El segundo sobre de azúcar entraba en el café de Ernesto Di Partine, a las 8 de la mañana de un martes cualquiera. Todas las semanas desayunaba en el bar ‘La Coartada’, a dos cuadras de su departamento.
Periodista de vocación, el tipo publicaba sus notas en el diario local y en diversos portales de la web. No tenía un rol muy sobresaliente en ninguno de los lugares donde escribía. Generalmente cubría sucesos secundarios de tinte policial, pero sin mayor trascendencia.
Asaltos comunes, intentos de robo y demás eran el contenido de sus escritos. Tampoco se mostraba interesado en escalar más posiciones en la tabla de la vida. Era modesto, cómodo y mediocre. Conformista. ‘Tengo lo que necesito tener, cuando las necesidades me las crea el sistema, seguro no son necesidades y le apuesto al sistema que puedo vivir con ellas al hombro…’, le explicaba a su único amigo, Carlos Andizorru.
-No me jodas con eso de cambiar el auto, mudarme o comprar una tele nueva. Yo estoy bien así…
-¡Pero hermano! Te movés en un Falcon ’89 y tu departamento tiene más de cincuenta años. Del televisor no te digo nada, porque casi ni lo usas, es un objeto más bien ornamental en tu casa.
Carlos era contador. Situado en la vereda de en frente de la idiosincrasia de su amigo, dejaba ver siempre y en todo lugar un perfil superfluo y materialista. Obsesionado por lo nuevo, lo último.
Si bien no compartía prácticamente nada con Di Partine, sentía un gran aprecio por él, y todavía creía que algún día se iba a enamorar.
-Bueno viejo, me voy al laburo- Andizorru ya había terminado el café y se llevaba la medialuna salada que le sobró para el camino.
Ernesto, en cambio, tomaba su tiempo para leer el diario. Sentía una gran tranquilidad cuando su amigo se iba ya que podía concentrarse en las cosas que realmente notaba interesantes, en vez de estar atado a las opiniones que Carlos le hacía sobre su forma de vida.
Página por página examinaba el matutino, buscando errores y detalles que son invisibles ante el ojo común. Mientras inspeccionaba las hojas, pensaba si alguna vez tendría la oportunidad de cubrir un caso grande. Algo especial, que le genere un poco más de trabajo. No es que moría por que llegase ese momento, pero a veces fantaseaba con abordar un suceso diferente, para gambetear un poco la rutina tal vez.
No había mucha gente en el bar. Él junto a la ventana que daba a la calle San Martín, algunas mesas vacías en el medio, una señora mayor leyendo un libro en la mesa que estaba frente al baño y cuatro tipos junto a la ventana que da a la calle Rioja discutiendo sobre política.
Cerca de la barra, solitario, siempre estaba Don Braulio, un viejo de setenta y largos años que pasaba toda su mañana con el suplemento deportivo. Dos mesas más adelante, Hernán y Miguel, jóvenes abogados reconocidos saludaban, desayunaban y se iban, todo en menos de diez minutos.
Ernesto tenía la costumbre, la mala costumbre de intentar investigar a los clientes. La señora debía tener alrededor de 50 años, la había visto ya varias veces en el bar, siempre en la misma mesa. Llegaba cerca de las nueve menos cuarto. La moza le alcanzaba un cortado y sacaba su libro para leer. ‘El duque en su territorio’ de Truman Capote.
Medio sobrecito de azúcar, lentes a medio tabique; la mujer comenzaba con su rutina mañanera. En la otra punta del bar, los cuatro sujetos también repetían las actividades todas las mañanas…
– ¿Con qué me querés convencer a mi? Si está todo como el culo… acá se llenan la boca prometiendo, pasan las elecciones y volvemos a comer mierda – Mario Gómez era taxista desde hacía veintipico años. Junto con sus colegas desayunaba y les mostraba su teoría política.
-Pero no seas tan necio che, escuchame una cosa, no tiramos manteca al techo, pero estamos mejor que antes, ¿o no?- Rubén Alondres siempre era más optimista, más positivo. Trataba de darle el visto bueno a las cosas y así encaminar los problemas –Es cierto que nos apretan un poco alguna cosas Marito, pero yo no veo todo tan podrido como vos.
-Dejame de joder vos con tu teoría del vaso medio lleno. Hace más de mucho tiempo que pasan siempre las mismas cosas- Gómez tomó otro sorbo de café y antes de poder terminar de tragarlo agregó- además de que no hay un mango, todo está cada vez más caro… tengo el coche a la miseria y no se con que arreglarlo si estoy seco
-Marito tiene razón, acá la cosa está maquillada, esto es cartón pintado… nos dan el dulce en la boca y mientras te entretenés con eso te clavan el puñal en la espalda. Yo no le creo más a nadie- Maximiliano Olavaria era el más joven, aparentaba unos 23 años. Seguramente no había terminado el colegio aunque siempre estaba bien informado.
El cuarto tipo no habló en toda la mañana. Parecía nervioso, intranquilo. Ernesto lo conocía también del bar. Pero no tanto como a los demás, este había aparecido hacia poco tiempo y tenía algo en la mirada o en lo gestos que no terminaba de cerrarle. Vestía campera de cuero, peinado hacia atrás con gomina, cara seria y pocas palabras. Respetuoso y misterioso a la vez.
Muy bueno, me gustan esas historias de vida sencillas sin rebuscamientos..Vas a seguir con la historia del último personaje, el serio y de pocas palabras, no?
Lo bueno de no poder contestarte es sencillamente el motor de esta historia… yo no sigo con el siguiente capítulo… veremos que pasa.
Irremediables.