, que no se desvanece, con una constante recurrencia. Y tanto Aira como Sofía Colusi, que interpretó a Paula, la mujer que ha crecido entre algodones y pétalos de rosas, invadida por un desborde histérico abismal, resultan hermosos. Parecen portadores de los rasgos más finos, de una simetría estética excepcional. Y esto, porque las máscaras de los actores que sí mutan, que encarnan a dos personajes en el devenir de la historia, son asimiladas orgánicamente y se volvieron parte de sus caras en la interpretación. Ana Salinas se presenta deformada cuando se presta como la mujer de Bartolo. Gringa, torpe, fabulera, brilla en una mirada salvaje, impregnada de un enojo histórico, buscando la afrenta, el resarcimiento confuso y la mezcla desproporcionada de una justicia necesaria con la venganza personal. Y le bastó con sacarse la máscara para hacer el salto que hay desde ahí hasta la nodriza coqueta, juguetona, de una histeria que enamora. Con una feminidad impostada, disfruta lo cómico del caos y va de lo sumiso y atento a la noviecita que no se casa y busca ser reconquistada. En el mismo registro, Lucas Aquino e Ilya Miljevic se ven sometidos al abandono del personaje inicial y sus retornos son en otros ropajes. Hermanados, comenzaron interpretando al dúo de sirvientes que se construyen entre la confusión de los que no terminan de entender de qué viene la cosa y se entusiasman, deviniendo niños alterados o retrasados agresivos. Aquino encarna a Lucas desde una arista simiesca, siendo el mono detenido en la vía de la hominización, que repite las palabras, festeja entre gemidos y tiene un acceso directo a la violencia, de la cual retorna sin registro de su precipitación. Jinés, su compañero en la servidumbre, se arma desde la torpeza del simplón, que busca la aprobación de los demás e intenta salir de la boludez de manera airosa. Lucas deja de ser Lucas y muta radicalmente en Sebastián. Le alcanza con una peluca y algunos rasgos homoeróticos para improntar un personaje que nada tiene que ver con el anterior. Y Miljevic desaparece como Jinés para encarnar al rey engañado, endurecido, limitado por su espíritu conservador que logra ser el centro en el ruido despliegue de su constante estado de enfermedad y malestar.
Todo se sucede entre los efectos musicales que logran los actores que no están en el foco. Mueven la escenografía reducida a su mínima expresión, cantan al unísono en la transición de una escena a otra, se desplazan en la totalidad de un escenario que no se termina de limitar a lo largo de la obra y se lo ve divertidos, enérgicos, potentes e imparables.
La obra termina con una cumbia grupal, todo se resuelve, no queda ningún cabo suelto, nadie quiebra y, si bien el concepto de la obra en relación al engaño y la sanción de los valores desde los estereotipos sociales está ahí, no me fui a casa pensando. Me fui suelto, relajado y sonriendo.
Contacto
El médico a Palos
Espacio Bravo Teatro
Ficha técnica
Actúan: Joaquín Aira, Lucas Aquino, Sofía Colusi, Ilya Miljevic y Ana Salinas.
Dirección: Julieta Pretelli
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