Manifiesto Contra | El crimen y el orden en la Argentina democrática - Por Tulio Enrique Condorcanqui

¿Cómo llega un hombre de clase media laburante a convertirse en el guardián más entusiasta de la escasa parcela de la propiedad de la que las estructuras sociales le permiten gozar? Transformados en perros feroces, vecinos simples de un barrio simple, cuyas vidas no rebalsan los límites de las prácticas más afincadas en las costumbres del pueblo argentino, cuidadosos de sus posesiones, ganadas con el esfuerzo y el sacrificio que su condición social acarrean, convencidos de unas cuantas creencias que los hacen repugnar toda infracción de las pautas morales elementales e igualar todas ellas bajo una universal figura de la maldad, asumieron el papel de asesinos impiadosos y golpearon hasta morir a un pibe por puro desenfreno justiciero, ariscos por una odiosa sensación de impunidad que configura cada una de sus instancias vitales, donde entiende que solo para el que disfruta de un poder siempre superior al propio están permitidas las licencias y los lujos, rendidos ante un orden jurídico basado en el privilegio y la corrupción, que se extiende como una manta atroz y venal hasta las más inmediatas formas de interacción social.

Las reglas no funcionan, de manera que el riesgo sancionatorio de romperlas, disminuye con esa pérdida de significatividad: saben que el problema de la inseguridad ha disparado una concepción de batalla social, dónde las clases pudientes (que pueden verse comprendidas dentro de esa noción porque son las que pueden, también, jugar dentro de las posibilidades para llegar a obtener aquellos objetivos que la dinámica social propone), sabedoras de la necesidad de paz y orden, se ven resignadas a asumir su papel de secundaria persecución de cúpulas siempre privilegiadas y siempre inalcanzables, aunque acaso algo asimilables a través del consumo y el maravilloso juego de los status sociales.

El Estado como administrador del crimen y el terror 

Éstas clases dominantes, entienden, tampoco ven con buenos ojos la inminencia de un conflicto, y saben aquellos que ninguna de sus feroces manifestaciones de violencia defensiva será repudiada desde la cautelosa moralidad gobernante. Es un acuerdo de clases para sostener el santo equilibrio de la propiedad, donde unos puedan pelearle a la circunstancia cotidiana para acceder a algunos territorios más adentrados de su dominio y así saciar las expectativas mínimas de crecimiento y prosperidad (siempre como una conjura contra aquella adversidad primaria y, en apariencia, irreversible); y otros continúen en el más o menos estabilizado gobierno de las cosas: de las empresas, de los comités y unidades básicas, de las estructuras partidarias tradicionales y, por lo tanto, de las principales instancias del poder político.

Pero, ¿le importa esto a aquel que, en cierto momento, olvida todos los reparos que lo unieron a la existencia hasta ese momento, y se desemboza en una truculenta expresión del animal que, amenazado en sus fuerzas individuales, se une a sus pares en la vulnerabilidad, y arremeten contra la amenaza externa, ahora comprendida en esas “bestias sociales” malformadas al calor de los desmanes de los gobiernos democráticos, del ’83 a esta parte, que articularon una rigurosa estructura institucional basada en ese pesimismo cauteloso, que dejó intactas las estructuras elementales del Estado, implantadas por los militares neoliberales y enemigos rabiosos del interés nacional, y consolidó sus fuerzas represivas en el brazo armado de sus policías, reivindicándose en un supuesto triunfo sobre el militarismo, pero permitiendo la ejecución de idénticas prácticas que las repudiadas y tan detestadas llevadas adelante por la sórdida inteligencia militar, ahora reconvertidas en policíacas, pero siempre identificadas como “milicos”.

El milico, ahora corrupto al extremo de lo ridículo y siempre cuestionado en sus funciones y eficacias, es el reaseguro de ese orden elemental tan añorado, que propicie la calma y el buen desarrollo de las vidas cotidianas, inaugurado en el terror cenital de la democracia postdictadura. Ese orden fatalista es capaz de volver su ojo crítico y enjuiciador a los delitos de lesa humanidad del pasado, mientras se brinda ante sus ojos una exposición de los mismos bajo formas renovadas, articulando desde las instancias estatales esa rígida trama represiva que funciona como mecanismo de control social desde sus momentos primitivos: la encarnación de una figura diabólica, siempre riesgosa para ese orden necesario, es la cuota de posibilidad para la persecución sistemática y el funcionamiento de los resortes menores de esa represión, que van desde las detenciones injustificadas por portación de cara, hasta la disciplinada actuación violenta contra las protestas sociales.

La Argentina se convirtió en una inmensa cárcel de fantasmas, que deambulan intentando llevar sus vidas lo más cómoda y tranquilamente que le sean posible, renunciando de antemano a toda posibilidad de ejercicio soberano de sus placeres y sus posibilidades vitales; el terror permitió el enquistamiento en el poder de una clase de agentes administrativos de los grandes capitales antinacionales, que articularon un vicioso tejido de prebendas, leyes y departamentos institucionales que legalizan (invisibilizan) ese tendido represivo elemental para asegurar el orden, que antes que sus reaseguros económicos, legales y políticos, tiene el de la ejecución de la violencia.

El delincuente es aquel que pone en jaque esos mecanismos disciplinares básicos en la sociedad: aquel que irrumpe en las calles para impedir el tránsito y consternar la dinámica de los días, aquel que atemoriza y discordia con sus reclamos y paros de actividades, que ponen en riesgo la producción y, por lo tanto, la salud de los puestos de trabajo, o aquel otro, que vencido por las circunstancias, opta por la opción del robo y la devolución directa y rudimentaria de la hostilidad que la adversidad le propina todos los días.

La institucionalidad, aquel consuelo 

Ese clima de estupor se extiende sobre esa sociedad castrada por el terror dictatorial, la insoportable y constante presencia de la muerte, la dolorosa sensación de endeble exposición, como reos de la propiedad, acobardados con el siempre latente riesgo de perderla, y desamparando de toda piedad (e incluso, de todo posible reconocimiento de su situación: eso que podría decirse solidaridad elemental) a aquellos factores que, con sus acciones, amenazan esa tranquilidad y avivan los fantasmas de la muerte y la angustia.

La institucionalidad es el bálsamo que calma las ansias fatalistas de esas personas, entendidas ya como un conjunto caótico y siempre desunido de individuos que buscan un lugar en un orden limitado y maniatado.

Ante esa complicidad efectiva funcionan los estamentos institucionales que ejecutan la persecución y represión social: las cárceles, como momento de consumación de esa facultad, mantienen el esquema de los centros clandestinos de detención; son grandes campos de concentración y tortura, dónde se aplica sobre una población proveniente de los extractos marginales de la sociedad, todo el rigor y el odio de clase, aplicando los métodos de tortura de los regímenes dictatoriales e intimidando al enemigo como en una situación de guerra interna.

El objetivo final de esa persecución es, en efecto, la rebeldía, bajo cualquiera de sus formas. El terror que despiertan los actos de rebelión, que siempre tensionan la organización existente y azuzan las peores memorias de la inestabilidad, asumida como una situación de trágica amenaza, y no como una posibilidad de conquista de nuevas instancias de poder. El poder es siempre algo corrompido e irremediable; renunciar a su conquista en mayores escalas sociales, implica embarcarse en la búsqueda de la mínima comodidad individual. El aprendizaje de la aplicación del terror sobre los cuerpos fue la renuncia a toda extensión de exceso, a riesgo de contrariar lo que se posee.

Conservadurismo fatalista: hijos del terror 

Es el conservadurismo fatalista que condiciona a la pequeña burguesía que desarrolla sus cuestionamientos a los aparatos represivos de la dictadura y condena sus crímenes de lesa humanidad (incluso reconociendo el carácter contrarrevolucionario que llevaba esa ofensiva del terror de estado, y que era su fundamento primero, y su principal aspecto a condenar desde una perspectiva que se reconozca como partícipe del interés nacional) pero forma parte del entramado jurídico-institucional que legitima y articula esos mecanismos represivos y reaccionarios en la actualidad.

Hay nuevos actores, nuevos compañeros, un nuevo paisaje político, una aparente calma democrática, una discusión medianamente “civilizada” de los asuntos de “interés público”, las calles seguidas desde las cámaras de televisión y los patrulleros (siempre en carestía ante las amenazas), una meridiana concordia intelectual, con justos explicadores desde ambos lados del campo político, capaces de reunir en sus discursos una amplísima gama de argumentos y referencias bibliográficas para rendir pleitesía a uno de esos omniscientes “discursos”, que rinden cuenta de la realidad sin necesitar, ni siquiera mínimamente, ocuparse de su manifestación objetiva, como si ella viviera únicamente en la belleza y profundidad de sus explicaciones.

Ante esa parsimoniosa elegancia de la pequeña burguesía intelectual se desprende una enorme organización delictiva, que desde los estamentos del Estado, aplica las sanciones y elimina a los actores sociales inconvenientes: los confina en agujeros donde se olvida de las esenciales condiciones de humanidad, los tortura con sistemática meticulosidad, busca información, se involucra y gestiona el crimen, asesinan a quienes no favorecen su interés como empresarios del delito, y dosifican sus cuotas de odio y violencia contra los distintos sectores sociales que cuestionen esas franquicias fundacionales.

Los garantes de la disciplina 

Los medios de comunicación (pletóricos de especialistas, doctores e informadísimos periodistas) y las fuerzas de seguridad son los instrumentos que gozan de la legitimidad pública, unos para la aplicación de los dispositivos represivos, los otros, para la explicación del fenómeno y la condena moral.

A ellos mira el ciudadano amenazado, esperando la acción disuasiva de la policía contra aquellos disruptores del orden, y la presencia inmediata de los medios y de sus sanciones y repudios; criminalización y mediatización son las formas en que se inscriben las expectativas sociales en ese clima de tensión, tedio e impunidad. Cuando las respuestas de los unos y los otros no aparecen ni son satisfactorias, el ciudadano se anima a actuar: toma su lugar y aplica sus metodologías para llevar a cabo eso que las instancias legalizadas para hacerlo no cumplieron. La sensación de impotencia y desolación, la vigencia de un clima de belicosidad, lleva a una sola consigna: el enemigo, los que traen el recuerdo de la muerte, los que ponen en riesgo las consolidaciones del orden y la propiedad, deben ser eliminados, para que aquella calma pueda volver a reinar.

La violencia, como la justicia, toma cuerpo en su dimensión más cercana: la violencia aplicada en las calles por los delincuentes (los que asaltan con violencia y descontrol asesino, los que irrumpen con formas apremiantes y cortan calles y hacen movilizaciones y reclamos); la justicia es, en efecto, la que pueda lograrse ante esos fenómenos que se perciben injustos, la que puede alcanzar a ser acariciada cuando se apalea al delincuente, resignados en la idea que cualquier instancia superior de la justicia está teñida por el pudrimiento.

La policía como brazo armado del Estado que opera en la ejecución de la disciplina persecutoria y represiva, que gestiona las cárceles y lleva adelante las diversas formas de tortura e intimidación que se aplican sobre los cuerpos, que asumen el rostro de la fuerza bruta y hacen uso de la impunidad que su condición les asigna cuando avanzan sobre los manifestantes, que deambulan por las calles como custodios y, a la vez, reguladores del delito, dueños de la represión física sobre los actores sociales; los medios, agentes de publicidad y sostenimiento político, voceros idílicos del interés empresarial ligado al capital transnacional, fieles exponentes de la angurria, la avaricia y el profundo reaccionarismo de esa burguesía intermediaria, siempre dadora a los intereses extranjeros, siempre abonada a las ideologías y concepciones más retrógradas e hipócritas, dueños, a su vez, de la represión simbólica de los sujetos sociales.

La hegemonía de los discursos 

La discusión sobre la problemática de la inseguridad queda confinada a esos espacios de discusión atravesados por el interés de la clase dominante, siempre celosa de sus propiedades y de la institucionalidad que las apaña, neutralizada en una bipolarización inútil entre aquellos que, asumiendo un humanismo progresista, cancelan su discusión desde el repudio indignado de la violencia de las clases medias reaccionarias, sometiendo la interpretación política y la búsqueda de las causas sociales, a la impugnación moral y, por lo tanto, articulando su posición en función de criterios que postulan una justicia ética que en nada cuestiona la compleja trama material de la injusticia; y por el otro lado, aquellos que asumen la necesidad de reforzar esas instancias de control y disciplinamiento, como si darle más poder a los principales actores del crimen y el delito pudiera resolver en algo las cosas.

La falta de ocupación sobre los datos mínimos que arroja la realidad imposibilita la emergencia de una posición que se ocupe del interés de las mayorías que sufren las consecuencias de la impunidad instalada. El Estado se desentiende de sus responsabilidades y, en todo caso, se asume ausente, como si aquella criminalidad institucional funcionara por fuera de sus dominios; como si su única capacidad fuera la del enjuiciamiento del pasado.

La realidad siempre es presente, y la hegemonía del discurso, que se desentiende de los factores materiales, y brinda explicaciones totalizadas en la abstracción, ajenas al discurrir de las fuerzas sociales y de los hechos, necesita desprenderse de ese presente, y bajo el influjo de un posicionamiento ético, que rehúsa de todos los factores históricos por su propia condición de abstracción, es incapaz de identificar la presencia y continuidad de esos mecanismos en la democracia.

Las condiciones de confinamiento y tormento en que se encuentran las estructuras que el Estado tiene para una supuesta “re-habilitación” de los presos, el sistema carcelario en su integridad como un inmenso mecanismo de tortura y hostigamiento, que vuelve imposible cualquier tipo de “normalización” (como la aceptación de las normas y valores históricamente hegemónicos), no hace más que confesar el carácter de guerra abierta realizada desde el Estado contra los actores sociales que componen la nueva marginalidad (que van desde el pobrerío preso por el delito de la exclusión y ser la cara visible de la organización delictiva, hasta los petroleros de Las Heras, cuya condena a cadena perpetua sintetiza la modalidad en que la ficción judicial puede, utilizando sus normas y procedimientos, inventar una causa y condenar a trabajadores por el ejercicio de la lucha y la reivindicación de sus derechos) ya no identificadas en las consignas subversivas de la revolución y la lucha armada, sino en la perturbación del orden cotidiano y en la amenaza del modo sumiso de pasar por el mundo.

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