La invasión de los idiotas - Manifiesto Contra Los idiotas invaden en tropel llevando como bandera su irredimible idiotez. Por todos los rincones nos acechan, a cada centimetro aparece algún idiota dando cátedra y promoviendo su idiotez. Como bestias contagiosas, intentan inocularlos su estulticia. Nuestro amigo Contreras lanza está alabanza contra su empresa de difusión idiota. Por Furibundo Contreras Los idiotas […]

Manifiesto Contra

Los idiotas invaden en tropel llevando como bandera su irredimible idiotez. Por todos los rincones nos acechan, a cada centimetro aparece algún idiota dando cátedra y promoviendo su idiotez. Como bestias contagiosas, intentan inocularlos su estulticia. Nuestro amigo Contreras lanza está alabanza contra su empresa de difusión idiota.

Por Furibundo Contreras



Los idiotas llegan en batallón. Solo así se atreven a atacar. Sus tímidos ánimos se trastocan en la muchedumbre. Cuando se vuelven masa, arremeten sin consideración. Los idiotas son leguleyos de la ingenuidad. Como tropas disciplinadas, arrasan con todo, sirviendo gentilmente los intereses de los capitanes incuriosos. Estos no mueven mucho más que un pelo, y los idiotas responden a sus órdenes servilmente. Su gusto es idiota, razón que los convierte en los más fanáticos de su idiotez. Se rehúsan a aceptarlo, asimismo, por ser idiotas. Cantan los villancicos de los poderosos, sin enterarse que a ellos nada les dejan. Los idiotas lo son tanto que no comprenden el por qué. Ellos viven entre idoteces y se bañan gustosamente en el mar de necedades que sus patrones les venden. Pagan precios impensados. Pero, como son idiotas, de eso ni se enteran.

Van llegando de a montones, como malones embravecidos que arriban para conquistarlo todo. Con la venia de los Señores, los idiotas proceden a desparramar masivamente su idiotez. Quieren que la idiotez sea la regla y, en su afán idiotizante, se llevan puesto a más de un elemento valioso. Hay idiotas encubiertos, que se hacen pasar por sensatos. Esa es una de sus buenas formas de penetración. Convencen de que son mentes claras e inyectan de a poquito su veneno vulgarizador. Las armas de los idiotas son las que las pútridas mentes les preparan. El idiota es tan idiota que hasta se convence de ser independiente y, de esa forma, afirma y reafirma su sometimiento.

También hay idiotas que no le interesa nada: no les importa si son o no son idiotas, ellos nada más gozan de serlo. Esos sirven para distraer resistencias débiles. Son idiotas de exposición: aparentando una gracia plena en su nubosidad de idioteces, alardean de una plenitud inexistente y amenazan animosamente, al que sufre su dolor. Esos idiotas desinteresados son los que hacen creer que es posible estar exento de la realidad. Resulta que son los idiotas que más hundidos están en su fango miserable.

La regla de los idiotas es una regla que no mide. Aparentan estimar los hechos y las cosas, pero solo dejan que fluyan. Los idiotas no deciden nada. Ellos, simplemente, responden. Acatan como siervos amaestrados que son las órdenes idiotizantes de las sanguijuelas chupasangre. No le temen a los malos, los idiotas, porque ni siquiera los ven. No pueden diferenciarlos ni comprender quién juega a su favor. Las explicaciones complicadas los agobian, por algo son idiotas. Y se llevan a sus hogares, como regalos magistrales, las burdas porquerías que bellamente empaquetadas les ceden.


El idiota nunca supo lo que significa no ser idiota. Tampoco supo lo que significa serlo. Si algo caracteriza al idiota, es que ni enterado está de su identidad. Su idiota actitud lo pierde de saberse: él, sencillamente, obedece. Se desespera por saber lo que le dicen y hace los mayores esfuerzos para corearlo al pie de la letra, fingiendo una postura que lo haga pasar por propio. El idiota piensa que no es idiota, y esa es su mayor idiotez.

Los idiotas no son más que parlantes, groseros espejos de una realidad que los supera. Hablan sin decir y sin mover los labios. Repiten textualmente lo que desde las capitanía se le dicta. El razonamiento no es su virtud, aunque en ocasiones, hay idiotas que lo ejercen. No lo hacen, sin embargo, críticamente: siguen idiotamente los pasos que los mismos provocadores les invitan a seguir. En su idiota afán de ser alguien, terminan por ser eso que son: no más que simples idiotas.


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