El derrotero de las ideas en la historia de la voluntad latinoamericanista es el conducto subterráneo de los acontecimientos, el flujo inevitable que, en cada una de las hazañas liberadoras, se dio por supuesto y agitó la musculatura que hizo la guerra y la libertad. Segunda entrega del repaso de la historia del pensamiento latinoamericano.
Por Roberto Ferrero
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Tanto como Morelos en Méjico o Gaspar Rodriguez de Francia en Paraguay, José Gervasio Artigas, dio comienzo en la Banda Oriental -como se le llamaba entonces- a una transformación agraria y política de vastos alcances, cristalizada institucionalmente en su famoso “Reglamento para tranquilidad de las Campaña” de 1815, pero paralelamente no dejó de expresar nunca su ideario de unidad hispanoamericana, como lo demostró documentadamente Arturo Ardao en varias ocasiones. Ya en abril de 1811 se refería a “los americanos del sur” como “compatriotas” y consideraba a la América del Sur como “nuestra patria”. En abril de 1814, dirigiéndose al Directorio porteño, añadía: “La independencia que propugnamos para los pueblos no es una independencia nacional; por consecuencia ella no debe conducirnos a separar de la gran masa que debe ser la Patria Americana a ningún pueblo, ni a mezclar diferencia alguna en los intereses generales de la revolución”. Repetidamente se expidió con extrema claridad sobre el tema: “El espíritu que respira nuestra Nación Sudamericana”, “La libertad de América forma mi sistema” o “Ver libre mi Nación del poderío español”, dijo en diversas ocasiones. Incluso pensó el líder oriental ponerse a la cabeza de las fuerzas que liberarían a toda Hispanoamérica, pero no lo pudo hacer porque su base natural de sustentación -la Banda Oriental- estaba siendo atacada e invadida permanentemente por españoles, porteños y portugueses.
El General San Martín se orientó también siempre en el mismo sentido latinoamericano que Bolívar, como cuando en 1816, en carta a Tomás Godoy Cruz, le decía: “Los americanos o Provincias Unidas no han tenido otro objeto en su revolución que librarse del mando del fiero español y formar una nación” , o como cuando hacía referencia a los cuidados que la autoridad debe tener con “los habitantes del Hemisferio Americano”. Varios años más tarde, otro gobierno argentino -el de Juan Martín de Pueyrredón- dará a San Martín, a punto de cruzar los Andes a la cabeza del Ejercito Libertador, la indicación de que hiciese “valer su influjo para persuadir a los chilenos a enviar sus diputados al Congreso de la Provincias Unidas, con el objeto de constituir una forma de gobierno general para toda la América, unida en nación”, reiterando así las sugestiones de Álvarez Jonte y Martínez de Rozas de años atrás. Cabe recordar que este Congreso, el 9 de Julio de 1816, habría de declarar la Independencia de las “Provincias Unidas en Sudamérica” y no “del Río de la Plata”, como se cree generalmente (20). Vale la pena señalar que en los Libertadores y en el lenguaje de la época “América” equivalía al aun no inventado término de “Latinoamérica”, de cuño francés.
También en Chile, Bernardo O’Higgins, discípulo de Miranda, formado a su lado en Londres, en vísperas de la batalla de Maipú llama a los americanos a constituir “la Gran Confederación de la América Meridional”. Coincidentemente, en noviembre de 1818, San Martín formulará su programa de la “Unión de los tres estados independientes” que acaba de liberar del dominio español. Dirá en su Proclama de esa fecha a los peruanos: “Afianzados los primeros pasos de vuestra existencia política, un congreso central compuesto de los representantes de los Tres Estados (Argentina, Chile y Perú) dará a su respectiva organización una nueva estabilidad; y la constitución de cada uno, así como su alianza y federación perpetua, se establecerá en medio de la luces, de la concordia y de la esperanza universal.” O¨Higgins, depuesto de su cargo de Directo Supremo de Chile y exiliado en el Perú en 1823, escribirá a Simón Bolivar ofreciéndole ”acompañarle y servirle bajo el carácter de un voluntario que aspira a una vida con honor o a una muerte gloriosa y que mira el triunfo del general Bolivar como la única aurora de la independencia en la América del Sur”.
Lo mismo que el Libertador chileno piensa su compatriota Ramón Freyre, otro soldado de la Emancipación. Igualmente, era firme partidario de la unidad continental el general Juan Gregorio de Las Heras, veterano de las dos guerras argentinas en Chile, quien después de ser Gobernador de Buenos Aires en 1824 volvería al país trasandino para radicarse, falleciendo allí en 1866.
3. Los otros latinoamericanos: Haití y Brasil
La idea de la unidad de intereses de los latinoamericanos nunca estuvo ausente tampoco en la primera de las revoluciones de la Emancipación: la Revolución haitiana. Durante el período más terrible de la guerra, cuando España había recuperado el dominio de todas sus colonias con la sola excepción de nuestro país, los Libertadores de Haití demostraron con hechos más que con proclamas su firme adhesión al ideario de la abolición de la esclavitud y la unidad de los pueblos del Caribe e Hispanoamérica. Ya desde el principio del alzamiento, antes de finalizar el Siglo XVIII, los Jefes negros y mulatos de la isla habían enviado sus agentes a las diversas colonias antillanas y hasta a la costas de Venezuela, con suerte diversa: algunos fueron capturados y ajusticiados, como Debuisson y Laport en la Jamaica inglesa, pero otros lograron conmover vastos conjuntos de esclavos en diversas regiones, que no lograron triunfar. Muerto en Francia, prisionero, el gran Toussaint Louverture, y declarada la Independencia de Haití el 1° de Enero de 1804, lo gobernó su sucesor Jean Jacques Dessalines hasta 1806. En esta fecha, el país se dividió: el Norte fue gobernado por Henry Christopher, un emperador negro de costumbres fastuosas y tiránicas, que estableció un sistema semi esclavista de trabajo, mientras que el Sur quedó a cargo del general Alejandro Petión, un mulato patriota e instruido que prestó a Bolivar y demás jefes v venezolanos una ayuda inestimable. Bajo Petión, escribe Ramos “por primera vez en la historia de Haití los obreros rurales reciben el pago de sus salarios en dinero y la Constitución establece la enseñanza pública y gratuita… Se entrega tierras a los campesinos e introduce el concepto de democracia agraria…”. El mismo autor lo categoriza como “factor decisivo en la emancipación del Nuevo Mundo”.
Efectivamente, Petión proporcionó al exiliado venezolano más de seis mil fusiles, municiones, abastecimiento, víveres, importantes cantidades de dinero, varias goletas, 30 oficiales, 600 soldados y hasta una imprenta completa para la expedición libertadora que partió de Los Cayos el 31 de marzo de 1816. Derrotado por segunda vez (la primera había sido en 1812, con Miranda), volvió a Haití a solicitar nueva ayuda y su presidente le contestó desde Puerto Príncipe: “Si la fortuna se ha reído de Ud. por dos veces, quizá le sonría en la tercera oportunidad…cuente con todo lo que de mi dependa: Dese, pues, prisa y venga a esta ciudad”. Y volvió a rearmarlo y hasta tomó la excepcional medida de destinar a la segunda expedición toda la recaudación de los derechos de anclaje de todos los puertos nacionales. A cambio, solo le pidió que declarara el fin de la esclavitud en las tierras que liberara. El 18 de diciembre, Bolívar volvió a partir, esta vez para triunfar para siempre ocho años después en Ayacucho, para comenzar en los meses siguientes a la gran batalla a dar forma organizativa a las ideas unitaria esbozadas en la “Carta de Jamaica”.
Pero no únicamente a Simón Bolívar ayudó la generosidad del gran haitiano, porque ella se dilataría además sobre cuanto patriota deseaba luchar por la independencia y la unidad continental. Como escribe Paul Berna, “Haití, pues, de 1815 hasta 1818, se había convertido en bastión de la Revolución Hispanoamericana gracias a la franca y decidida ayuda de Petión”.
El Brasil proclamará su independencia respecto a su metrópolis portuguesa, en medio de un inesperado clima de solidaridad iberoamericana, que ya se venía conformando como resultado de los grandes acontecimientos militares y políticos de las campañas bolivarianas. Juan IV, que había gobernado el país como “rey de Portugal, Algarves y Brasil”, se volvió a Europa en abril de 1820, después de que un alzamiento en Río de Janeiro lo obligara a jurar la Constitución liberal de Oporto. Quedó entonces como Regente su hijo Pedro I, que gobernó con el partido Liberal o “brasileño” encabezado por el profesor José Bonifacio de Andrade (1763-1838). Los patriotas de este partido habían venido preparando la independencia y en septiembre de 1822, ante la noticia de que las cortes lusitanas “habían anulado todos los actos de Pedro, declaraban criminales las juntas gobernativas que habían reconocido su autoridad y consideraban culpables de alta traición y dignos de ser sometidos a juicio a sus ministros y consejeros”, aconsejaron al Regente que se pronunciara por la separación y se proclamara Emperador. Este lo hizo así el día 7, a orillas del río Ipiranga.
Hasta aquí la leyenda simplificante de la transformación del Brasil de colonia en nación soberana con gobierno imperial. Sin embargo, las cosas no fueron tan tranquilas para los patriotas que vivieron aquellas jornadas. La colectividad de terratenientes y comerciantes portugueses era muy importante y de ideas absolutistas y las tropas lusitanas permanecían acantonadas en algunas ciudades brasileras del Norte y en la “Provincia Cisplatina”, como se denominaba el Uruguay desde que se lo incorporara en 1817. Es en prevención de una resistencia de estas fuerzas anti-independentistas que José Bonifacio pensó en la ayuda y/o alianza con los países de habla castellana que lo rodeaban y que ya casi habían concretado para la fecha su propia emancipación. De allí que el Jefe liberal y ministro de gobierno y relaciones exteriores de Pedro I, ya en mayo -antes del “Grito de Ipiranga”- manifestara en la corte, delante de veinte personalidades extranjeras, “que necesitaba la Gran Alianza o Federación americana, con entera libertad de comercio, que si Europa la recusara, se le cerrarían los puertos y se adoptaría el sistema de China, y si decidieran atacarlo, sus florestas y montañas serían fortalezas”. Hasta el joven Pedro compartía la idea, según informaba su esposa, Leopoldina de Habsburgo, a su padre Francisco I de Austria y a su reaccionarísimo ministro, el prínciope Clemente Metternich: los brasileros, les decía el 23 de junio, “están trabajando para formar una Confederación de Pueblos, con sistema democrático, como en los Estados libres de América del Norte. Mi marido, que infelizmente ama todo lo novedoso, está entusiasmado, como me parece…”. Por ello, apenas institucionalizada la independencia, en las Instrucciones para el embajador Correa da Cámara del 13 de octubre, José Bonifacio, temiendo una acción conjunta de todas las potencias colonialistas de Europa, le decía por ante la faz de los países hispano parlantes “que una Liga ofensiva y defensiva de cuantos estados ocupamos este vastísimo Continente, es necesaria para que todos y cada uno de ellos puedan conservar intactas su Libertad e Independencia, altamente amenazadas por las indignantes pretensiones de Europa…” .
Y sus temores no eran infundados, porque los ejércitos portugueses resistieron durante casi un año en Bahía, en Marañón y en Montevideo, ciudad esta última donde los encabezaba el general Álvaro da Costa. Para acabar con la resistencia realista, Pedro I no acudió a comandantes brasileros, sino a dos militares que se habían distinguido en las aún pendientes luchas contra la monarquía española: en tierra al general Pedro Labatut, quien había sido oficial de los ejércitos bolivarianos, y en mar, al almirante Thomas Cochrane que había dirigido la expedición marítima sanmartiniana al Perú en 1821. Ellos acabaron con la oposición armada portuguesa en julio de 1823 y el general Carlos Federico Lecor con la de Da Costa en noviembre.
Para entonces, ya casi pasados los apuros, el ministro De Andrade había perdido el poder y sustituido en julio por los dirigentes del partido absolutista o “portugués”. “Desde ahí hasta la abdicación de don Pedro -dice Caio Prado Junior- son ellos los que gobiernan”. Sus estadistas ya no pensaron en la alianza con los países vecinos, sino en suprimir la libertad de prensa, atiborrar de privilegios al comercio portugués de Río de Janeiro, ignorar los intereses agrícolas del país y preparar la guerra contra la Argentina de 1827, “en tanto esperaban la hora propicia para unir nuevamente el país a la antigua metrópolis”.
Quien sí fue un verdadero latinoamericano, fue el general José Inacio Abreu e Lima (1794-1869). Obligado a huir del Brasil al fracasar la revolución separatista de Pernambuco de 1817, había emigrado a Estados Unidos y luego pasó a Venezuela, incorporándose de muy joven a las filas del ejército de Bolívar con el grado de Capitán. Peleó en la batalla de Cúcuta, fue ascendido a General y -muerto el Libertador- no reconociéndole su grado el presidente Santander de Colombia, viajó a Estados Unidos y a Europa, regresando más tarde a su patria donde intervino en la “Revolta Praiera” republicana de 1848 y terminó sus días enrolado en las ideas del socialismo utópico. “Abreu -escribe Vamireh Chacón- estuvo entre Bolivar, Santander, Páez; en una fase de su vida pensó más en HispanoAmérica que en su propio país; fueron suyas las mismas preocupaciones de Artigas, San Martín, Sucre”.
Tales las ideas de unidad de quienes nos dieron la Independencia.