Se había hecho de noche. Ernesto estaba insomne. El cuentagotas del reloj ese se hacía imposible. Nunca había soportado el tictac desvariado en monocordes melodías. Se rió para sus adentros: él no pegaba mucho con la poesía. Sintió sed. Miró a su alrededor y vio una botella medio vacía de caña que ni por asomo recordaba. Pero allí estaba y para algo iba a servir.
En el vaso que tomó para beber se olía algo agrio, ese rancio olor de lo viejo lo desconcertó. O se daba cuenta de la soledad escurridiza del cuarto casi a oscuras o se estaba volviendo loco. En cualquier caso, no importaba. Nada importaba. Lo único era esperar el alba para poder escapar de la conciencia. Miró de reojo y vio cómo una cucaracha hacía equilibrio sobre el respaldo de la silla. Trató de cerrar los ojos. En vano. Él seguía tirado sobre la cama, vestido, con una sensación de abulia que nunca se había permitido. De un salto se incorporó y empezó a caminar por la pieza. “Tiene que cuidarse Ernesto”. El médico se lo había dicho. Pendejo de mierda. Si no tenía ni la mitad de años de los que él. De pronto, estaba en la calle. Se percató de ello por la lluvia. Le encantaba la lluvia. No le importaba empaparse. Después de todo, era un alivio estar afuera. Solo pero afuera. Caminó hasta la plaza cercana. En una esquina, un perro mojado empezó a seguirlo. Se adentró en los árboles y vio que el perro se alejaba. De pronto, imaginó que su sombra iba tras del pobre animal.