Historia colectiva. Parte II: La vocación del silencio - La rutina tiene la tranquilidad de la preservación: mientras nada altere el curso de las cosas, mientras todo funcione sistemáticamente, siguiendo el orden normal de los acontecimientos, uno puede permanecer tranquilo de que nada malo sucederá. Tampoco nada bueno, pero ese es un sacrificio necesario para gozar de la comodidad. Ernesto detestaba esa inclinación hacia […]

La rutina tiene la tranquilidad de la preservación: mientras nada altere el curso de las cosas, mientras todo funcione sistemáticamente, siguiendo el orden normal de los acontecimientos, uno puede permanecer tranquilo de que nada malo sucederá. Tampoco nada bueno, pero ese es un sacrificio necesario para gozar de la comodidad.
Ernesto detestaba esa inclinación hacia lo previsible en esos hombres del bar, pero al mismo tiempo era víctima de la misma cotidianidad de armoniosa letanía. Quizás algunos de los viciosos del psicologismo podrían declarar que tal situación lo acomplejaba íntimamente y lo envolvía en esa nube de incertidumbres que por momentos era su vida. Algo de eso le sugería, en sus arrebatos burdamente intelectualoides, Carlos.
Ernesto, que no era ningún improvisado, aunque tampoco un meticuloso, clausuraba las discusiones con el muy pragmático: “anda a la concha de tu hermana”.
De esa forma, los diálogos continuaban transcurriendo por el cause de los debates futbolísticos, las chanzas políticas –Ernesto supo ser militante de la Corriente Obrera Revolucionaria en sus acalorados años juveniles; Carlos, en cambio, pasó su juventud al amparo de la derechosa apoliticidad, egoísta posición que mantenía ahora convertido en un “buen burgués”-; o los comentarios eróticos de experiencias ya remotas.
Pese a todo, Ernesto odiaba la vacuidad de esas conversaciones de café. Pero la elegía, acaso como último recurso ante la falta de alternativas.
Tampoco quería alejarse demasiado de Carlos: tenía la rara tentación por lo molesto. Por momentos creía detestarlo y no lograba explicarse cómo podía ser amigo de un personaje de esa calaña. Sin embargo, a los pocos instantes, sentía la necesidad de estar con él, y sus comentarios infatuados y su ostentación parecían el más espléndido de los entretenimientos.
La soberbia ruindad de los ostentosos, de hecho, le parecía un interesante atractivo: tenía por costumbre visitar todas y cada una de las exposiciones que se realizaran en la Sociedad Rural, eventos donde se reunían los más pretenciosos personajes, amantes del lujo y más amantes de la demostración de los mismos. Allí paseaba por los pasillos y stands observando los detalles de aquello que el denominaba “la cultura de la vida sin que pase nada”. Lo aterrorizaba pensar que personas –en el fondo- como él podían preferir una vida sofocada por el consumo insistente y las acres alegrías que impone la formalidad del adinerado.
Amaba demasiado el placer vivo e indeliberado como para no sufrir espasmos y escalofríos dentro del paraíso de la impostación. Sin embargo, ansiaba que llegasen los días de feria para visitar aquellos claustros. De esa forma, entendía, dotaba de coherencia su forma de vida.
Una atracción similar sentía por los otros tipos, esos que ahora estaban rodeándolo en aquel bar. Pero a estos los contemplaba como el ejemplo opuesto: hundidos en la inútil negación del condenado que no asume serlo. Su resquemor, su postura de persistente e infértil lamento, su evidente irritación con el mundo, la veía como la señal de la derrota: como si fueran réprobos que aún declaman su inocencia con la soga al cuello.
Ernesto miraba sus gestos, sus expresiones; escuchaba su tono de voz, el énfasis que ponían para destacar las miserias del universo que, según dejaban advertir, justificaban sus rotundísimos fracasos.
Despreciaba esa modorra existencial, pero también la reconocía como propia. Y eso, ciertamente, lo lastimaba. Sufría su letargo, y lo sufría en silencio. Tal vez por esa conciencia de las propias frustraciones se sentía en un sitial de privilegio respecto a los otros hombres, y eso lo autorizaba a mirarlos con analítico desdén. Más de una vez, desde su moralina izquierdista, se lo reprochó a sí mismo. Más de una vez, volvió a caer en el mismo pecado contemplativo.

-¡Qué me decís de estos tipos si vos sos igual! Estas todo el día pelotudeando acá en el bar, escribís dos notas pedorras por semana y te cagas de hambre- le había dicho Carlos. Ernesto, infructuosamente, había intentado explicarle su teoría y lograr extraer la conversación de las líneas banales por las que corría naturalmente.

Luego entendió lo disparatada de su voluntad pedagógica y se afirmó aún más en su disciplina silenciosa.
Por esa vocación meditabunda le simpatizaba aquel hombre callado y, en algún punto, se solidarizaba con su situación: no es sencillo mantenerse enhiestamente ensimismado mientras se está rodeado de tres energúmenos opinadores, que ansiosos se muestran por volcar toda su destreza en la incoherencia y la futilidad.
Habían pasado varios días en que las discusiones de aquella mesa se volvían un grito ensordecedor, pero el hombre se mantenía intactamente mudo. Prácticamente ni gestos emitía. Y lo más extraño, deducía Ernesto, los restantes hombres en ningún momento lo invitaban a participar ni le consultaban posición –mayormente buscándolo como cómplice en el respaldo de sus tesis circunstanciales-.
Su oficio de periodista de investigación lo inclinaba a sospechar: ¿Por qué razón ese hombre nunca dice nada? ¿Qué motiva a los otros a ignorarlo, a no pedirle opinión, a aceptar su silencio? ¿Quién es? ¿Por qué esa extraña autoridad ante el resto? ¿Para qué continúa yendo si jamás dice nada?
Su tesón resignado, por el contario, lo llamaba a la comprensión y la empatía: a fin de cuentas, aquel hombre era como él, y tranquilamente –enhorabuena- había otros que pensaran e hicieran lo mismo. Quizás, también, otros, desde otras mesas, se estarían formulando los mismos interrogantes sobre su persona.
En efecto, las cuitas profesionales podrían hacerse a un lado. Total, hacía mucho que no hacía investigación alguna y solo escribía en un modestísimo periódico de una escuálida tirada, se consolaba.
Ernesto, entonces, pedía otro café y proseguía con su pesquisa concentrada, aspirando que nadie viniera a interrumpirlo con algún miramiento molestamente terrenal.


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