Ensayos | Frontal - Por Bruno Serbi | Ilustra: Martín Vera

La clase es una posición estable pero no necesaria y eterna. Las dinámicas económicas son mucho menos movilizadoras de lo que afirma cualquier enamorado de una teoría pura del capital, pero mucho menos deterministas de lo que afirma un enamorado de una cultura pura del proletariado. La clase, como concepto, exige ciertos desplazamientos, aunque las brechas no cesen de expandirse.

En cambio, el estamento no. El estamento exige la quietud, la localización siempre idéntica. La clase es una posición; el estamento es un lugar.

Cuando el mundo de las finanzas muestra flujos descomunales de dinero pasando delante nuestro, se tiene la impresión de poder aferrarlos, para ir de una clase a otra. Cuando la personalización de la publicidad afina en la nota de nuestros deseos (que ya están afinados en una melodía mercantil previa), el acceso parece más posible. Incluso en la pobreza más extrema, en un mundo de semioesferas y mediocapitalismos expandidos, sabemos que hay una riqueza en algún lugar, que quizá nunca sea nuestra pero que tampoco está dicho que nunca será nuestra. Somos lo que hacemos para dejar de ser lo que somos, y eso incluye dejar de no tener las posibilidades que podríamos tener porque acabamos de verlas pasar.

El estamento, en cambio, es más parecido a una mano: salvo un accidente tendrá cinco dedos, y perder dedos no querrá decir perder la mano, sino perder posibilidades de la mano.

Como un noble venido a menos, que aún rodeado de campesinos más ricos que él, seguía siendo un noble. Esas sí que eran identidades.

Cuando los cuerpos son llevados a velocidad inéditas, con estimulaciones infinitesimales incesantes, saques de temor, rush de enamoramientos, viajes de reconversiones, puede pasar que el malestar nazca del cansancio. Parar es de cagón, de vago, de flojo. Salten, putos.

Polipolicía | Ilustración: Martín Vera

Entonces el estamento es el retorno a una lentitud, a una certeza, tangible.

Puede ser una figura de la familia, una comunidad religiosa, un partido político, un after office, un porrito mirando el río.

Puede ser, también, el estamento, la ocasión para tirar piedras al otro lado de la frontera de su ¿cálida? comunitariedad. Para mirar ofendido, indignado. El estamento, en una sociedad de clases, es un acumulador de odio.

Acumulador como el de un auto, que permite luego moverlo, se arma con bastante poco, pero intenso: una movilidad insoportable, una precariedad vertiginosa, una disponibilidad de dinero y propiedades amplia, un terrenito que hay que cuidar, un vínculo sacrificial con el trabajo, la experiencia horrible de que te roben a mano armada y sentir el frío del arma en la sien, el recuerdo escolar -borroso- de un nacionalismo, la sospecha crónica de que los demás parasitan nuestra vertiginosa precariedad, nuestra insoportable movilidad, nuestros muchos o pocos dineros, nuestros recursos. La riqueza, las ganas de ser rico (Las Vegas ya queda en todos lados), el temor a morir de hambre, el temor a morir en la calle. La clase se cruza con lo estamental, también, cuando algo se fija como enemigo. El enemigo fijo.

El enemigo de hoy es el sujeto de derechos de ayer, la víctima reparada se convierte en privilegiado.

Entonces, el mundo de los que se autoperciben como productores trabajo (industrial, financiero, burgueses o proletarios, da lo mismo: hoy, como desde la economía política clásica, la definición hegemónica de trabajo es el de una fuerza cuantificable, monetizable que produce dinero) se para de manos frente a su riesgo mayor, su pesadilla máxima: no estar ganando lo máximo posible porque alguien, allá afuera, no está trabajando.

La cultura del trabajo, que apuntaló la clase, se vuelve, ahora, nuevamente, fuerza estamental, de imposición. O bien es un espectro, el anhelo de algo que ya no está; o bien es omnipresente. Alguien que pide en el subte trabaja ocho horas. El racismo y la esclavitud regresan furiosamente (aunque nunca jamás se fueron) en el mismo momento en que las incertidumbres de las propias vidas entran en ebullición y el capital financiero busca sacar las últimas décimas de piso sobre la que estamos parados porque la acumulación originaria no termina nunca, se repite todo el tiempo, todos los días, a cada segundo. La desigualdad es un resultado de un proceso productivo infinito y ubicuo, desde el recibo de sueldo a la cuenta en facebook, desde la guita en negro de tu emprendimiento productivo a los desarrollos inmobiliarios mastodónticos.

Justo al lado se paran los desatendidos, los regalados, lo que viven en zonas de guerra, los agotados, que tuvieron que comprar un acumulador extra para procesar el odio que vienen produciendo. Y los que no pueden más de gestionar los dolores de otros.

Sin ese piso, expresándose las 24 horas, masticando memes y chupando tele, viviendo a pleno en el mundo de la moneda caliente (nada de cálculos fríos, acá hay euforias y descontroles) y afirmando la existencia de una «cultura de la pobreza» cuyo seudónimo es «circulo vicioso» y en su lápida dice que siempre estuvieron perdidos, este es un mundo donde podés alquilar hasta la almohada de tu cama las horas que no la usás. En este mundo el racismo ya no es sólo un dispositivo de gobierno del trabajo y un operador de fijaciones en una sociedad de agentes en movimientos sino un pedido bastante claro: el que no produce dinero y sólo lo consume, debe morir. Por eso se corre la frontera de la legalidad: si hasta incluso los jefes narcos se van convirtiendo en estrellas de la cultura popular.

Polipolicía | Ilustración: Martín Vera

La opaco es cada vez más transparente. Habrá muertes de los cuerpos digitalizados (el uso policial de Blockchain apunta a eso), habrá muertes de los cuerpos sensibles (el uso estatal de la policía y las fuerzas de seguridad, el despliegue de las mafias), habrá muertes de cuerpos trabajadores.

Entramos en la era de la crueldad frontal. Como la de los conquistadores españoles, que les leían a los indios una declaración en la que les decían que si no obedecían los mataban a todos. Salvo que los indios no entendían la lengua del conquistador y nosotros, sí. Se acabó la hipocresía de los injustos con culpa, entramos en un mundo donde muchos ejercen y exigen la desigualdad absoluta, irreparable, estamental. Vindicativa. El proyecto de un mundo que combine tramas tecnológicas, monetización absoluta, estamentalidad y eliminación. Es el programa de gobierno, por ejemplo, de Bolsonaro, pero también de muchos otros que no necesitan invocar a represores, violaciones o racismos modelos siglo XIX/XX para, en el fondo, querer exactamente lo mismo: un totalitarismo de mercado que vuelva a concentrar la posibilidad de la violencia, para saber, por fin, dónde empieza y dónde termina el miedo.


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