Cuando decidí ejercer el trabajo sexual hacia finales de 2017, como buena ariana que soy, no la pensé demasiado. Simplemente avancé. Necesitaba tener otro ingreso, más allá del que me proporcionaba la radio. Conseguir algo vinculado a la comunicación que me permitiese seguir construyendo lo popular era utópico, por no decir imposible. Ser moza o niñera no eran opciones viables. Menos aún los call center. Fue entonces que me armé un Tumblr, subí un par de fotos — que ni siquiera fue necesario sacarme porque ya venía indagando en el erotismo desde la imagen — y publicité. No recuerdo cuáles fueron las palabras que utilicé, pero seguro tenía un «fogosa y ardiente» de por medio. Al rato ya tenía mensajes de gente preguntando por mis servicios. Intercambié un par de mensajes y coordiné un encuentro.
El primer encuentro. Fue martes a las tres de la tarde en el Atlas Plus. Estaba nerviosa, como estaría cualquier persona al comenzar un trabajo nuevo. Nos vimos en la puerta e ingresamos juntos al lugar. Hablamos un poco del clima, tema rompe hielo por excelencia si los habrá, y me pagó. No voy a entrar en detalles, pero sí voy a decir que fue amoroso y que a la hora estaba saliendo del lugar con plata en mis bolsillos.
Palo y a la bolsa: ni un nombre busqué ¿Para qué? Si yo ya tenía el que me habían puesto. Mi único movimiento fue utilizar el primero en vez del segundo, pero por la simple razón que siempre me gustó más. Después entendí la complejidad. No es estratégico llevar adelante una doble vida y utilizar la misma identidad. Y cuando digo esto incluyo algo tan simple como las redes sociales porque ni en eso me percaté. Mi Facebook e Instagram se volvieron una especie de jungla en la que confluyeron familia, amigues, prensas de obras de teatro, periodistas y gateros. Una combinación explosiva para una puta no visible. «¿Si publico esto es demasiado obvio que soy puta?», pregunté en más de una oportunidad a mi círculo más cercano como si estuviera mal, pero sabiendo que lo único que primaba era el miedo al rechazo.
«¿Cómo reaccionará mi vieja si se entera? ¿Se enojará? ¿Me dejará de hablar? ¿Tendrá miedo a que me pase algo? ¿Me verá como objeto en vez de cómo sujeto?», fueron — y son — algunos de los interrogantes que más resonaron en mi cabeza. Puro o, mejor dicho, absurdo estigma. Tan absurdo como pensar que el querer se anula con una elección laboral. Tan absurdo como creer que estoy expuesta a situaciones de violencia sólo al encontrarme con un cliente. Tan absurdo como suponer que no elijo ni cómo ni a quien brindarle el servicio. Alerta spoiler: no soy la víctima que el feminismo hegemónico y blanco quiere y pregona. Ese sector cargado de privilegios que sacraliza la concha, infantiliza nuestra voz, nos reduce a objetos y nos niega derechos tan básicos como el tener una obra social y jubilación.
Con el trabajo sexual no sólo conocí mis límites y aprendí a ponerlos, sino que además me amigué con el orgasmo. No porque antes no los tuviera, sino porque no eran la norma. Pasaba, pero de vez en cuando. Quizás, el cambio se debió a que amplié la escucha corporal. O, tal vez, comencé a conectar de otra manera con el otro. Ojo, que no se malinterprete, que no les estoy sacando responsabilidad a los que poco onda le pusieron. Los egoístas del placer abundan, y eso hay que decirlo. Lo cierto es que me empecé a conectar de otra manera con mi corporalidad y el deseo. Me topé con infinidad de fantasías vedadas.
—¿Qué te gusta que te hagan?, me preguntó Claudio.
—Me gustaría verte mientras te masturbás, me dijo tímidamente Fernando.
—Me intriga el sexo anal, pero no me animo a planteárselo a mi mujer, me confesó Oscar.
Reflexiono: quizás es por ahí. Podría salir del closet contando mis vivencias y alimentando el virus del morbo con el único fin de transmitir tranquilidad. Romantizar la experiencia diciendo que me siento más empoderada, una palabra que garpa y que moja las bombachas del progresismo. Una ridiculez que pareciera cobrar sentido solo cuando de trabajo sexual se trata. Infinidad de veces me encontré respondiendo preguntas y recibiendo comentarios que a cualquier otro laburante no le harían. «¿Tuviste alguna situación de violencia con algún cliente?», «¿Te gusta? ¿Lo disfrutás?», «¿Y que pasa si te toca un cliente que no te gusta?», «¿Te sentís empoderada?», «¿En algún momento te gustaría tener una pareja?». Casi como en loop respondí que a la violencia machista estoy expuesta por ser mujer y que me podía pasar teniendo sexo casual, que a los clientes los elijo en base al trato y no por atributos físicos, que los trabajos no empoderan pero sí tener derechos laborales, que ser puta no significa que no pueda entablar un vínculo afectivo.
Una vez salí con un pibe. Sí, aunque usted no lo crea, las trabajadoras sexuales no somos robots. Tenemos citas, garchamos — gratis — y nos enamoramos como cualquier otra persona. Hecha la aclaración, retomo el relato. Me gustó, pero nunca llegué a decirle a qué me dedicaba. Me conformé con el «si me sigue en redes sociales se tiene que dar cuenta». Un poco por, valga la redundancia, el miedo al rechazo. Otro tanto para posponer el desencadenante: las caras de espanto y las preguntas disparatadas.
No me agradó la sensación de quedarme con la identidad atravesada en la garganta y empecé a hacerme cargo de mi putez. Lo trasladé a otros ámbitos al punto tal que en una presentación grupal llegué a presentarme como trabajadora sexual. En ese sentido, se puede decir que poco a poco voy desbloqueando niveles. Cada vez me animo a más y esta crónica es la prueba más fehaciente.
Todo esto parece ser una conjunción de relatos sueltos e ideas que no van a ninguna parte. «Parece» escribí, porque el hilo conductor de este texto es la complejidad de transitar la (no) visibilidad en una nota que lleva mi nombre.