Cuentos | El clásico de Martín - Narrando Los clásicos de pueblo vibran tan intensamente como los espectáculos nacionales, solo que su radio de magnitud se concentra en unas pocas cuadras, y el fervor de los ánimos y la fiereza de las expectativas, colman los climas de domingo, cuando la suerte de una victoria depara la pulsación de los inmediatos días. Por […]

Narrando

Los clásicos de pueblo vibran tan intensamente como los espectáculos nacionales, solo que su radio de magnitud se concentra en unas pocas cuadras, y el fervor de los ánimos y la fiereza de las expectativas, colman los climas de domingo, cuando la suerte de una victoria depara la pulsación de los inmediatos días.

Por Emanuel Rodríguez

Martin como todos los domingos se levantó bien temprano. Con el correr de los años no había podido vencer la adrenalina de los nervios que aún le causaba que su equipo juegue una semifinal por la Liga del Valle y encima con Guillermo Brown, esa gente que no entendía casi nada de fútbol, que defendía a los rústicos, al “ganar de cualquier forma”, al bilardismo, en el peor de los sentidos. Todo lo contrario de la gente como él, los del Deportivo Madryn, perdón, los del glorioso Deportivo Madryn, de paladar exquisito para el futbol champagne, los del toque y toque sin patear para arriba, aquellos que un día se deleitaron con la magia de Marcos del Cero y festejaron sin límites en el histórico monumento a la Galesa, una especie de centro místico, cual si fuera la Cibeles para los del Real Madrid.


Al igual que todos los domingos comió los fideos que le había preparado su madre, Doña Elvira, ni bien regresó de la santa misa, que además de ser caseros, venían acompañados de un pesto que hasta la mismísima Doña Petrona se hubiera jactado de ser la creadora…

Bueno, la cosa es que Martin, cuasi enfermizo por el futbol, como en un acto religioso se puso la “camiseta de los partidos”, una casaca mágica, que soportaba desde el más denso calor hasta los más extremos fríos y vientos de aquella ciudad en la cual parece que naciera la correntada… muchos de sus amigos sostenían que dicha casaca tenía una fuerza extraña. Era una mezcla rara de cábala y religión, que había usado el Deportivo en la temporada del 98 cuando fueron campeones, así que imagínate la historicidad que cargaba esta camiseta que en la espalda lucía un nueve despegado y totalmente desteñido producto de los miles y miles de lavado que Elvira le propinó luego de cada partido de los últimos 15 años…

“Tres menos diez en toda la ciudad de Puerto Madryn”, decía el relator oficial de la Radio del Valle; Martin ya estaba parado en la puerta del estadio, carnet de socio en mano con el cual accedía al descuento del treinta por ciento de la entrada popular, camiseta número nueve, y los ojos más brillosos y felices del mundo, porque esa era su fiesta, esa era su iglesia, esa era su casa, sus colores, su vida… y él estaba otra vez ahí, fiel, presente de cuerpo y alma, y en una ocasión más que especial, una semi y con su rival de siempre, su adversario de lujo, su clásico de la ciudad…

El aire se volvía mas espeso segundo a segundo, faltaban nueve minutos para que comience el partido pero el reloj parecía haber apaciguado su marcha y no quería que pase el tiempo… Martin ya estaba ubicado en la popular, apretado con el alambrado (por si no saben, en los clásicos la cancha se recontra llena porque van los hinchas y los no tan hinchas, pero como era un espectáculo que solo se daba una o dos veces al año con suerte, nadie se lo quería perder), y como te decía, siempre se paraba al lado del cartel de “Quilmes”, porque de ahí se veía toda la cancha y él no era como todos esos que van a gritar y se ponen de espalda al fútbol, él disfrutaba de ver jugar a sus representantes en esa guerra por una pelota en la cual se jugaban el campeonato y la gastada histórica de los de Brown…

Esperando que pasen los larguísimos minutos, con la radio en la mano y los auriculares para estar informado de lo que pasaba en la otra semifinal, Martin esperaba el inicio del encuentro, y como todo hombre de futbol hacía aproximaciones sobre quien iba a ser el que los enfrente en la final…

Las piernas le temblaban como a un nene antes de ponerse una vacuna. La radio había tomado temperatura por la fuerza que sin darse cuenta le transmitía con su mano. Faltaban 7 minutos para el comienzo de la batalla cuando por el túnel central del Coliseo del Golfo (estadio del Deportivo) se asoma un jugador vestido de Blanco con dos tiras en el lado derecho de su pecho, una negra y otra amarilla (hoy jugaban con la auxiliar porque hacía cuatro fechas que estaban invictos con esa camiseta y no querían cambiar la racha), y el mundo se vino abajo…

Millones de papelitos inundaron el cielo de Chubut para luego reposar sobre la cancha, fuegos de artificios que enloquecían a los perros de los vecinos y le avisaban a los de Brown que Deportivo Madryn había llegado, con hambre de gloria, con la frente más alta que nunca, y con la esperanza intacta de agregarle a su escudo una estrella más y a su gente, los más de cinco mil hinchas presentes, una historia única e irrepetible para contarles a sus nietos cuando sean grandes…

El olor a pólvora tapó al de choripanes que provenía desde afuera en la inagotable parilla de “Tito” que estaba en ese lugar desde antes de que Martin naciera para llenar la panza de los aurinegros por solo quince pesitos el chori…

La tribuna no dejaba de cantar, esto era para Madryn su Coliseo Romano, donde muchas personas encerradas en un campo se jugaban la vida por un sentimiento, y miles desde afuera se jugaban la felicidad incalculable que te cubre el cuerpo cada vez que tu equipo gana un partido. Martin era uno de ellos, convencido de que ese era el momento y el lugar adecuado para llenar otro espacio en la vitrina de la sede con otro trofeo…

El árbitro se puso su silbato en la boca, Pedro abraza a un desconocido, el panadero se persigna, Carlitos mira al cielo pidiéndole justicia a su Dios y prometiéndole cosas que seguramente no va a cumplir, y Martin aprieta fuerte la camiseta como sabiendo de antemano lo que ese día inigualable le tenía guardado…

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