Verlo o palparlo no nos vuelve sensibles, tampoco nos resta la exaltación de los tejidos o el caliente soplido que sube por la laringe y se detiene en las fosas nasales: ese embotellamiento es una imposibilidad. Alcanzar a respirar no es nada más que imprimir una acción en algo que la prescinde. Clavar la faca en lo más profundo del cuerpo y acabar litros de semen terminan por impactar en un momento. En esa componenda, la actividad creativa, el impulso artístico, queda en cuestión, como el cuerpo dolido o extasiado.
«También hay gentes que no pueden divertirse más que en rebaño.
El verdadero héroe se divierte solo».
Charles Baudelaire.
Entre un sinnúmero de preceptos existe en el mundo psicoanalítico la idea de que el lenguaje nos pesca. Lo que equivale a expresar en parte (del mismo modo que en la estructura mental del Medioevo) que, aún en condición embrionaria, aquellos que nos reciben en el mundo reservan —sin absoluta certeza de ello— un sitio para nosotros: «se nos arroja al «espectáculo del mundo»». Los antepasados, antes de nuestra existencia, nos guardan sus predilectos nombres propios, por poner un caso, hasta amorosos hipocorísticos. A mí, verbigracia, me llamaron Bernabé (etimología: del arameo, «hijo de la consolación». San Bernabé, discípulo que colaboró, junto a San Pablo, en las misiones de Asia Menor), asegurándome la fe cristiana.
Nos prescriben, en pocas palabras, en el lenguaje. Penándonos a un mal de ojo.
Sin embargo, el recibimiento sellado por el alborozo y las expectativas, atesora su fundamento en un agujero negro. Innombrable para quienes lo asisten. «El lenguaje falso —escribe Michel de Montaigne en sus Ensayos— es muchísimo menos sociable que el silencio». La falsedad afiliada en el lenguaje (en una teatralización del quasi sermo corporis) no es expuesta a luz, sino por el contrario, sobre ella, los confabuladores del recibimiento, urdirán fortuitamente un evento mitológico.
La inaceptación, por otra parte, de que el recibimiento se escurre constantemente en malentendidos, conlleva a pactar convenciones. Recapitulemos: desde nombres propios hasta hipocorísticos, desde gestos hasta olores. De modo que cada clan pacta convenciones peculiares. Su mitología parental.
Progresivamente, la obra mitológica —como cal resquebrajada en la pared— se desmorona, ocasionando en el niño un episodio traumático: en pocas palabras, zozobra ante el desplome del universo que le aseguraba una exégesis del mundo. El trauma, más tarde, se traducirá como un altercado entre el escepticismo y la edificación de sentido, entre un duelo interminable y el hallazgo flamante de un universo mitológico, en sustitución del primero. Con el fin de corroborar lo antedicho, Charles Baudelaire, en sus Diarios, anota: «Siendo muy niño experimenté en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror a la vida y el éxtasis ante la vida». En tal sentido, el hombre artista, es determinando por la paradoja que lo habita: la coexistencia de dos tendencias desiguales. Por un lado, la hostilidad —su inclinación tanática— y, por el otro, el erotismo —su inclinación por la vida–. De manera que la resolución de ambas tendencias, suscitadas en el trauma, delimita su personalidad.
Bautizamos mitológico a aquel mundo cuyas partes que lo componen, tanto para el niño como para el adulto, se hallan de manera deformada y, en ocasiones, figuradas: aun lo excesivamente insignificante es endiosado. En la desintegración absoluta de este orden, por otra parte, es asequible que se sucedan dos sentimientos que intentarán reponerse en el transcurso de la vida: 1) pérdida narcisista. 2) necesidad imperiosa de fantasear (incluso también un tercero: la culpabilidad). Tales sentimientos poseen en común la insatisfacción, conspirando a condenar al hombre como hombre artista. Hombre artista puesto que retorna una y otra vez al sitio donde otros han confeccionado su fuga definitiva.
«El creador proyecta su caos fuera de sí —dice Pichon Rivère, en Psicología de la vida cotidiana—, lo domina y lo reordena». En base a esto, podríamos señalar que el hombre artista se empecina en cimentar los escombros de una finca mitológica —residida por semidioses, superhombres e ídolos— que nunca existió, sino en su realidad intrapsicológica. Ordena y reordena, cual una labor sisífica, lo inordenable.
A fin de cuentas, el hombre artista es el único en el clan que se ha percatado del agujero negro.
Lo que nombramos como arte gravita incansablemente, sin referirlo de modo explícito, pese a que significaría la catástrofe, sobre un perjuicio pueril. De allí el eterno retorno edipiano, el coraje incestuoso —en gran medida despersonalizado— que afronta los oráculos para tornarse una religión en sí: el arte, en resumen, es un acto de fe omnímodo en la medida en que el creador es la deidad.
En el arte, a diferencia del mito cristiano, el apocalipsis preexiste a la creación.
Un desmesurado malestar resultante de la infancia (infantia: «el que no sabe hablar») sitúa al hombre artista en sublevación con sus antepasados: «este reproche se dirige a mucha gente —escribe Kafka en sus Diarios—, a saber, a mis padres, a algunos parientes, a ciertos visitantes de nuestra casa […] este reproche es como un puñal que va zigzagueando a toda la sociedad». Lo ominoso, el pronunciamiento o el reproche a los antepasados, promovido por el abatimiento del mundo mitológico, sanciona al hombre y es mediante esta sanción que consigue reverenciarse hasta el límite. El culto del hombre por el hombre, como forma de manifestación nihilista frente a lo todopoderoso o frente a los antepasados, engendra el sacrilegio moral. «Hay una voluntad de ruptura con el mundo —escribe Jaques Blondel—, para abarcar mejor la vida en su plenitud y descubrir en la creación artística, lo que la realidad niega».
Esbozaré —o mejor aún especularé—, en pocas palabras, acerca de las fuentes que instauran el sentimiento artístico en el hombre. Tal sentimiento, en primer lugar, guarda afinidad con lo que los helénicos denominaban fuerza irracional, lo que equivale a decir el eros. El eros en ningún tiempo ha poseído otra institución que el cuerpo: su albergue, a lo largo de la historia, ha sido la carne. Mora en el cuerpo sometiéndolo al padecimiento o bien extasiándolo al goce. Su eventual expresión es, no obstante, trágica. Esto es: produce efectos de terror o compasión. La naturaleza del eros, en este sentido, es monstruosa y, con su connatural monstruosidad, sin embargo, —como creía Platón— es «una fuerza unitiva y es la pasión de la síntesis». Recapitulemos: es innegable que el eros persevera su estado puro durante la puerilidad del hombre quien se halla, además, suscrito al universo mitológico que cofunda en complicidad de los adultos. En dicho universo encontramos dos caracteres que Aristóteles en su poética señala acerca del surgimiento de la poesía: 1) el imitar es congénito al hombre desde su infancia. 2) todos (tanto los vínculos endogámicos como exogámicos) se complacen con las imitaciones. Lo que muestra Aristóteles —a mi entender—, es lo que en la modernidad conocemos como «sostén narcisista». Dicho de otra manera, la presencia (harto histriónica) de los Otros que, por otra parte, obran sacralizando un mundo mitológico del que el niño candorosamente es partícipe. El foco de interés.
Atendamos un hecho: las figuras parentales simulan conducirse bajo una ética de la credibilidad. Se comportan de un modo a fin de que el niño (marcado por sus enardecidas fantasías) se reconcilie poco a poco con los reglamentos de la realidad que a su vez exceden a las figuras parentales. Lo que aparenta ser para el niño un acto afectivo es, a ciencia cierta, una represión simulada a sus tendencias megalomaníacas. Quiero decir, el niño deberá, mediante la moderación sistemática de sus fantasías, imitar (a la vez reproducir) los patrones de conductas socialmente instituidos, en detrimento de su facultad imaginativa. De modo que el universo mítico con en que el niño es recibido se conforma bajo una alétheia fraudulenta. Deliberadamente fraudulenta. Existe, en tanto el niño deposita, inducido por los adultos, su creencia en ella.
La verdadera alétheia sobreviene después, en la eclosión de la incredibilidad, con el hundimiento definitivo del universo mitológico que le prometía al niño una exégesis del mundo (detengámonos un momento: por lo que se refiere al término alétheia, originalmente significaba lo que ulteriormente significó el vocablo apocalipsis, a saber: «descubrimiento», «revelación»). En la postrimería de la infancia, en la desidealización del mundo mitológico, entonces el hombre recibe su condenación decisiva que, al mismo tiempo, es su manumisión subjetiva. «Pienso que el hombre está erigido contra sí mismo —escribe Georges Bataille en La literatura y el mal— y que no puede reconocerse, que puede amarse hasta el límite si no es objeto de una condenación».
En la falta, sin ninguna duda, principia el sentimiento del artista. La condenación, precedida por lo que no se ha tenido, consta ante todo en fantasear. En El poeta y los sueños diurnos, Sigmund Freud señala al respecto que el hombre venturoso, ufano, no fantasea; en cambio el hombre insatisfecho, abyecto, sí. Siguiendo esta idea, se fantasea a partir «de un suceso pretérito, —escribe Freud—, casi siempre infantil, en el cual quedó insatisfecho tal deseo y se crea entonces una situación referida al futuro».
En conclusión, la necesidad de fantasear se enlaza, primero, con el derrumbamiento de un mundo fingido por los adultos y, segundo, por un displacer inquebrantable con la realidad.
En una palabra, se fantasea con el fin de restaurar un perjuicio sufrido en la infancia.
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