El limbo en el que por error vivimos.
Es sábado. Es septiembre. Ya estamos aplastados por el calor y la humedad. Entrar a Rosario por Oroño hace que la ciudad parezca muy chica. Ni un alfiler más cabe dentro de sus cuatro o cinco bulevares. Nada entra, nada encaja, nada cuaja naturalmente. Todo hay que meterlo a presión en esta ciudad.
Humo es el nombre de la obra de teatro que se presenta hoy a las 21 en La Sonrisa de Beckett. Camino con paso apurado para llegar a horario. El teatro es puntual, dicen. No como los recitales. Se respira un aire con olor a quemado que viene de las islas. También el smog que dejan los colectivos que van y vienen, uno atrás del otro, en filita india, por los carriles exclusivos de calle Entre Ríos. Mucha gente no lo sabe o no lo quiere saber. El hollín se pega en los pulmones al igual que en las persianas. Humo. Rosario está hecha de humo, pienso mientras avanzo más rápido que el 135 con el que vengo jugando una carrera tácita.
La cola llega hasta la puerta y es difícil alcanzar el mostrador donde entregan las entradas. Trato de no pensar en el amontonamiento de gente que se entrevera con el calor y la humedad. Todo lo que entra se mete bajo presión. Acá estamos. Apelotonados. En filita india.
El espacio abierto y sin escenario de la sala resulta un gran alivio. La sala está a media luz, los espectadores se apoyan en las paredes o se sientan en canastita. Tres personas deambulan como sonámbulos entre la frescura y la oscuridad. De repente, los años 70. Los movimientos se funden en un sinsentido de cuerpos que buscan un espacio, y ya no son los actores. Es la historia que atraviesa los cuerpos con movimientos compulsivos, espasmódicos. Estos cuerpos también buscan un espacio en el tiempo, necesitan ser, decir, contar. Pero para eso primero necesitan nacer.
El origen siempre es atemporal. Y mítico. El director lo sabe y por eso la Luna, cuando se despierta, ilumina a una diosa que desde un caos de mierda le da inicio a la humanidad. Relaciones sexuales, necesidad de baile, poco pudor y mucho histrionismo en el comienzo de este mundo onírico creado por una diosa que gusta de coger con mortales. Los mortales somos nosotros, el público. Bien lo sabemos. La ansiedad y la expectativa se mezclan entre las risitas nerviosas. Caímos de rebote en este mundo recién creado. Estamos acá convidados al festín iniciático comandado por Euríptome en el cuerpo de Mauro que se transfigura. Baila, salta, coge, acaba, pare en un fuera del tiempo móvil y lleno de brillantina. Todo desde la altura de un cuerpo mutante. Pebetes. El mundo está hecho de pebetes de jamón y queso listos para ser devorados. Y nos reímos a carcajadas de nuestra pobre humanidad reducida a alimento de los dioses.
Bevilácqua, un cofrade mortal, se deshace de la placenta negra que lo envuelve para continuar con su objetivo, el único de su vida: vender unas pocas cosas que trae en su bolsa roja desde Unquillo. Bevilácqua nace a la muerte, desnudo y sin darse cuenta. Sigue intentando tocar lo que nunca tocó. El problema no es el infierno al que podemos nacer o morir indistintamente. El problema es el limbo en el que por error vivimos. Las coordenadas morales que nos atan las manos para que no puedan tocar aquello que deseamos, los cuerpos de los que no disfrutamos. Leandro le presta el gesto al personaje y ambos se desfiguran en un pedido de auxilio que conmueve. Un ruego que gira alrededor de la sala llevándonos en un remolino desesperado. Rojos y profundos, los ruegos piden un rescate imposible: el que nos salve de nuestra propia humanidad. Todo fue un error, dice la voz en off. Y en su miseria, de su miseria, reímos y volvemos al mundo.
Al mundo de mierda, creado con la mierda, de la nada. Un mundo donde no hay accidentes, no hay errores. No se pide perdón, porque no hay malos entendidos. Lo que sobra se destruye, sin remordimientos. Es una carrera en silla de ruedas por la supervivencia del deseo. Es yo o el otro. Y yo prevalezco, porque me río del asesinato de la paralítica. Me río de la fuerza y la certeza con la que se transmite la ira, el desdén, la necesidad de sobrevivir. No puedo dejar que me coarten las ilusiones. Como una araña que tiende sus redes con las puntas de las patas, Paula le presta las agujas de tejer a esta mujer de voz grave. La cara se desfigura, el cuerpo se retuerce. Ahora también es la madre. Me río sin culpa de lo grotesco del personaje, mientras mi boca profiere un no que no llega a negar. Es como entrever una verdad que se presenta cuando uno se va acercando a la risa del morbo hasta callarse y ausentarse de la propia miseria humana. Un no que descree del límite al que estamos llegando. Todos. Plácidamente, sin contradicciones. Y a carcajadas.
El calor levanta la humedad de los cuerpos. Llueven pijas por los parlantes. Pijas, pijas, pijas. Hermosas pijas por doquier. Pijas de todos los colores, de todos los tamaños, las hay como morcillas, las hay candorchas de un solo huevo, las hay colgantes. También están las pijas que no se quedan enroscadas adentro de los calzoncillos y salen por las noches al descampado. Lo oscuro no solo es la noche. La pija tiene cara de varón, gigante, viejo. Verde le dice la niña de bombacha roja. La niña que esconde un secreto. Así de solos estamos. Así de solos en la ciudad de la histeria. Pero hasta dónde puedo negociar mi humanidad con esta risa. Hasta dónde lo rojo, lo verde. La ola verde. Y se apaga el estallido, por qué no. No voy a negociar mi humanidad de la mano de lo perverso. Son los 80. La marea verde no existe. Solo la ola. Urdapilleta lo supo. Mauro lo sabe. Y entonces nos ponen en suspenso… ¿Hasta dónde? ¿Cuál es el límite? ¿Se mueve? Están los que se quedan riendo solos, expuestos en su miseria. No nos reímos de la perversión. Cuando cae la ficha, el silencio es sepulcral y entonces la congoja aplasta. No todo era sinsentido. Aunque continúe el absurdo.
Las luces se encienden. Los personajes se deshacen en seres humanos. Son otros. El fuego se apaga, la ilusión se rompe. Vimos la chispa que enciende la risa del morbo. Lo vimos apagarse, hasta callarnos y ausentarnos de la propia miseria humana.
Afuera el 135 sigue su carrera desenfrenada hacia la nada. Son las diez y media de la noche. Hace calor y la humedad aplasta. El humo de las islas se intensifica por una ventolina cargada. Toda la combustión fue ahí adentro. No fue gratuito: nosotros también somos otros. Ahora sólo somos hum(an)os.
(Intertexto: Las pijas. Alejandro Urdapilleta. 1994.)
Contacto
Ficha Técnica
Actúan: Paula Luraschi, Mauro Lemaire y Leandro Doti
Dirección: Mauro Lemaire
Diseño de vestuario: Agustina Lopez
Diseño de escenario: Danilo Fermin Molinos Arimany
Construcción de escenografía y asesoramiento técnico: Carlos Romagnoli
Diseño de Imagen y Gráfica: Leandro Doti
Diseño de Iluminación y Operación Técnica: Nacho Farías
Montaje de Luces: «La Sonrisa de Becket»
Música: Annie Loops
Asesoramiento Coreográfico: Elisa Pereyra