Historia colectiva. Parte VII: El renacimiento - Lo decidió por la tarde. En otro bar, donde hacía horas estaba sentado junto a la ventana renovando el café, aunque el tordo le hubiera aconsejado justo lo contrario. Ese médico joven que lo había atendido en el hospital y parecía preocupado en serio por su salud. Ese que lo llamaba por su nombre: -Cuídese […]

Lo decidió por la tarde. En otro bar, donde hacía horas estaba sentado junto a la ventana renovando el café, aunque el tordo le hubiera aconsejado justo lo contrario. Ese médico joven que lo había atendido en el hospital y parecía preocupado en serio por su salud. Ese que lo llamaba por su nombre:

-Cuídese Ernesto -le decía- usted ya no es un pibe y no está para ciertos trotes.

-La puta -pensó- Marcos tendría más o menos la edad de ese doctor.

Marcos. Él le hubiera dicho lo mismo, pero tuteándolo, claro, tomándole el rostro con sus manos grandes y revolviéndole el pelo. Si cerraba los ojos casi que sentía todo aquello.
El recuerdo de Marcos hasta lo sorprendió: había tratado de entrenarse en la imposible tarea del olvido, pero, no hay caso, siempre se le aparecía así, sin permiso y en los momentos menos pensados, con la sensación de que una mano, tan real como las suyas, le tomaba el pecho en un puño y lo cerraba con la fuerza implacable de un gigante cruel.
Ernesto agitó la cabeza en un gesto de negación, sacudiéndose como los perros que quieren sacarse el agua del cuerpo. El tipo de la mesa de enfrente lo miró con curiosidad y Ernesto sólo atinó a sonreir estúpidamente.
Pero estaba decidido.
Las tripas le decían que algo había allí, en la secuencia de La Coartada, en el inesperado interés de Mario.
En una servilleta de papel comenzó a diseñar un plan rudimentario. Estaba solo, no podía contar con nadie y por lo tanto debía organizarse.
Pidió otro café y empezó a escribir. En el primer lugar de la lista puso el nombre Eduardo y lo encerró entre signos de interrogación. Sacó una flecha y escribió “compañía de taxis”. Debía investigar allí. Con un poco de suerte y habilidad podría averiguar algo entre sus compañeros.
Sin embargo, el personaje que lo intrigaba más que nadie era la mujer que había desencadenado todo. Ernesto recordaba que cuando la vio entrar a La Coartada pensó:

-¿Esta mina que hace acá?

Era como una actriz que se hubiera metido por error en el escenario de una obra que no era la suya. Su porte, la arrogancia exhibida como una virtud ante un puñado de hombres sorprendidos, empequeñecidos por esa presencia marcaban un contraste impactante que la mirada de Ernesto no dejó de percibir.
Además era bella. La ira había arrebolado sus mejillas, pero ese rubor encantador no era nada comparado con el fuego que lanzaban sus ojos celestes, entreabierta la boca de labios carnosos, agitada, impaciente por vomitar todo lo que venía a decirle a Olmedo.
En la pintura esbozada por el recuerdo, Ernesto la dibujaba como una gigante ingresando en un planeta de enanos.
Después de arrojar el peluche y las flores se compuso el cabello con un gesto de furia pero de intensa femineidad, creyó recordar Ernesto. Por cierto, no era la primera vez que el volcánico enojo de una mujer lo tenía como testigo, frecuentemente como destinatario.
Mujeres. Ernesto sabía algunas cosas sobre ellas. Claro que esas cosas eran como el peine que te regalan cuando te quedaste pelado, como decía Ringo. Las había aprendido después de darse la cabeza contra la pared muchas veces.
Y en el mundo del delito, víctimas o victimarias, también aparecían con frecuencia. Los policías franceses dicen “busquen a la mujer” cuando se enfrentan a un crimen, recuerda Ernesto. Los franchutes asumen que siempre hay una pollera, causa o efecto, cuando la sangre se derrama con violencia.
La servilleta que servía de improvisado bloc de notas estaba completa con la grafía y el orden casi incomprensibles surgidos de los devaneos reflexivos de Ernesto, cuando, afuera, la luz de la tarde comenzaba a ser reemplazada por la artificiosidad multicolor de los comercios, los carteles y los autos.
Ernesto se sintió casi feliz en ese momento. Antes, mucho antes, lo había sido de a ratos pero hoy era un estado casi olvidado, como la cuerda de un instrumento que no se pulsa durante mucho tiempo y se deteriora tanto que cuando decidís tocarla ya ni sabés como se hace o, peor, el sonido que arrancás es una caricatura del que conociste.
Sí, es bueno sentirse así, pensó Ernesto. Era revitalizante estar en acción otra vez y se preguntó si este era uno de los “trotes para los que ya no estaba” que le había marcado el médico del hospital.
Sacudió la cabeza en un movimiento de asentimiento para reafirmar lo que pensaba y el tipo de la mesa de enfrente volvió a mirarlo con curiosidad.
Ernesto le sonrió estúpidamente por segunda vez en esa tarde.


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