Manifiesto Contra | Contra la ancianidad - La ancianos gozan impunes de la piedad, como si el solo hecho de ser indefensos y achacosos los eximiera de responsabilidades y embadurnara de legitimidad aun a las más infecciosas muestras de anacronismo y criterio retrógrado. ¿Qué pasaría si se pone en cuestión el ideario del «viejito bueno»? Por Furibundo Contreras No me gustan los […]

La ancianos gozan impunes de la piedad, como si el solo hecho de ser indefensos y achacosos los eximiera de responsabilidades y embadurnara de legitimidad aun a las más infecciosas muestras de anacronismo y criterio retrógrado. ¿Qué pasaría si se pone en cuestión el ideario del «viejito bueno»?

Por Furibundo Contreras

No me gustan los viejos. No es por nada en especial. O sí. En realidad: los veo demasiado frágiles, como siempre a punto de morirse. Entonces temo que se me mueran al lado. Se imaginan: estar con un viejo, solos los dos, en una sala de espera o una parada de colectivos, y que de pronto el viejo caiga redondo al piso. ¿Qué hace uno con el viejo muerto ahí y toda la gente que pasa y te mira como diciendo: “hijo de puta, dejaste morir a un pobre viejo; ¿Qué le habrás dicho? ¡Insensible!” ¡Pero si lo acabo de conocer y no alcance a cruzar dos palabras con él! Quizás un saludo al llegar. Nada más. En todo caso, el inoportuno es él: definitivamente, morirse no es la mejor manera para comenzar una relación con alguien.

Por esa razón desconfío de ellos: todas las veces que miró a un viejo a los ojos puedo dilucidar la amenaza, como si me dijera: “Que no quedemos solos, porque me voy a morir y todos te van a culpar a vos”. Hay que evitar quedarse solos con los viejos, por una cuestión de salud y seguridad personal.

Además, los viejos no son agradables: están arrugados, tienen mal olor, hablan demasiado lento, no entienden los chistes, se quedan con la boca abierta y mirando como idiotas. Es triste saber que, hagamos lo que hagamos, todos terminaremos ahí. No hay forma de escaparle a la decrepitud. El más atlético de los hombres que vemos hoy o la más exuberante y bella de las mujeres, terminará siendo un mazacote de articulaciones debilitadas recubiertas por un cuero decadente y achicharrado que no puede participar activamente de las conversaciones y, en el mejor de los casos, es completamente subestimado por los más jóvenes como si se tratara de un subnormal.

Por eso me convenzo que Dios no es bueno: alguien bueno no haría algo así con su creación. Para qué nos haría padecer artritis; soportar largas horas esperando a un médico; sufrir las vueltas de las obras sociales para realizar los reintegros; subsistir con una jubilación magra que de suerte alcanza para el pan y un queso untable; estar todos los días, todas las mañanas, pensando que quizás sean la última, que la próxima hora puede venir el ataque cardiaco que amenaza desde hace meses; quedar completamente perdidos y hasta llegar a cagarse y mearse encima nuevamente como si fuera un bebé, aunque de un modo mucho más repugnante.

Y después hay sacerdotes que vienen a decirnos: “Dios te ama”. ¡Curiosa manera de amar a alguien!

Por otro lado, uno nunca sabe el pasado de los viejos. Por eso me niego a ser generoso con los ancianos, sin distinción. Para mí, todos los viejos tienen cara de fachos. Detrás de esa nobleza endeble que aparentan, puede esconderse un antiguo torturador o un masacrador de multitudes o un dirigente corrupto o un empresario venal que explotaba a sus trabajadores y evadía cuantos impuestos existieran, gozando una vida de privilegios a costa del esfuerzo y sacrificio del resto. Uno nunca sabe quién era el viejo que ahora está a su lado estornudando y pidiéndole ayuda para cruzar la calle o realizar algún trámite.

Encima los viejos coleccionan “buenos valores”. Son los que andan por ahí diciendo lo que debe hacerse, lo que está bien y lo que está mal. La mayoría de ellos parecerían una máquina de hacer evaluaciones sobre las conductas de los otros. Está bien, cualquiera puede decir que eso se debe a la cultura retrógrada en la que se formaron, con la férrea autoridad con la que los criaron y cuanta mierda más debieron soportar en sus infancias y juventudes. Pero, asumámoslo: ¿Existe algo más abochornante que una persona mostrando su orgullo por sus buenos valores? Sí, el idiota que se lo festeja.

¿¡Quién no ha estado en presencia de dos viejos, complaciéndose mutuamente por sus honorabilidades, sus respetos y sus dignidades; celebrándose mutuamente su corrección y lamentando “las cosas que se viven hoy!? “Y claro, ¿qué querés? ¡Como está la juventud!” “¡Qué bárbaro! Todos esos jovencitos por ahí, drogándose, en vez de estar estudiando y trabajando” “Ya no hay respeto por nada: los padres no tienen autoridad” Justamente estos padres de hoy, es decir: ¡Sus hijos! ¡Sus malditos hijos! ¡Los que ellos criaron y formaron con sus valores de “honorabilidad”, “respeto” y “dignidad”!

¿Acaso su vejez no les permite advertir los cambios del tiempo? Que ya no hace falta más impostar la seriedad, recurrir a la hipocresía ni consagrase a normas sagradas represivas y formadoras de neuróticos trastornados con potenciales riesgos de genocidas, violadores, homicidas o degenerados. Quizás porque ellos no pudieron gozar de la vida y de todos los placeres que la existencia ofrece realmente como quisieran, es que ahora sancionan moralmente a quienes intentan hacerlo. Todos los moralistas, en el fondo, siempre me parecieron unos envidiosos. Como si estuvieran permanentemente intentando evitar que los otros hagan lo que ellos no pudieron hacer: lo que no tuvieron las agallas para hacer. Un buen hombre es, según el concepto, en efecto: alguien completamente resentido que se la pasa señalando con el dedo a aquellos que cumplen las satisfacciones que él –por temor, por vergüenza, por cobardía, por represión- tiene impedidas de satisfacer. ¡Por eso los viejos detestan a la juventud actual! No por inmorales o drogadictos o degenerados o vagos y mal entretenidos… sino porque hacen todo aquellos que ellos hubieran querido hacer y no hicieron.

Tanto critican a las juventudes, a la degradación moral de las generaciones que les procedieron que se les pasa por alto un detalle fundamental: ¿no fueron ellos, precisamente, los que educaron a esas generaciones subsiguientes? ¿No fueron sus valores, sus reglas, sus normas las que les transmitieron? ¿Entonces, la culpa es del cancho o del que le da comer?

Por eso, si llego a viejo y ando dando sermones aleccionadores y quejándome de qué mal andan las cosas y apuntando con el dedo a los jóvenes que sonríen y disfrutan y rememorando nostálgico épocas pasadas de felicidad incomprobable… por favor, ruego que me disparen a la cabeza, sin titubeos, y se aseguren que muera, con un buen tiro de gracia.


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