¿Qué es la lluvia? La lluvia no es lo que parece. Mejor preguntemos, ¿existe la lluvia? Y, para poder responder eso, vamos de lo más a lo menos: ¿qué es existir? «¡Já! Este hombre se propone de manera improvisada, en unas cuantas líneas, resolver el problema general de la humanidad y los filósofos desde el origen del pensamiento» dirán ustedes, y yo con gusto asentiría. «Qué delirio de grandeza, megalómano… ¡pedante!» Ahí debo disentir, con gusto aceptaría el título de pedante, si tuviera el ingenio, conocimientos y/o elocuencia para ello. Si poseyera todo eso, sería, sin dudas, de las personas que andan restregándole a todos sus cualidades grandilocuentes por la cara. Carente de todo aquello, digo que tengo el honor de comportarme con humildad y sencillez –eufemismos por sentido de la realidad–. Pero por un momento, sólo por un momento, les pido que dejen a un lado todas sus interrupciones escepticistas, naturales, claro está, dado el tamaño de la tarea que me propongo. Tengan un cacho de confianza.
¿Qué es lo que existe?, nos preguntábamos entonces. ¿Cómo sabemos que algo existe? Bien, yo estoy muy lejos de ser un científico, y, por lo que voy a decir, alguien que lo sea se levantará y se irá ahora mismo. Lo celebraría, porque cuando se vayan los científicos, podremos seguir entre nosotros, inexpertos en todo lo que a matemáticas, física y demostraciones lógicas atañe. Quedaremos el vulgo, esa masa transparente –a veces esmerilada– a la que, alguien que se da dotes de escritor como yo, puede engañarlos con cualquier giro del lenguaje, o cualquier pomposa suma de ideas sofistas. Y así, como tengo la cara para llamarme a mí mismo escritor, voy a tenerla, por un ratito, para llamarme científico.
Entonces, como Escritor, pero más que nada como Científico, nos pregunto: ¿cómo sabemos que algo existe? A través de los sentidos, claro está. Decimos con seguridad: existe todo aquello que se puede sentir o percibir. ¿Yo existo? Claro que sí, puedo asegurar mi existencia cuando me toco. Todos ustedes aseguran sus existencias cuando se tocan. Deberíamos, por bien de la humanidad, tocarnos más seguido. El mundo es mejor cuando aseguramos nuestras existencias. ¿Existe esta hoja? Sí, véanla. Allí introducimos otro sentido, la vista. Tacto, vista. Si estamos sentados en un bar, esperando nuestra comida, no la vemos ante nuestros ojos ni la tocamos, pero la olemos. Olemos que están preparando nuestra pizza allí dentro, esperamos entonces un rato más, no importa cuánto demore, porque nuestra pizza existe. Claro, a veces nos engaña el hambre y decimos: «nuestra pizza no existe, nunca han existido pizzas, nos han engañado desde que somos criaturas humanas y no tanto. La pizza es el opio de los pueblos». El nihilismo, no es otra cosa que un hambre muy violenta.
Retomamos y sumamos: tacto, vista, olfato. La evolución, pilar de nuestra creencia como Científicos que somos, nos ha dotado de cinco –y solo cinco– sentidos, porque a veces uno no alcanza. Uno puede oír que llueve, y al salir, notará engañado que era el roce del viento en un toldo. Recurrimos al auxilio de la vista. Declaramos así la siguiente fórmula: «La existencia real de algo es relativa a la cantidad de sentidos que dan cuenta de su existencia». Por ejemplo: Olemos la pizza, 20% de realidad. Sentimos el crujir de las cebollas de la fugazzeta que ordenamos, 40%. Vemos al mozo trayendo nuestra pizza humeante, 60%. Agarramos con nuestras manos una porción abundante, no, no la llevó a la mesa de al lado, está en la nuestra, 80%. Finalmente ingerimos el octavo de masa crujiente y la degustamos, 100% de realidad, existencia completamente saturada.
Pero sabrán ya, la vida no es tan sencilla. No todo es tocar, ver, oler, degustar, y oír. Bien podemos notar la existencia de algo y no percibir ello con ninguno de nuestros sentidos. Seríamos discapacitados existenciales si creemos que el amor no existe porque no lo podemos tocar; si afirmamos a los cuatro vientos que el odio es un invento de los hombres, pues nunca nadie lo ha olfateado. «¿Estás triste? Yo nunca chupé una tristeza, no tiene gusto, la tristeza no existe, dejá de estar triste».
Entonces, a los sentidos, se le agrega aquello que sentimos sin los sentidos. Amor, odio, tristeza, y unas cuantas cosas más.
— ¿Existe Dios?
— ¿Usted lo siente?
— Sí.
— Entonces existe. Yo no lo siento, entonces no existe.
¡Ah! La cosa se empieza a complicar, algo puede y no existir a la vez. ¡Claro que sí! Disfruten del axioma al que hemos llegado, pues en la TV, jamás dirán algo semejante. Pero no todo es Dios. Podemos bajar a tierra y hablar de, ya que mencionamos a la TV, inseguridad. ¿Existe la inseguridad? «Es claro que sí –dice José–, pues a mí me han robado ya seis veces en lo que va del año, ¿acaso vive usted en un termo?» Bueno, supongamos que sí, supongamos que yo vivo en mi termo de concreto. Nunca me han robado, no tengo TV, ni Internet, ni hablo con la vecina de la esquina a la que entraron a asaltarle tres sujetos disfrazados de operarios de Telecom. Entonces para mí, Científico y Escritor, la inseguridad no existe, y no hablo de ello, no hablo de algo que no existe. Escribo fórmulas físicas y cuentos de la lluvia, pero de inseguridad, jamás hablé.
Entonces mis queridos amigos, cuando asistamos a un debate binario intitulado «¿Existe la inseguridad?» Sí y no. «¿Es una sensación?» Sí y no. Todo sí y no. Muchos caerán, una línea va y viene, pero de a una cosa a la vez. Y ni mencionemos que, además de líneas, puede haber puntos, rulos, colores y lluvia.
Si, la lluvia. Lo olvidaba… ¿Qué es la lluvia? La lluvia no es lo que parece. Mejor preguntemos, ¿existe la lluvia?
Usemos nuestra tabla de los sentidos y podremos decir sin dudas que la lluvia existe. Pero, discúlpenme en esta parte, voy a alejarme del colectivo, permítanme hablar de mí. Podemos ver la lluvia. Sí, pero a veces no me alcanza. A veces me engaña el cristal; transpiran las chapas de mi húmeda ciudad; rocían las avionetas agua para sofocar incendios, y no por eso son lluvia. Podemos tocar la lluvia. Sí, pero a veces la niebla es tan densa que nuestras manos se mojan y nos engañan. Podemos oír la lluvia. Sí, pero a veces nos confunde el viento, jugando con la piedras y los toldos que se agitan simulando gotas y tornados. Podemos oler la lluvia. Sí, pero a veces la atmósfera nos engaña. En mi ciudad pasa más de la cuenta, vientos huracanados, luego de un calor infernal y un cielo repleto de nubes. Baja la presión, parece que todo va a estallar, refusila a lo lejos, el cielo ya está negro y el ambiente muerto. No se mueve un árbol, no susurra un pájaro. Los perros ladran, algo va a pasar, la tormenta va a llegar, el calor va a aliviar. Si hasta sentimos ese olor tan característico, olor de lluvia estival…
Pero no. Ni una gota cayó. El viento todo se lo llevó. El cielo despejó. Unas horas tan sólo refrescó. Cuatro sentidos colmados de realidad, y nada. Un 80% según nuestra tabla, pero, seamos honestos, cualquiera hablaría de un 99% cuando vemos la lluvia, la olemos, la tocamos y la oímos. Pero yo soy caprichoso, escéptico a fuerza de experiencia. Un nihilista que vive con hambre, mi estómago ruge y no veo pizzas que lleguen a mi mesa. ¿Y el uno por ciento? ¿Quién prueba la lluvia? La lluvia existe cuando la pruebo. En mi mundo uno es más que noventa y nueve.
Todo, como la lluvia, es y no es.
Nada, salvo la lluvia, sabe a lluvia.
Somos eso que nace del agua, que escapa de ella y la necesita para vivir. La lluvia nos riega y nos espanta. Somos contradicciones necesarias para una naturaleza que nos detesta y nos regala su magia.