Sopló el humo del cigarro apoyado contra el marco de la puerta balcón del departamento que se asomaba a calle Miró y que en ese momento fungía de vivienda mía, lugar de reuniones varias y aguantadero para todo compañero que estuviera en la necesidad de un techo provisorio, y me miró como esperando una respuesta. Dio otra larga calada, apagó la colilla contra la baranda estirando su brazo para no exponerse del todo al frío y volvió a mirarme, cruzando los brazos sobre el pecho dando a entender que no tenía prisa y que iba a aguardar mi contestación todo el tiempo que fuera necesario.
Lo observé sin pestañear. Todavía no terminaba de dar crédito a mis oídos. Afuera era noche cerrada y todas las luces de los edificios cercanos hacía rato estaban apagadas. Sólo la débil bombita que se balanceaba sobre mi cabeza de tanto en tanto rompía la oscuridad y alcanzaba apenas a iluminar su rostro, lo que me hacía más difícil la tarea de descifrar si estaba intentando ser gracioso o si realmente se proponía llevar a cabo el plan. Sentado a mi lado, con ambos codos apoyados sobre la mesa y la cabeza reposando sobre las manos, Juan nos miraba alternadamente a ambos. Me recosté contra el respaldo de mi silla y crucé los brazos, imitando su postura en un intento de empujarlo a revelar sus verdaderas intenciones, pero él se limitó a seguir clavando su mirada en mi. Finalmente terminé aceptando que lo suyo iba en serio.
—Vos estás demente.
Carlos movió apenas la comisura de sus labios esbozando una sonrisa y se encogió de hombros.
—Eso no te lo voy a negar. Pero creeme cuando te digo que en esta estamos metidos todos.
—¿Todos?
—Todos. Bueno, todos menos el Doctor, vos me entendés.
El silencio se instaló en la habitación durante varios minutos, mientras intentaba procesar el plan que estaba proponiendo Carlos. Era cierto que habíamos pasado gran parte de esa noche teorizando sobre el futuro del país y la viabilidad de una acción tan radical como aquella, pero siempre sobre la presunción de que era una charla más como tantas que habían tenido lugar en el departamento, donde un día sí y otro también planeábamos revoluciones que nunca serían llevadas a la práctica. Traté de hacer memoria del momento exacto en el que Carlos deslizó el tema, casi como quien no quiere la cosa mientras prendía un cigarrillo más, con una frase sutil pero poderosa: «¿Sabés lo que necesitamos? Un mártir». Yo me limité a reír, mitad divertido y mitad entusiasmado por lo impactante de una idea así, y no tomé real dimensión de la mirada cómplice entre mis dos compañeros. Sabían que la semilla estaba colocada y sólo debían esperar que la conversación se desenvolviera de la manera que necesitaban, fogoneándome hasta llegar al punto en el que nos encontrábamos.
—Vos estás demente. Vos y todos los demás.
—Puede ser, pero estamos seguros que es el único camino. Yo lo sé, vos lo sabés, hasta Juan lo sabe — dijo mientras lo señalaba con un movimiento del brazo, a lo que Juan respondió asintiendo con la cabeza.
Volví a enderezarme en la silla y froté mis ojos, intentando espantar el sueño. Sobre la mesa los envases vacíos de cerveza que se habían acumulado a lo largo de las horas que duró la conversación ilustraban el contexto de forma perfecta, y avalaban mi actitud de mantenerme reacio a terminar de aceptar un plan que, sin que yo lo supiera, ya estaba en movimiento.
—¿Y las elecciones? — respondí, con la discreta confianza de quien juega el siete de espada en una ronda de truco—. ¿Y todos los actos que hicimos, todas las encuestas que nos dan adelante? ¿Nada de eso importa?
Carlos movió las manos con furia.
—Dejá de hacerte el gil, vos sabés que como viene la mano van a suspender las elecciones. Van a armar algún quilombo, nos van a echar la culpa y cuando te des cuenta patean todo otro año. Además, las encuestas nos dan adelante apenas medio punto, un punto cuanto mucho. Y sabés que las encuestas nunca son de fiar.
En el fondo ya sabía todas esas cosas, pero me negaba a terminar de aceptar la idea. Era demasiado extrema. Carlos continuó hablando, intentando transmitirme la decisión que sentía.
—Pero si tenemos un mártir… una figura que nos encolumne… no nos para nadie. No tienen forma de hacerse los boludos, tienen que cumplir las elecciones pactadas, y ahí sí los sacamos de un voleo en el orto — hizo una pausa para tomar aire antes de agregar—. Pero primero necesitamos un mártir.
Lo miré fijo, masticando algo de bronca. Tenía razón, y a la vez no la tenía. Era la única forma, pero me indignaba que realmente tuviéramos que recurrir a una artimaña tan baja, tan… de ellos.
—Imagino que no le dijeron todo esto al Doctor, ¿no?
—No, no estamos tan locos.— me contestó, poniendo especial énfasis en la palabra «tan» — En el fondo me gustaría creer que sabe lo que planeamos. Igual, ya tenemos todo pensado, Ávila ya está listo para, digamos, ocupar su lugar.
—Es caer muy bajo.
El rostro de Carlos se ensombreció, y apartó la vista hacia la noche que de a poco comenzaba a desdibujarse y empezaba a dar paso a un tímido amanecer.
—¿Te pensás que no lo sé? Pero ya te dije, es la única forma. O en todo caso la mejor. Vos sabés cómo es: primero la Patria, segundo el movimiento…
—Y último los hombres, ya sé — completé, casi terminando de prestar mi consentimiento—. ¿Y por qué tengo que ser yo?
— Seguís empeñado en que te diga lo que ya sabés. Sos de los tipos más leales, fuiste cana tres años así que sos capaz de manejar un arma a la perfección. Y sobre todo, podés desaparecer sin problemas: no estás casado, no tenés familia, nada que te ate. Sos ideal para esto.
El último argumento dolió un poco, aunque no por eso era menos cierto. Y podía significar una buena oportunidad para arrancar de cero.
—¿Entonces? ¿Estás adentro?
Volvió a mirarme, esta vez con ojos llameantes que no dejaban lugar a una negativa.
—Estoy adentro. Pero más te vale que esto resulte. Y que después no me traiga ningún quilombo.
Carlos golpeó las palmas entusiasmado y se sentó prácticamente de un salto en la silla que estaba frente a mi, apoyando los brazos sobre el respaldo. El golpe de los tacos de sus zapatos perfectamente lustrados resonó por todo el departamento.
—No te preocupes, cuando te dije que estaba todo planeado no mentí. Escuchame bien, porque necesito que estemos en la misma página — buscó en su bolsillo unos segundos y extrajo un llavero con dos llaves plateadas, que depositó frente a mi—. Estas llaves son de un departamento que alquilamos por unos días en un edificio viejo de San Telmo. Bolivar 516, casi esquina Venezuela. Séptimo «D». Tenés que acordarte bien de esto, no anotes nada, no escribas nada, no tiene que haber ni un mínimo rastro. La semana que viene, el miércoles, vas a tener que ir ahí. Temprano, cerca de las seis preferentemente.
—El día del acto.
—Exacto. Necesitamos un gran impacto, un golpe de efecto. Y es el mejor momento que tenemos —hizo silencio unos segundos que se hicieron eternos, mientras sus ojos me traspasaban con el poder de su resolución—. Adentro del departamento vas a encontrar varias cosas. Un traje, el arma ya cargada, una cartuchera de las que se cuelgan en los hombros y plata.
—¿Plata?— pregunté, entre sorprendido y contento.
—¡Obvio! ¿O te pensabas que no ibas a recibir compensación por el laburo? En principio no va a ser mucho, pero va a ser suficiente como para que vivas tranquilo unas semanas después de irte. Pero en un rato llegamos a eso. Dejame que te termine de contar el plan.
El sol ya estaba bastante alto cuando Carlos y Juan, este último cargando un pequeño bolso con algo de ropa mía y algunas posesiones, abandonaron el departamento, no sin antes decirme lo mucho que el país iba a estar en deuda conmigo. Los días entre esa madrugada y el miércoles se me fueron en una especie de neblina que difuminaba los límites entre un día y el siguiente, y mi cabeza sólo podía pensar en repasar una y otra vez el plan, para asegurarme de no cometer ni el más mínimo error. En el fondo estaba aterrado. Cada vez que pisaba la calle creía ver gente mirándome fijo, como si pudiera leer mis pensamientos y estuvieran por delatarme constantemente. Casi toda esa semana me la pasé refugiado en la seguridad de mi departamento, hasta que llegó el día.
El edificio se alzaba por encima del barrio de San Telmo, dominando las casas aledañas por varios metros. Parecía haber sido construido a principios de siglo con una opulencia que, por el estado que presentaba en la actualidad, daba la impresión de haber sido demasiada para la zona. Crucé la puerta todavía amparado en la semi penumbra de la madrugada y escalé hasta el séptimo piso.
El departamento estaba impoluto, como si nada más unas horas antes una mucama hubiese limpiado hasta el último rincón. En la habitación, doblados prolijamente sobre la cama, encontré el traje y la camisa. El arma estaba en el cajón de la mesa de luz, enfundada en la cartuchera junto a un fajo de dólares que era más de lo que había visto junto en toda mi vida. Me vestí lentamente, más por lo nervioso que me encontraba que por otra cosa. Sobre la camisa me coloqué la cartuchera, guardé el arma y me puse el saco por encima. Tome la ropa que había llevado puesta y la metí en una bolsa. Casi podía escuchar la voz de Carlos en ese mismo instante: «No dejes nada en el departamento, tirá toda tu ropa en la basura. Cuando salgas, tratá de que nadie te vea. No podemos dejar ningún cabo suelto».
Miré el reloj y me sobresalté. No supe en qué momento habían pasado casi dos horas. No podía llegar tarde. Por suerte el edificio seguía desolado cuando bajé en el ascensor. Salí a la calle y caminé las dos cuadras que me separaban de mi destino, el edificio de Luz y Fuerza sobre calle Defensa. Carlos había conseguido que me sumaran dentro del equipo de guardaespaldas del Doctor, lo que me iba a permitir permanecer junto a él hasta el momento justo. Pero era crucial que llegara a horario.
La pequeña columna de gente ya se agolpaba a las puertas del sindicato, a la espera del momento de avanzar, pero por suerte aún estaba a tiempo. Dentro del edificio, componiendo la retaguardia del grupo que iba a marchar por Defensa hasta desembocar en la plaza, encontré a otros dos hombres de traje igual que yo, a Ávila y algunos más que reconocí de algún que otro acto, y al Doctor. Saludé con una inclinación de cabeza a todos y me coloqué junto a los otros dos guardaespaldas. No pude asegurarlo, pero creí ver a Ávila fulminándome con la mirada, como si estuviera al tanto de quién era yo. Lo ignoré y me dedique a dar una ojeada al vestíbulo en busca de la figura alta de Carlos, pero no pude verlo por ningún lado. Tal vez ya se encontraba en la plaza, aguardándonos.
No tuve mucho tiempo de seguir explorando el lugar porque casi instantáneamente (como si me estuvieran esperando, pensé) la columna comenzó a moverse, enfilando hacia la plaza. Era un grupo reducido, ya que el grueso de los sindicatos y militantes había establecido como punto de concentración la plaza frente al Congreso, para avanzar desde allí. El Doctor caminaba a paso firme mientras saludaba con alegría a todas las personas que se asomaban a los balcones aledaños para desearle suerte y gritarle frases hechas. Yo iba detrás de él, a menos de un metro de distancia, aparentando una calma que no sentía. Estaba enfrascado en los detalles del plan, la huida acordada con Juan (que me estaría esperando en la esquina de Ingeniero Huergo y Belgrano con el Renault), el inmediato viaje a Rosario sin escalas y la estadía en la casa del primo de Carlos. «Una vez que llegues a lo de Marcos vas a estar tranquilo. Él va a tener todo, un documento y un pasaporte con tu foto y un nombre falso. No te preocupes — agregó, cuando lo iba a interrumpir — son falsos pero reales, conseguimos una empleada del Registro que los va a hacer».
En Rosario iba a tener que quedarme algunas semanas hasta que la cosa se calmara, pero luego era libre de ir a donde quisiera. «Obviamente no vas a poder volver acá, pero no creo que quieras. Podés irte para el norte y de ahí cruzar a Chile, o irte a Bolivia y tomarte un avión a donde se te cante. Capaz te conviene salir del país, pero si te vas lo suficientemente lejos podés quedarte sin problemas. Ah, dos cosas más. Cuando te vayas de lo de Marcos vamos a abrir una cuenta en el banco a tu nombre, el falso claro está, y te vamos a depositar algo más de plata para que andes tranquilo varios meses más».
Hizo una pausa antes de decirme la segunda cosa, y lo vi intercambiar unas miradas nerviosas con Juan. «Lo segundo es un poco más complicado. Si la cosa se pone difícil, si parece que nos está por salir el tiro por la culata, voy a tener que hacer una movida arriesgada, sobre todo para vos. Hace algunas semanas soborné a un cana de la federal, y conseguí que me dieran tu legajo — volvió a hacer una pausa, y el aire se puso denso entre nosotros. Supuse cuál iba a ser la idea, y comprendí que había un motivo más por el cual me habían elegido para este trabajo—. Si llegara a pasar algo así, voy a tener que filtrarlo a la prensa. Tu pasado en la policía nos va a servir para disipar cualquier sospecha hacia nosotros, y los va a incriminar más aún. Pero te va a exponer a vos, así que te recomiendo que mientras más lejos puedas irte, mejor. Para vos y para nosotros». Esa era la parte del plan que menos me agradaba, pero con el correr de los días terminé entendiendo que era vital si algo llegaba a salir mal.
Volví a la realidad cuando estábamos arribando a la plaza, a un costado del gran escenario que habían montado. El grueso de la columna siguió avanzando hasta perderse entre la multitud que ya se agolpaba a los pies del escenario preparados para escuchar a los oradores, pero nuestro pequeño grupo se desvió hacia la derecha, atravesando el vallado que habían colocado por seguridad, y trepó por la escalera hasta acomodarnos sobre el escenario, en un desordenado montón, un par de metros detrás de un atril de madera. A lo largo de ese trayecto mi cabeza giró hacia todos lados buscando distinguir el rostro de Carlos, no porque fuera necesario para llevar a cabo el plan sino porque esperaba encontrar en él algo que me tranquilizara y me diera la seguridad que estaba necesitando, pero no lo encontré por ningún lado.
Los discursos se sucedieron uno detrás del otro con una velocidad que me resultó asombrosa, aunque probablemente se debiera más a la ansiedad que sentía que a una prisa real de los oradores. Finalmente llegó el turno del cierre a cargo del Doctor, y el verdadero motivo por el que todos estábamos allí, sobre todo yo. En ese momento sentí el tiempo estirarse al máximo. Cada paso que él daba era eterno, y sentía mi corazón latir a toda prisa y el arma quemando mi costado con su peso. Comenzó a hablar lentamente. Podía escuchar las palabras de Carlos en mi cabeza como si estuviera parado detrás mio. «Vas a tener que esperar que esté llegando al final, cuando empiece a elevar el tono, cuando la gente esté prendida fuego. Tienen que ser tres o cuatro tiros, no más. Tiene que parecer una ejecución, pero sin saña, como el trabajo de un asesino entrenado. Y tienen que ser precisos para terminar y darte tiempo a salir de ahí a toda velocidad. Nadie te va a frenar arriba o abajo del escenario, ya está arreglado, pero no puedo garantizar que algún asistente se quiera hacer el héroe, o un policía que ande por ahí se quiera ganar un ascenso».
A medida que el discurso se iba enardeciendo más y más, el aire se volvía espeso a mi alrededor. Sentía el cuerpo pesado, y por un momento temí no ser capaz de llevar a cabo mi misión. El Doctor sostenía ambos brazos en alto, y vociferaba a voz en cuello frente a una multitud que vitoreaba cada palabra. Era el momento. Di dos cortos pasos hacia adelante y desenfundé. Mi dedo apretó el gatillo cuatro veces, cuatro disparos precisos, cuatro detonaciones que destrozaron la euforia colectiva. El Doctor giró y pude ver el terror en su rostro al verme de pie sosteniendo frente a él el arma, el responsable de su muerte. Un instante después su terror se traslado a mi rostro, cuando noté que no había ninguna mancha de sangre en su camisa blanca perfectamente planchada. No podía ser, era imposible que hubiese fallado. Miré el arma que sostenía, y sentí un peso enorme caer en mi estómago. En ningún momento la había abierto para revisarla; de haberlo hecho habría encontrado once balas de salva en el cargador. Me sentí el imbécil más grande del mundo.
El tiempo pareció reanudar su marcha habitual en el momento que sentí cientos de miles de miradas clavadas en mi. Tenía que huir como fuera, y tenía que hacerlo ya. Golpeé a los dos guardaespaldas reales que estaban dudando entre abalanzarse sobre mi o no, y eché a correr, empujando a todo el que se interpusiera en mi camino. Creo que vi a Ávila caer al suelo producto de mi embestida. Salvé la escalera de un salto, esquivé a varias personas que parecían ser de la organización y pasé sobre las vallas para empezar a correr a toda velocidad por Yrigoyen en dirección al río. Corrí con todas las fuerzas que fui capaz de reunir, atravesando varias calles y una plaza completamente vacía, y doblé por Ingeniero Huergo. Pasé a toda velocidad frente al edificio Libertador ante la incrédula mirada de las personas que entraban y salían. Sólo dos cuadras me separaban de Belgrano.
Mientras avanzaba sintiendo el dolor invadir mis músculos comencé a pensar en si tenía sentido llegar hasta el punto de encuentro. Lo más probable era que ni Juan ni el Renault estuvieran ahí esperándome, y que todo hubiera formado parte del plan de Carlos desde el comienzo. Pero realmente no tenía una mejor alternativa. Si llegaba hasta allí y no había nadie, simplemente podía continuar corriendo e intentar perderme en la ciudad hasta conseguir irme lo más lejos posible. Además, ya me encontraba a menos de una cuadra. Podía ver la esquina de Belgrano muy cerca.
El corazón me dio un vuelco cuando descubrí la silueta del auto estacionado justo en la esquina, apuntando directamente hacia la autopista 25 de Mayo. Corrí con más fuerza aún, sintiendo la libertad inminente y, sobre todo, la felicidad de saber que no había sido traicionado por Carlos. Pero ambos sentimientos duraron poco. Estaba a apenas diez metros cuando pude ver que el auto arrancaba y comenzaba a perderse en medio del tráfico. Unos segundos después sentí la detonación, y casi instantáneamente el dolor en el pecho. Tropecé con mis propios pies y caí sin poder frenar el impulso, golpeando mi cabeza contra el cemento frío. Todos los ruidos callaron. Sólo quedó resonando el eco del disparo, y el rebote de unos pasos lentos. Por el rabillo del ojo alcancé a ver los zapatos negros perfectamente lustrados.
—Lo menos que podía hacer era encargarme personalmente de esto. Y voy a serte sincero, no me pone nada feliz. Realmente lo siento.
El dolor en el pecho se volvió insoportable, y sentí mi camisa humedecerse a medida que se teñía de un rosa claro. Quise responderle, pero la sangre trepaba por mi garganta hasta derramarse en un hilo delgado por la comisura de mis labios. Carlos se puso en cuclillas a mi lado.
—Vos sabés cómo es: primero la Patria, segundo el movimiento…