Cuentos | Éntomos: mutación - Por Bernabé De Vinsenci

Quizás esta desgracia logre serle útil a la entomología, o quizás algún imprudente la involucre con una fábula Kafkiana. Ni una ni la otra: la peripecia es propia por instantes impropia. No recuerdo con fidelidad la fecha; acaso haya sido en el siglo XVIII. En ocasiones dudo de la palabra entomología: (del griego éntomos, «insecto», y logos, «ciencia») es el estudio científico de los insectos. Y yo era un insecto: oruga, gorgojo, grillo…necesariamente no lo sé.

No obstante mi destino era asocial más bien de largas jornadas embutido en un caño de alcantarillas o de construcción. Allí el soplido del viento ni siquiera asomaba ni tampoco el pudor de las consideraciones del por qué me hallaba en esa insólita condición. Dos palabras definían la circunstancias: ermitaño y tosco. Era cosa existencial sin posibilidad de comunicación: jamás descubrí lengua con la cual interactuar. Optaba por reorganizar los signos de mis pensamientos situándolo aquí intercalándolo allá. Sí alguien expusiese una resolución a todo esto afirmaría que no habría incógnita alguna para la resolución. Era una táctica de pasatiempo para custodiar la senda del tiempo. Nada impedía tener presente que existían períodos, etapas, jornadas envueltas en un paquete llamado tiempo; lo que no conocía era la fragmentarización del paquete tiempo: la rutina subyacente.

Registraba la entrada del sol, la llegada de la luna, del frío, el calor y todas las impresiones ridículas que nos atribuye el simple hecho de vivir; Inclusive conservaba otras perspectivas acerca de la naturaleza: con las alas ascendía unos veinte metros de la corteza y allí todo era miniatura, una maqueta: hormigas, puntos móviles, geometrías inclasificables. Estas desigualdades me hacían íntegro, grandilocuente con el resto. No reclamaba nada. Estaba seguro de las existencias atontadas, solemnes.

Para las migraciones calculaba el tiempo de esta manera: Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus; Pasados treinta y siete veces los cincos planetas emigraba al norte, o al sur si me encontraba en el norte; sólo por cuestión de ecosistema: mayor o menor comodidad. A veces eran un hastío las temperaturas y el sudor que originaban.Perdón por el atrevimiento, aún no he presentado la fisionomía de la entidad oculta. En la cabeza gozaba de tres antenas, dos ojos como los de un Tarsio, más abajo un protórax, un abdomen muy velludo del cual salían dos alas y dos patas prolongadas; por último una formidable cola. Las patas me cedían posarme en los cimientos sin peligro alguno. Era la única cualidad que veneraba. Cualquier investigador hubiese dicho que era un collage viviente.Intrusamente el 23 de abril de 1878 aparecí en un cuarto menudo. Algo penumbroso: el suelo con un entablado antiguo, las paredes resfriadas por la humedad y dos persianas que valían de aduanera para el acceso de la luz. En la mitad del tugurio revelé una mesilla ocupada; ambos extremos invadidos por dos siluetas. Una garabateaba en un papiro con los ojos obstruidos la otra persistía muda acariciándose las manos riada de callos. “His humé antans lopust” dijo una de ellas con lengua extraña. Enmudecido me acerqué a una vela y desde allí espiaba cada desplazamiento. Una de las siluetas anotaba planos, trazos ininteligibles que concernían a la escritura de la lengua platicada. La vela era el único faro, el resplandor de cada silueta. Ninguno distinguió que yo estaba allí. Algo sucedería. Una premonición vehemente, me inquietó. Mis órganos comenzaron a movilizarse de por sí solos. La cera cayó justo encima de una pata lo que paralizó mi autonomía.

Varias porciones de cera comenzaron a caerse como si se trata del apocalipsis: la venida del mesías. “Wouna mima goalás” proseguía la voz. Forcejeaba, trataba de zafarme. La condición de insecto, monstruo, hizo que empezará a bramar a emitir un ruido hosco. Una y otra vez con frecuencia acrecentando el tono, fastidiando a los presentes. Una mano se aproximó de repente. Cuidadosamente corrió la cera que aplastaba mi pata. Me tomó levantándome con dos dedos y a sus ojos me acercó. Simulé no verla. “Ahora verás” le dijo a su interlocutor que habitaba pálido. La anciana me embutió dentro de un líquido hediondo y luego me estampó contra el suelo. No conseguí transportarme. Como pude salí del cuarto. En el pasillo colgaban innumerables retratos acromáticos con miradas penetrantes: abajo cada uno de ellos tenía serigrafiados datos que no pude analizar. Finalmente gané salir por un orificio de una de las paredes de barro.

Afuera mi cuerpo convulsionó, sentía frío, malestar por las regurgitaciones; los tejidos de cada órgano minúsculo se rompían. Explotaban formándose hematomas, coágulos, enfisemas. Estallaba, mutaba. Las patas comenzaron a cambiarme, los contornos; reaparecían nuevas envolturas. Los ojos de Tarsio crecían aún más; no acertaba lo que había querido decir con: “Ahora verás”. Las palabras zumbaban, cambiaban de intensidad como las notas de una partitura. Estaba hundido en un proceso de metamorfosis. De las patas eyaculaba calcio, tendones, arterias, y finos tejidos. Lentamente la mutación alcanzaba a su fin, incorporándose con un hígado, dos pulmones, dos ojos, un miembro. Lánguidamente me convertía en un bípedo…sobretodo en humano.

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