Estábamos todas. Sí, todas. En el parque, de noche. Estábamos todas, o por lo menos algunas. Carli me venía diciendo hacía un montón que me sumara, que dale Loli, te va a gustar, vas a ver. Y yo sabía que me iba a gustar, un poquito al menos, pero nunca podía, tenía esto o lo otro y nunca me podía hacer un hueco. Carli, siempre cómplice, me decía que bueno, que sí, que otro día, Loli, otro, no pasa nada. Pero también, porfiada, todos los miércoles me volvía a invitar. Y entre los no, los no llego, los no me da el cuero, ese día, finalmente, dije que sí.
Ahora estábamos todas, o casi todas. Y seguían llegando. La primera que conocí fue a la Negra, una morocha lindísima. Tenía la piel suave y firme y medía como un metro ochenta. Tenía también unos rulos gruesos que con ella cayeron cuando se agachó para atar la bici al poste que estaba en el medio del parque. Después se prendió un cigarrillo. Me dio risa y le dije, pero ahora vamos a jugar al fútbol. Sentí los ojos de Carli que miraban al río pero que igualmente se avergonzaron un poco de mí. La negra solo dijo, el vicio es el vicio, como confesándose, y después me preguntó mi nombre. Loli, dije, casi susurrando. La Negra, ahora, tan hermosa, me daba un poco de miedo. Después llegó Maru, nos saludó con un abrazo muy fuerte. Ella traía la pelota. Pensé que nunca había tenido una en mi casa, quizás porque siempre fuimos todas chicas. O porque no había mucha plata. Pero los pibes de a la vuelta estaban igual, o peor, y tenían. Maru puso la pelota en el pasto y la pateó contra mí, dijo que empezábamos haciendo pases porque no tenía ganas de correr, hacía mucho frío. Me sonrió. Loli, ¿no? Me gusta, dijo. Ahora yo le pasaba la pelota a ella y me sentía bien, no sé cómo ni por qué, pero me sentía bien. Ella tenía el pelo lacio y muy largo, atado en una colita bien alta y tirante. Movía los brazos, saltaba como si estuviera saltando la soga. Hay que moverse, dijo, hoy vamos a hacer una cancha grande.
Éramos varias ya, había pasado un rato y ahora estábamos en una ronda. Cuando me puse atrás de Carli para recibir el siguiente pase, vi que en frente estaba ella, que sólo después supe que se llamaba Tati. Estaba parada muy derecha, pero con los hombros ligeramente encorvados. Tenía la campera puesta todavía, debía tener frío. Me miró también, y no sé si fui yo o el viento seco que justo pasó, que apartó la mirada muy rápido. Qué pensaría Nico, se moriría si me viera. Así, con las calcitas y la remera mangas largas. Cagada de frío, jugando al fútbol. En el parque, de noche. Cagadísima de frío, con el murmullo del río de fondo. No le había contado, no. Qué pensará Nico, pensé, y no tuve tiempo de ensayar una respuesta porque me llegaba la pelota.
Para dónde juega la nuevita, la Lolita, decía la Turca y se me acercaba, al mismo tiempo que bajaba y agarraba la pelota entre mis pies. Era chiquitita, flaca y caminaba lento. Me invitaba con la sonrisa bien ancha, con dientes grandes, y apretaba los labios cuando sonreía. Con vos, le dije, con un tono exageradamente despreocupado que, claro, dio el efecto contrario. Con vos, le dije, tan decidida que no parecía yo. La Turca sonrió, se daba cuenta de mi tonta impostura, pero sólo apretaba los labios y me palmeaba la espalda mientras yo le pasaba por atrás para unirme al grupo que se había acercado. Tati también vino para el grupo de la Turca, entonces era la última que faltaba y ahora estábamos todas juntas diciendo nuestros nombres y en qué posición jugábamos. A mí me daba lo mismo en realidad, pero pensé que si preguntaban en qué posición jugábamos, tenía que decir algo, así que defensa, dije. Y en seguida Tati pidió el wing derecho y entonces yo balbuceé, derecho, después de ella. Tati tenía los párpados oscuros y las cejas densas, pero en cambio sus ojos verdes vacilaban en esa turba oscura y definida. El pelito corto lo llevaba atado. Por la bufanda no alcancé a ver si le llegaba a los hombros. Qué pensará Nico, pensé. Porque claro, él con sus amigos todos los jueves, eh. Y que después la birrita y que después hablamos de las minusas. Qué pensará Nico, pensé y ya la Negra se me venía encima, era la delantera izquierda del otro equipo y yo la tenía que marcar. Venía con las piernas firmes, con los brazos decididos. Hacía mucho no jugaba y no me acordaba muy bien qué hacer, pero en un arrebato de destreza, con mi cuerpo chiquito y torpe, le saqué la pelota y se la pasé a Tati, que me veía desde allá. Sí, me veía, a mí. Con cierta expectativa y asombro. Cuando la agarró, se la sacaron a los metros y nos hicieron un gol. No me importó esa pequeña derrota. Cuando nos reacomodamos, se acercó y me dijo en voz baja, tranquila, después la cerveza es para todas igual.
Estábamos todas, sólo las mujeres. El cielo se empezaba a despejar y sobre el Paraná alumbraba una luna impresionante. Teníamos todo el parque para nosotras. Ahora Tati se había sacado la campera y llevaba una remera apretada. Me desconcertó un poco, no tenía tetas, solo se le asomaban unos delicados pezones a través de la polera. Y ahora caminaba más encorvada. Un poquito, apenas un poco. Pero yo podía notarlo. Verla correr era tan atractivo como verla esperar. Un poco jadeante, conservando la curva exagerada en su espalda. Y me enterneció, sí. Porque entonces la vi, renegando. La pelota me llegó de nuevo, y pensé, sí, es ahora. La mantuve un poquito, se me venía Maru desenfrenada y al toque Tati me la pidió. La pateé lo mejor que pude. Y justo antes de que Tati la agarrara, la adiviné en ese gesto que revela todo porvenir posible. No supe bien qué fue, pero lo vi. Medio tosca ella, todavía ocultando algo, pero mostrándome la contradicción en el cuerpo de querer que aun así lo descubriera. Ahora, quizás, podía verlo. Tenía el pelo más corto en realidad y se paraba muy parecido a Nico. Corría, raro, pero corría y eran un montón las otras y ella pateaba con las rodillas un poco juntas, pero pateaba, y la pelota revolvía una red inexistente. Metió un gol, habíamos hecho un gol y ahora venía a abrazarme.
Después paramos un rato. La Negra se fumó su cigarrillo, un par fueron a buscar agua a los bebederos y Carli decía que volviéramos a jugar, que se estaba enfriando. Tati pedía pañuelitos, se le caían los mocos. Podría haberle dicho que yo le daba y fingir buscar en mi mochila, pero no pude hablarle. Qué pensaría Nico, pensé. Sólo le sonreí desde el arco hecho de buzos. Después volvimos a jugar otro rato. Creo que nos metieron dos goles más. Pero no podía dejar de esperarla a la negra, con todo el descaro. Porque entonces yo le sacaría la pelota y se la pasaría a Tati, en quien ahora no puedo dejar de pensar, como en loop, corriendo, transpirando ese valle menudo. Porque quizás el gran esfuerzo que hacía para sacarle la pelota a la negra, que se me venía con todo el vértigo encima, sólo era para que Tati, unos metros más adelante, me nombrara. Quizás luchaba incansablemente con el temblor de mis piernas para que ella dijera mi nombre, me pidiera a mí y a nadie más la pelota. Para que gritara Loli, y entonces su lengua golpeara contra los dientes, escondida, y sus labios se arquearan eternamente en la o y dijera y gritara, y me nombrara, Loli.